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Gabriel Calderón: “El teatro es más o menos seguir siendo chiquilín, pero que te paguen"

Año de nacimiento: 1982. Lugar: Montevideo. Profesión: dramaturgo. Curiosidad: su posesión física más valiosa es el apartamento que compró después de que su hermana murió, donde ella vivía con su hijo y donde invirtió tanto para poder adquirirla ella misma.

04.02.2021 11:11

Lectura: 28'

2021-02-04T11:11:00-03:00
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Por Federica Bordaberry

Fotos: Javier Noceti | @javier.noceti

Cuando nació, la abuela de su padre dijo que era muy feo y que no iba a vivir. Fue el primogénito de su padre, de su madre y de la familia Calderón. Fue el primero de siete nietos.

Creció los primeros cuatro años de su vida en un apartamento en Yaguarón y Paysandú. Ahí fue donde empujó a su hermana y se dio la cabeza contra la punta de una ventana y la llevaron a coser. Ahí fue, también, donde escuchó hablar por primera vez de los murciélagos de los que sus padres comentaban porque habían entrado al apartamento. Había una ventana que daba a un pozo de aire y tenía miedo que pasaran por ahí. Lo extraño era que, en su mente, como no sabía cómo era un murciélago, se los imaginaba soldados de la corona inglesa, como los que están afuera del Palacio de Buckinghamm.

Ahí compartió una cucheta con su hermana y fue ahí donde su padre le pedía que se durmiera después de mirar, durante horas, una lámpara.

Pero ahí no fue donde pasaron sus gripes. Las pasaban en lo de su abuela porque sus padres trabajaban. Él tenía principio de asma, entonces pasó largas horas postrado en la cama de su abuela.

A los cuatro años, Gabriel Calderón se mudó con sus padres a una casa. Y en esa casa no solamente se haría sus primeros amigos sino que, sería una casa a la que se mudaría ya de grande, donde criaría a sus hijos y donde viviría con Dahiana Méndez, su compañera de vida.

En la habitación donde ahora tiene una biblioteca, cuando recién llegados, su padre le mostró por la ventana que había vecinos. Sinónimo de amigos. Ahí fue cuando vio a Nacho y a Martín, con quienes jugaría en la calle.

Jugaban contra un paredón que había afuera de la fábrica que quedaba en frente a su casa. Y eso hacían todo el día, hasta que la madre de alguno gritara que era la hora de comer.

Aunque también se entretenía solo. De hecho, su abuela se lo dijo una vez que lo vio leyendo la guía telefónica. Y le iba muy bien en la escuela y en el liceo, siempre fue de tener notas de diez para arriba.

Cambiar de escuela tres veces le dio las herramientas para hacerse amigos rápidamente en la Sagrada Familia, donde hizo el liceo. Fue ahí donde una profesora le dijo que era injusto que, si se sentaba atrás por su altura, hablara con sus compañeros porque a él, de cualquier manera, le iba bien en los escritos.

Fue por esos años donde, por primera vez, intentó cambiar algo suyo. Cuando entró, seseaba, era amanerado y tenía el cambio de voz vigente. Eso le dio vergüenza.

Y se expuso a la religión, no porque fuera católico, sino porque todos los días a las ocho de la mañana tenían que estar parados escuchando la palabra de Dios.

Aunque ya se había expuesto a talleres de teatro de niño, más de grande encontró su lugar en los del liceo porque ahí era el único lugar donde el portarse mal no era penalizado. Incluso, era aplaudido.

Cuando llegó su crisis vocacional, fue a la Facultad de Ciencias, pero se dio cuenta que quería hacer teatro. Era, dentro de todo, el menor de los males. Aunque se terminó convirtiendo en una pasión y en su profesión desde muy joven. Luchó con su padre y utilizó como argumento la crisis del 2001, donde se vio muy claro que tener un título profesional no lo iba a salvar de cualquier circunstancia.

Gracias a esa misma crisis, unos años antes, su madre se había quedado sin trabajo. Sus padres se habían divorciado hacía bastante tiempo, cuando Gabriel tendría, más o menos, cinco años. En el 2000, su madre se fue a Estados Unidos porque le había surgido una oportunidad laboral. Antes, había estado cocinando y vendiendo para afuera y, en algún momento, había alquilado cuartos de su casa.

Cuando se fue, naturalmente, Gabriel y su hermana debieron pasar a vivir con su padre, pero lo convencieron de quedarse en la casa de su madre, viviendo solos, porque Gabriel estaba por cumplir 18. Y así fue: el padre de los Calderón les hacía un surtido semanal e iba a controlar que la casa estuviera bien.

La extrañaron mucho, a su madre, pero fue una época donde taparon ese extrañar con ser jóvenes y tener una casa para ellos solos.

Su padre aceptó a regañadientes que Gabriel iba a hacer teatro, empezó a estudiar en un taller de aproximación al teatro en el Teatro Circular. Ahí conoció a Dahiana. El tercer año, decidió entrar a la EMAD (Escuela Multidisciplinaria de Arte Dramático).

Ese fue el año en el que se presentaron al premio de Teatro Joven, con un grupo de amigos de la EMAD, y obtuvo una mención a la mejor dramaturgia. Decidió que podía dedicarse a eso porque si a alguien le parecía que podía escribir, él se pondría a escribir.

Ahora, está presentando Ana contra la muerte por segunda vez. Es una obra sobre la muerte y sobre todas las cosas por las que tiene que atravesar una madre para salvar a su hijo.

Se hará en la Sala Hugo Balzo y las entradas para las funciones de febrero ya están agotadas. Se pueden adquirir, todavía, las cuatro funciones de marzo por Tickantel.

¿Leías algo de chico?

No, es más, todas mis notas eran altas. Siempre tuve solo una materia baja que fue Literatura e Idioma español. Cuando yo tuve que elegir entre Científico, Humanístico y Biológico, evidentemente estuve entre Científico y Biológico. Humanístico estaba totalmente descartado por mí. No solo no escribía y no leía, recuerdo el escrito de los tiempos verbales hasta el día de hoy como el peor de los escritos de mi vida. No me interesaba la sintaxis, la gramática, la ortografía ni la literatura.

Me acuerdo que, cuando me enfermaba, me iba a quedar a lo de mi abuela. Yo tuve cuatro veces principio de asma, entonces estuve largos periodos prolongados en esa cama de chico. Mi abuela tenía, en el respaldo de la cama, un respaldo con biblioteca. Se usaba antes en las camas antiguas. Ahí tenía unos libros que venían de La República, todo de cuentos infantiles. Pero había otra colección que mi abuela tenia mezclada. Eran cuentos infantiles o de terror y misterio. La primera vez que leí Lovecraft o que leí Poe fue en esos. En su momento no sabía que estaba leyendo gran literatura, estaba leyendo cosas de monstruos.

Pero te diría que me apasionó, lo leía porque estaba postrado en una cama y la televisión te pasaba dibujitos solo a las cinco de la tarde. La lectura, más bien, fue un descubrimiento a través del teatro.

Un descubrimiento maravilloso del teatro es que la gente no me leía y, sin embargo, decía que escribía bien. Me veían. Escribís mal y los actores lo resuelven, eso era fantástico. Sentía que estaba habilitada la escritura aunque no supiera y lo que tenía que hacer es que fuera interesante en la escena, pero no bien escrito. Evidentemente, después descubrí que si escribís mejor, los escritores interpretan mejor, pero en su momento fue una habilitación a la escritura.

Sería un portarse mal, pero en el mundo de los adultos...

Es que el teatro es eso. Es más o menos seguir siendo un chiquilín, pero que te paguen. De vez en cuando me pasa, hay crisis porque se cae una producción y yo les recuerdo que hacemos teatro. No hay ningún paciente por morir. No es quitarle importancia porque si no haríamos cualquier cosa, pero lo hemos inventado todo y eso es hermoso. El teatro es muy complejo y difícil, pero a su vez todo el mundo siente que, medianamente, lo puede hacer. No es que "todo lo vale", pero es mucho más difícil decir "esto no vale" y "esto sí vale". Hay que estudiar mucho para eso. Los críticos son pocos porque los críticos de teatro que saben son gente que estudia constantemente, y no es comentaristas de fin de semana. Un maestro decía que los que hacemos teatro es porque no sabemos, los que saben hacen critica.

Volviendo un poco a lo que pasó después de que ganaras tus dos primeros premios, ¿enseguida te fuiste a la EMAD?

Lo primero que hice fue empezar a presentarme a concursos de dramaturgia joven. No digo que no tuviera talento, pero también tuve algunas suertes. La primera fue que el Instituto Internacional de Teatro hacía un concurso latinoamericano de dramaturgia joven. Cuando pasó lo de teatro joven yo tenía 18 años. Era lo primero que escribía.

Yo la leo hoy y me da mucha vergüenza, pero me acuerdo que era muy graciosa. En Teatro Joven ganamos varias menciones y para nosotros era muy importante.

¿Por qué el plural?

Porque yo esa obra la escribí, pero la escribí para ese grupo con el que yo participaba. La dirigimos entre todos. Yo llevé unos papeles ahí y entre todos dijimos "esto sí, esto no" y ganamos el premio. Después gane mención de mejor dirección, pero un amigo que nunca más actuó ganó mejor actor, ganamos mención mejor dramaturgia y dijimos, ¿esto de dónde sale? No entendíamos nada.

Me acuerdo que nos dieron 13.000 pesos y no sabíamos qué hacer. Fuimos a la fiesta de La X y nos repartimos la plata. Entramos a la fiesta hasta que nos sacaron hasta las seis de la mañana. Éramos muy guachos y, por eso, hablo en plural. La señal medio que fue para todos porque éramos un grupo medio amateur y, de repente, vamos a un encuentro nacional donde se presentaban 500 grupos, seleccionaba a los 50 mejores y, nosotros, de los cincuenta ganábamos un premio. Decíamos, "pongan cara de que sabemos, de que estamos convencidos de lo que hacemos".

En ese contexto entre a la EMAD y me sentí impulsado a presentarme a concursos. Eso, por un lado, empezó a convencer a otros, en la EMAD y afuera, de preguntarse quién es este. Por otro lado, yo que empezaba a aprovechar y a meterme.

En ese momento, el Teatro Circular, donde yo había estudiado hizo un llamado para jóvenes dramaturgos, para estrenar. Seleccionan una obra mía, a los 19, que se llamaba Las buenas muertes. Lo iba a dirigir otro director, pero yo pedí una reunión con Artística para que me dejaran dirigirla.

Era una calesita y yo decía, "no saben ni cómo hacer la calesita". Fui a la reunión diciéndoles que consiguiéramos cincuenta sillas giratorias y que lo que girara fuera el público. Y con 19 años me fui a dirigir al Circular a mis profesores de hacía dos años.

También estaban esas cosas de que si el Teatro Circular escuchaba una buena idea, te decía "adentro". Y una vez que me metí adentro del Teatro Circular, no me sacaron durante años. Ahí hicimos Mi muñequita, hicimos Las buenas muertes, hicimos Morir, con el que gané el Florencio. Hicimos una troja de cosas, es un teatro hermoso porque tenían elenco, tenían producción y yo tenía veinte años.

¿Sobre qué escribías en tus obras?

Con el tiempo siempre hay temas que me han sido recurrentes: la familia, la violencia, la muerte. Pero yo no sé si son temas míos, o si son temas que andan ahí, en la sociedad contemporánea. Yo no tengo temas que me atraviesen personalmente como puede ser el narcotráfico, la sexualidad, la inmigración. Mis temas son más comunes, un poco por venir del Centro de Montevideo, de una familia de clase media.

Por eso mis temas eran la violencia, la familia, la familia disfuncional que, para mí, nunca era disfuncional. Mi familia es una familia disfuncional según el régimen clásico, pero la verdad que me ha funcionado muy bien. Todos se quieren, nadie mató a nadie. Cuando escribí Mi muñequita me preguntaban "qué pasó en tu familia", y no pasó nada, está todo bien. Lo que tiene que pasar es en la obra.

Siempre tuve mucha impunidad para escribir. Después, me encontré a algunos maestros. Recuerdo a María Esther Burgueño, una gran maestra mía, crítica.

¿Cómo llegaste a ella?

María Esther era crítica, en su momento, de los Florencio. Tuvo esa cosa maravillosa de que yo tenía veinte años y me llamó para habla. Me dijo, "lo tuyo es maravilloso", pero en la charla me decía también que tenía que leer esto y aquello. Se horrorizaba de cómo escribía. Claro, en la escena estaba bien, pero el texto escrito era horrible, entonces me los corregía.

Una vez me dijo "yo no lo voy a corregir más, mandámelo y te voy a corregir en fluorescente lo que está mal". Me mandaba todo el texto fluorescente, eran islas sin color. Era imposible. Pero María Esther fue una de las que me dijo, "tú apagás la tele y te ponés a leer". Y creo que es una de las grandes responsables de que haya leído, de que hoy lo que haga sea leer y escribir. A eso me dedico, además del teatro.

¿Qué te mando a leer?

De todo. Los clásicos, me regalaba libros. Descubrí Ítalo Calvino por ella, pero sigue hasta ahora. Me trajo, hace poco, de José Ingenieros, El hombre mediocre. Yo nunca lo había leído en mi vida y es un librazo. Cada tanto me dice, "este libro es para vos". Pero en su momento también era muy dura. Tener una conversación con ella podía salir todo bien o todo mal y, la verdad, que se lo agradezco hasta el día de hoy.

Y no fue solo ella, yo me encontré con gente así, que eran buenos cuando tenían que ser y duros cuando tenían que ser. Tuve la suerte de encontrarme con varios que me acompañaron.

¿En qué momento aparece Complot en tu escena?

Complot fue mucho de eso. Es una compañía que no tenía un teatro, no tenía un cuarto para ensayar, no tenía una computadora. Pero lo que teníamos era que nos hacíamos compañía y éramos apasionados del otro, pero muy críticos también. Mariana Percovich, Ramiro Perdomo, Martín Inthamoussu, Sergio blanco, es gente erudita cada una en su conocimiento, saben mucho de teatro, en el caso de Martín de danza.

También esas relaciones tuvieron un final. Duró diez años y todos seguimos por otros lados, pero yo creo que no sería lo que soy si no hubiese tenido esa compañía.

¿Cómo empezó Complot?

Con Martin Inthamoussu. Martín me agarró en esa época que me presentaba a cada premio que había porque los ganaba, generalmente. Descubrí rápidamente que no se presentaba mucha gente, que no había que ser muy bueno, tenías que medianamente animarte. Y Martín tenía un festival de danza en espacios no convencionales y yo me presente para un beca. La gané y ahí empecé a bailar con Martín. Primero bailé en la EMAD. Teníamos ballet, danza.

A San Francisco fuimos a crear un espectáculo de danza. Llegamos a hacer gira por México, gira en España, yo como bailarín. Y ahí, que habíamos hecho algún espectáculo de danza, decidimos crear una compañía para hacer. Le pusimos Complot porque era un complot para poder hacer.

Como que nos confabulábamos para poder hacer algo y, si no había ese algo, no había complot. Es decir, no es que hay una compañía y no hay obra, si no hay obra, no existe la compañía. Teníamos mucha vorágine de hacer y a los años siguientes empezamos a invitar a Mariana, a Ramiro, a Sergio y todos se empezaron a sumar.

¿Qué fue lo primero que hiciste con Complot?

Fue Morir, de Sergi Belbel, con Martín. Eso fue una consolidación acá en el medio porque yo tenía 22 y Martín tendría 25. Dirigimos ese espectáculo y ganamos el Florencio a mejor espectáculo y mejores directores del año.

Yo tenía 23 años y, de repente, en toda tu disciplina eras el mejor del año y yo no sabía distinguir dónde iba la coma. Durante mucho tiempo estuve corriendo para estar a la altura de la imagen que daba, pero eso está, bien es lo que me tocó. Rápidamente, la seguidilla de premios y los reconocimientos me pusieron en un lugar en el que todavía yo no me sentía muy seguro. Ahí empecé a estudiar mucho. Me fui primero a España, después a Londres, a estudiar dramaturgia que acá no había. No había ni un taller de dramaturgia.

Recién cuando salió toda esta generación, de la cual primero salí yo, pero en su momento éramos nueva dramaturgia en el 2000. Después, en el 2010 empezamos a hablar de por qué no había formación y yo presenté un proyecto. Primero, lo hizo Mariana Percovich en la EMAD y yo fui el primer coordinador de la carrera de la tecnicatura universitaria de dramaturgia que existe hoy a nivel universitario, pero que la creamos nosotros. Básicamente, fue juntarnos y decir "qué podemos enseñar que nosotros aprendimos a los palos".

¿Qué fue lo que pasó con Mi muñequita, en 2004?

Es un poco parte de lo mismo. Hasta 2004 no habíamos presentado a Teatro Joven y en ese año yo había entrado a la EMAD y le propusimos a unos amigos unirse con Dahiana Méndez, mi compañera, y conmigo, a hacer una obra. Al principio, pensamos que iba a ser La vuelta al desierto de Koltés, que yo terminé haciendo con la Comedia Nacional, pero era muy larga. En eso, mientras ensayábamos, Leonardo Pintos me dijo "¿y si preparamos esa obra tuya?" .Yo la había escrito el año anterior y dije que era una obra horrible.

Era una obra sobre un asesinato y dije, "yo la hago pero si nos reímos de la obra". Todos dijeron que sí, nos juntamos con un grupo de amigos y estuvimos destruyendo el texto lo máximo posible y levantándolo con actuaciones.

Ese 2004 yo había hecho Las buenas muertes en el Circular. Algo que pasaba con Teatro Joven es que hacías la obra una vez y nunca más. Entonces, a mí se me ocurre decirle al Teatro Circular si no nos daban un día para hacerla. Me llamó el Circular y me dijo, "chiquilines, vengan con la obra". Decidimos no presentarnos a Teatro Joven e ir cuatro viernes a las 12 de la noche, que el Circular no usaba.

Yo gané una beca y me tuve que ir, no estuve para el estreno de la obra. Llamamos a Ramiro Perdomo y le dije, "estrenala, está ahí, metete y hacé el último mes de ensayo" porque yo me tenía que ir a España.

Me acuerdo hasta el día de hoy de estar en España y llamar con un monedero en la calle y que me dijeran que le encantó al público porque la gente aplaudía. El impacto fue cuando, a los cinco días, sale una nota en Brecha. Página plena de que algo estaba sucediendo en las trasnoches del Circular.

Ese año yo había estado nominado a revelación de los Florencio y, estando yo en España, me llaman que estábamos nominados a casi todo. Fui con mi hermana y me acuerdo que los de La muñequita tomamos porque era gratis. No ganamos nada, pero tuvimos una fiesta de arriba.

Primero vinieron los premios, después Complot y, ¿después?

Lo siguiente importante para mí fue descubrir que cuando a los 23 ganás el premio nacional, inmediatamente te preguntás, ¿y ahora qué hago? Eso por un lado me liberó de perseguir algo acá. Además, no pasó nada. Es un premio, te lo dan y al otro día estás vos y seguís desempleado.

Por un lado, me bajó la expectativa y, por otro, me hizo buscar otras cosas. Lo hicimos con Complot, ver que, poco a poco, empezamos a tener invitaciones internacionales a ir con las obras. Mi muñequita hizo como cuarenta festivales: Costa Rica, Panamá, El Salvador, España, Francia, Brasil, Argentina, Colombia, Miami.

Empezamos a salir mucho y ahí me empecé a dar cuenta que yo tenía una oportunidad, ahora, real internacionalmente. Cuando nosotros salíamos eso recompensaba un esfuerzo de unos meses sin cobrar, recompensaba bien.

Yo te diría que el siguiente hito para mí, ya más grande es cuando de Francia me llamó un director de un centro dramatúrgico internacional y me dijo que quería hacer un ciclo con mis obras. Fue una trilogía que se llamó Radical Calderón. Al principio, yo miré muy sospechosamente. Ya me había pasado que alguna vez me llamen y todo se diluía, nada pasaba.

Primero fui, di un taller y, poco a poco, me fui dando cuenta de que la cosa era seria. Hasta que en 2013 se estrenan las tres obras en el centro de Paris. Me impactaba mucho ir al Metro, donde había visto los grandes espectáculos, y ver mi nombre con mis obras. A partir de ese movimiento, que para mí fue importante, es básicamente lo que hago hoy. Fue el comienzo de la carrera internacional, que es lo que tengo establecido ya. De París pasé a Suiza, donde trabajo establemente. Actualmente, trabajo en España, pero en Barcelona puntualmente mucho, en Suiza y en Italia. Son esos tres lugares.

¿Qué hacés exactamente?

Estrenando espectáculos, dando talleres, se hacen mis obras y yo no estoy, o yo voy a estrenarlas. También he tenido trabajos en otros lados. Me pasó que en el ínterin fui papá y eso hizo como un ancla, en el sentido de que yo no me voy a ir.

Nunca quise. Siempre hubo posibilidades trabajando allá, siempre tuve la idea de que la vida estaba acá, que Uruguay era genial, que la calidad de vida era muy alta, pero que el problema mío era económico, que yo me dedicaba a algo de lo que no podía vivir. Resolviendo eso allá, con tener hijos, he tenido que limitar más mis posibilidades de ir porque los niños extrañan, porque Dahiana se queda sola con ellos. Esa parte es el único problema que tenemos que resolver, generalmente, en esta casa.

Es un honor, por un lado, pero también es un privilegio que trato de cuidar, pero no puedo decir que sí a todos los trabajos que me ofrecen y eso comenzó ahí. Comenzó un poco en Complot, con nuestra mirada de decir tenemos que salir, pero con la llevada de mis obras a Paris también.

¿Cómo aprendiste francés?

Ahí. Cuando llegué, no hablaba nada francés. Tenía traductor, pero recuerdo que cuando hice el taller todo es el doble de tiempo con traductor. Entonces, lo que sería un día de 4 horas se transforma de 8 y en la traducción perdés cosas.

Con parte de la plata del taller me contraté una profesora privada y me iba todos los martes y los jueves a la casa de la profesora a las diez de la mañana. Di un taller y volví a dirigir las obras al año y medio. Dije, "tengo un año y medio para mejorar mi francés". Cuando llegué a Francia, empecé a dirigir. Trabajé 3 meses, se hicieron 3 obras. Yo dirigía una, otro director otra y venía una de acá. Comencé diciendo cosas muy básicas como "energía" y "vaya más despacio".

Cuando vino la compañía de acá, que fue a los dos meses y medio, yo la recibí y la presenté a toda la compañía hablando francés. Ya no tenía traductor y tuve que, a los golpes, hablar francés. Claro que ahí lo hablaba medio tarzánico,

Después me ayudó el haber vuelto siempre. Todos los años vuelvo a Suiza y doy un mes de clase en francés, eso lo perfeccionó, pero igual me lleva un rato. Cuando llego, los primeros días estoy con un dolor de cabeza por dejar de pensar en español y pasar a pensar en francés, me quedo sin palabras todo el tiempo. Cuando me voy siempre siento que lo estoy empezando a hablar más fluidamente, pero a nivel comprensión lo tengo total.

¿En qué momento te sentiste más libre en tu vida?

Hoy yo me siento muy libre, pero toda una parte en la que yo vivía en la Plaza Cagancha, y trabajaba en la Dirección de Cultura, yo tenía 25 años, tenía mucha libertad individual. Ir a trabajar manejándome los horarios, salir con los amigos que quería, viajar. Hoy yo no tengo esa libertad, pero me siento muy dueño de mis posibilidades, que es otro tipo de libertad. En ese tiempo tenía esa libertad, pero no tenía la libertad de mis posibilidades, tenía que seguir laburando y seguir haciendo teatro. Hoy tengo un poco más manejo de mi futuro y eso te da una sensación de libertad distinta. Yo vincularía esos dos momentos, ya que son libertades distintas: el hoy y el de la juventud de los 25.

¿Cuál fue el día más triste de tu vida?

Sin duda cuando falleció mi hermana. Yo estaba ahí. Sobre todo por la sorpresa. Mi hermana entró por una infección urinaria al hospital y 24 horas después, se había muerto. No se muere la gente por esto. Yo estaba ensayando y me llamó el compañero porque la iban a internar y yo fui y dije, "váyanse a sus casas, es una infección urinaria" y eché a todo el mundo y de noche falleció. Salió la doctora en un momento y dijo eso de cliché de película, "hicimos todo lo posible".

Yo espero que sea el más triste para siempre porque no quiero tener más una experiencia así. A su vez, yo siempre decía que en mi familia nunca se muere nadie porque, claro, no habíamos perdido a nadie. Perdimos a mi abuelo ya viejo y tuvo una enfermedad larga de 5 años.

Yo tengo esas desgracias con suerte. La desgracia fue que falleció mi hermana que era joven, pero todo el resto toda la familia comparte el dolor, mi sobrino está bien. Todo eso se da, no como en un cuento de hadas, pero no se da mal.

Mi hermana tenía un año menos que yo. Cuando falleció, Sergio Blanco me dijo, "se murió el testigo de tu vida". Que era verdad, era la persona que más había estado en mi vida, porque mi madre se fue de viaje y mi padre se divorció. Era la persona que más había estado rigurosamente y con la que más uno se forma. Con mi hermana compartíamos mucho el humor, nos reíamos de las mismas tonterías. Tu hermana te conoce miserias, te conoce horrible, entonces ahí construís un amor mucho más basal.

Con la muerte de ella fue la primera vez que me sentí solo, nunca me había sentido solo y mirá que mis padres habían estado y no estado. Pero ahí sí sentí esa soledad, sobre todo porque no vuelve.

¿Y cuál fue el más alegre?

Los hijos son increíbles, cualquier día de tus hijos. Ver a mis hijos jugar juntos es una felicidad desconocida, que te conecta con algo muy primitivo y a su vez yo soy una generación que rechaza eso viste, pero hay algo allí abajo que funciona igual. Vos ves a tus hijos bien, o loa ves mal y te pones mal. Es otra categoría de la felicidad. Además, no es una felicidad propia, es una felicidad compartida, de clan, de familia.

A nivel individual, mis mayores alegrías han sido profesionales, yo he hecho cosas que lloré de alegría. Hay ciertos estrenos míos, cuando me fue bien, publicaciones de libros. Hacía que todo era normal y después llegaba a casa y lloraba un rato. Eso pasa, se olvida, tiene eso muy efímero. Lo de la familia es algo más estable, entonces es muy bello en ese sentido, y está totalmente entreverado con peleas odios y enojos.

¿Qué aprendiste en la vida a los golpes?

En general, cada cinco años me tengo que comer lo que dije cinco años atrás. Te diría que no aprendo más. La vida me ha enseñado eso una y otra vez. No resisto ningún tipo de archivo, soy incapaz de decirte si tiene un valor eso de decir "es bueno cambiar". Otros te van a decir, "es bueno ser coherente", no sé.

Eso a mí me da mucha vergüenza y me ayuda mucho a crear. Mi motor de creación es ser tan idiota en varios momentos, o tan torpe, como para afirmar con tanta certeza. Ahora lo he hecho tantas veces que te diría que uno no puede andar con miedo al futuro, sino no diría nada, seria siempre un condicional. Uno dice y, después, si se equivoca tendrá que desdecirse, aceptar.

Yo no tengo problema, empecé mi carrera diciendo que no había que hablar de política en el teatro y después cuando hice obras de temas políticos, después hice ciencia ficción y ahora estoy haciendo Ana contra la muerte y no estoy haciendo ni política, ni ciencia ficción.

A mí me gusta, es un aprendizaje que me gustaría seguir, no me gustaría dejar de golpearme, me parece son, además, aprendizajes que quedan los que uno aprende dolorosamente. Este tipo de dolor, cosas más graves me gustaría aprenderlo más amablemente.

¿Un sueño por cumplir?

Yo viaje muchísimo, es algo que me tocó en suerte. Yo trabajé para eso pero también hay un factor de suerte. Es mi carrera, pero también hay una parte de viajar porque yo no puedo vivir en Uruguay de eso. Un sueño seria que en algún momento de mi vida, no yo sino la gente de teatro, pudiera vivir mejor en este país. Es transversal a lo político y a las generaciones, tiene algo más cultural. Nosotros admiramos al Bolshoi de Moscú, a la Ópera de París, al Lincoln center de Nueva York, pero Uruguay no está preparado para dar esas inversiones culturales, para dar esos sistemas.

Acá cada vez que se pone plata para un teatro se lo compara con alguna escuela o con cuántas ollas populares habría y eso demuestra un primitivismo cultural que nos debería asustar, pero en vez de asustarnos alimenta una grieta muy chiquita.

Entonces, un sueño sería que se entendiera más colectivamente que nosotros tenemos que hacer grandes inversiones en cultura para que los artistas que en general enorgullecen a este país, no lo digo solo por los artistas, sino por los uruguayos y uruguayas reconocen a los artistas de acá. Pero a nivel profesional y económico no siento que tengo un espacio. Y no te digo ganar mucha plata, yo digo simplemente para poder vivir.

Yo no podría vivir, tendría que dedicarme dar muchísimas horas de clase y dejar de hacer teatro para conseguir un sueldo. No me parece que sea justo para la calidad artística. Y yo lo digo por teatro, pero estoy seguro de que se repite en música, en pintura.

Tengo una amistad muy grande con Sergio Blanco y Sergio, probablemente, es en estos momentos el dramaturgo uruguayo más importante a nivel internacional, pero es también uno de los más importantes mundialmente actualmente. Es un tipo que ha podido desarrollar su carrera fuera de Uruguay, sería muy distinto si se hubiese quedado acá. Él lo supo, a los 19 años se fue, lo tenía bastante determinado. Ahora, también ha tenido la valentía de volver y estrenar sus obras acá pero no le es fácil, porque no nos es fácil a ninguno. Esto lo hablábamos mucho en Complot y ahora lo sigo hablando mucho con Sergio, tenemos el privilegio de poder trabajar afuera, pero soñamos con poder trabajar a ese nivel acá. El nivel artístico existe, falta ese nivel económico. Uno entiende que no es lo mismo el presupuesto que tiene Uruguay que el que tiene Francia, pero vos preguntaste qué soñaba yo...

Si existiera cielo o infierno y murieras, ¿a cuál irías?

Yo creo en el final de las ciudades invisibles de Ítalo Calvino. Creo que ya existe. Él dice que el infierno existe y es lo que hacemos viviendo todos juntos, hay dos maneras de vivirlo. Lo dice mejor, dice algo así como el infierno de los vivos no es algo por venir, es algo que ya está acá.

Y dice que hay dos maneras de vivirlo, una es hacer como que no existe hasta que el punto que un día, mágicamente, uno piensa que no existe más. Esa es la manera más fácil, pero después hay una segunda manera que exige más trabajo, más atención y más sufrimiento, y es darse cuenta que el infierno no es infierno y hacer que dure y darle espacio.

Yo creo que si tuviera que elegir, elegiría siempre el infierno, no porque es más divertido, sino porque ahí hay posibilidades de encontrar pequeños paraísos y hacer que dure. Me imagino poco trabajo en el cielo y yo prefiero trabajar, si el trabajo es teatro claro, si es otra cosa no porque no nací para eso, o no morí para eso.

Por Federica Bordaberry