Repasamos cinco fragmentos de la biografía de Eleuterio Fernández Huidobro.
Epílogo (2004)
El Ñato Fernández Huidobro está lleno de cicatrices. Algunas pueden verse en su cuerpo. Seguramente, hay otras en el alma que las diarias batallas preservan de la mirada ajena. Hace cuarenta años, siendo un joven de clase media, hijo de inmigrantes trabajadores y educado en colegios católicos, entendió justo, necesario y posible edificar una sociedad mejor, barriendo para ello a quienes se opusieran.
En esa empresa, juzgó válido disponer de la vida de otros, pero también ofreció la suya. A lo largo de su lucha clandestina conoció el dolor de la muerte cercana y provocó a otros el mismo sufrimiento. Tuvo coraje y también miedo, fue generoso y en ocasiones mezquino. Adoptó decisiones que perjudicaron a inocentes, empezando por su propia familia. Y lo hizo convencido de que eso era lo que debía hacer. En todo esto, nada lo diferencia de cualquier persona que empuña las armas por un ideal, en cualquier circunstancia histórica y en cualquier lugar del mundo.
En el debe de la cuenta corriente con su conciencia, anota que le faltaron “cojones” para torcer rumbos en los que no creía y que resultaron nefastos. En su descargo, puede decirse que, a diferencia –aquí sí- de muchos que en todo tiempo y lugar declaran guerras, cayeron sobre su existencia con implacable ferocidad las consecuencias de sus actos.
Durante casi doce años, con excepción de la vida, fue privado de todo. Salió de las catacumbas y apostó a la paz. Y nuevamente, lo que tuvo para ofrecer fueron aciertos y errores, grandezas y miserias, coraje y miedo, victorias y derrotas.
Lo humano, simplemente.
El tétano que contrajo de niño
–A ver, abrí la boca –ordenó el médico.
El niño obedeció con dificultad, y los ojos que lo observaban adquirieron el inconfundible brillo de las lágrimas. El chico se asustó. No tenía más de nueve años, y le aterrorizó ver a ese hombre con su túnica blanca y el estetoscopio en el cuello, casi a punto de llorar. De llorar por él. Algo había visto en su boca que le había causado esa reacción. El médico lo levantó en vilo y salió corriendo con él hacia otro lugar del hospital. Entró, lo depositó en una cama y apagó las luces. Se fue. Enseguida entraron más médicos, todos con sus túnicas blancas que podía adivinar en la penumbra, sólo mutilada por la luz que salía de aquellas vinchas que todos ahora llevaban. Lo observaban y hablaban en voz baja. El terror era ya dueño de su cuerpo, que temblaba. Fue entonces que escuchó esa palabra horrible: “tétanos”. (…)
Fue en ese momento que empezó a comprender el por qué de las lágrimas asomando en los ojos del médico cuando lo examinó. Fue entonces que entendió por qué no creían los primeros médicos que lo vieron que él no podía abrir la boca, aunque se lo pidieran. Esas horribles contracciones que le hacían morderse la lengua sin poder evitarlo. Y su madre que lloraba. Fue ahí que recordó la caída corriendo carreras en bicicleta con sus amigos, y la herida en la rodilla, una abertura profunda y dolorosa en forma de siete. Recordó el chapuzón posterior en el puertito del Buceo, con esa herida que ardía con el agua. Sabría después, mucho después, que esa cosa horrible que llamaban “tétanos” y que le provocaba esas espantosas contracciones había entrado así en su cuerpo (…).
“¿Por qué? ¿Por qué me está pasando esto a mí?” Quería que Dios, aquel Dios del que hablaban los curas en el colegio Santa María y las monjas de Nuestra Señora del Luján, ese que todo lo podía, lo sacara de allí. Y que su madre dejara de llorar, y que el miedo se alejara. (…)
La camilla entró a una pieza oscura, otra vez. Pero en esta oportunidad no estaba sólo. A su lado, en otra camilla, había un hombre. No era un niño como él, sino un hombre que pedía desesperadamente agua. En su desesperación se caía de la camilla. Lo levantaban y volvía a caerse. Y él allí, inmóvil, viendo aquella escena como si fuera una de esas fantásticas películas de terror que veía fascinado en las matinés con sus amigos. Pero sólo que esta vez él estaba ahí. De nada valía que se cubriera los ojos, de nada servía taparse los oídos. Era imposible evadirse de los gritos de aquel hombre en la oscuridad, que pedía agua e imploraba por algo que calmara su dolor. Vio como le colocaban un caño para abrirle la boca y entonces un escalofrío le recorrió el cuerpo: ese hombre tenía lo mismo. “Tétanos”, se dijo.
La palabra volvió a atravesarle los huesos y el espanto lo asaltó con más fuerza. Eso era lo que le esperaba. Iba a morir, pero antes iba sufrir, como sufría ese pobre desgraciado, en medio del dolor y la desesperación. Y volvió a escuchar el llanto de su madre afuera. Y volvió a reclamar a aquel Dios del que hablaban los curas del Santa María –el Hermano Salvador, el Hermano Pascual, los Hermanos Antonio o Gelasio y las monjas de Nuestra Señora del Luján– que lo sacara de allí. Le prometió que nunca más iba a correr carreras de bicicletas, que jamás volvería bañarse en el puertito del Buceo. También que retornaría al colegio y le pediría perdón al Hermano Víctor por haberle pegado aquel cachetazo. Eso había estado mal, un niño pegándole a un cura. (…)
Tal vez entonces lo que le sucedía ahora era un castigo por portarse tan mal. Dios castigaba a los que no hacían las cosas como los Hermanos decían. Eso lo sabía desde el día mismo en que había entrado allí. Lo sabía desde antes, porque también las monjas de Nuestra Señora del Luján se lo habían dicho. Con ellas había cursado hasta segundo año, pero a partir de ahí era sólo para niñas, por eso había ido a parar al Santa María, porque era un lugar donde sus padres estaban seguros de que iba a portarse bien. Con los curas no se jugaba. Eso decían, pero él no lo creía demasiado, porque llegó a pegarle al hermano Víctor. ¡Nada menos! Eso había estado mal, sí. Seguro que era esa la razón para lo que le estaba pasando. Dios se había enojado en serio esta vez. Por eso le pidió perdón y le prometió que iba a cambiar. Por favor, que le pusiera cualquier otra penitencia, pero que lo sacara de esa pieza oscura y le permitiera irse con su madre a casa. O por lo menos, que hiciera callar a ese hombre que lloraba a su lado y pedía agua. Y si eso tampoco era posible, por lo menos que prendieran la luz.
La caída de Carlos Flores, el primer tupamaro muerto.
El viernes 23 de diciembre de 1966, el diario El País publicaba en tapa la foto en primer plano del rostro de un “terrorista” muerto en el tiroteo de la mañana anterior, y reflejaba en sus páginas interiores la conmoción que había vivido Montevideo desde las primeras horas del día, cuando la policía había perseguido a balazos por las calles de la ciudad a una camioneta que llevaba en su interior a un comando “sedicioso”. Las primeras planas de los diarios y los reportes de las radios daban cuenta de que una camioneta Chevrolet robada la semana anterior había sido detectada por un amigo del dueño en General Flores y Propios. Al dar aviso a la policía, un patrullero con tres agentes a bordo se interpuso en el camino del vehículo señalándole que se detuviera, y éste hizo una brusca maniobra, tomando a contramano por General Flores, hacia el centro. Se entabló una persecución, en la que desde la camioneta dispararon ráfagas de subametralladora. Al llegar a Burgues y Bella Vista, la Chevrolet chocó contra un árbol y sus ocupantes se fueron corriendo, disparando al patrullero para mantenerlo alejado. Uno de los “pistoleros” se tomaba el abdomen, presumiblemente herido. En el interior de la camioneta quedó otro “sedicioso” protegiendo con disparos la huída de sus compañeros, hasta que una bala lo alcanzó en la cabeza.
Era Carlos Flores, un joven de 22 años y padre de tres hijos, cobrador de la Asociación Cristiana de Jóvenes, que llevaba puesta precisamente una camiseta con una inscripción de la ACJ. En la camioneta, junto a él, viajaban dos argentinos y Fernández Huidobro. Cerca de la camioneta, en una moto, iba dirigiendo la operación Héctor Amodio Pérez, que se acercó luego al vehículo, en medio de los curiosos que se agolpaban sobre él, y vio sangre y lo que le pareció eran restos de masa encefálica en el piso. Supo que alguien había muerto, pero no quién era.
“Ni siquiera los ocupantes de la camioneta sabíamos quién era el muerto. Fueron retornando todos. Mirábamos por la ventana: allá viene Fulano, allá viene Perengano, y no llegó Carlos Flores”.
A las once de la mañana, la policía ya estaba allanando el local de la “base Pinela” en La Teja, al que pertenecía Flores. La camiseta lo había delatado y a través de la ACJ la policía lo identificó inmediatamente. Junto a los detalles de la persecución, los diarios informaban el 23 de diciembre que “las diligencias llevaron a una finca en la calle Heredia 4440, donde funciona la ‘Comunidad juvenil Eduardo Pinela’”.
“No nos destruyeron porque no le hicieron caso a Otero3. Él había aprendido a hacer el trabajo de información e inteligencia que, entre otras cosas, significaba no tirarse a los bifes. Guardaba información, no iba de primera y quemaba todo. Otros milicos, cuando supieron quién era el compañero muerto salieron a lo loco. Al hacerlo así, nos van mostrando el juego. Nosotros escuchábamos la radio policial e íbamos viendo dónde iban pegando. Y sacando nuestras cuentas: si pegan acá, llegan acá y acá”.
Si el nombre del Ñato estaba o no dentro de los que a esa altura manejaba la policía, todavía no se sabía. “Pero nos dieron una paliza. Todo lo que habíamos construido, salvo muy poquito, se perdió: casas, laboratorios, materiales, talleres. Gente no cayó mucha, de mi grupo ninguno, pero unos días después mataron al ‘Tartamudo’ Robaina, en el allanamiento de un criadero de aves que teníamos afuera. Llegan a nuestra retaguardia más profunda, porque a esa chacra no íbamos nunca, la teníamos de reserva. Nos pegaron donde peor nos podían pegar: en las reservas”. La advertencia de los porteños se había cumplido. Catorce días después, el 5 de enero, la policía se presentó en Nimes 1669.
El día de su última detención
Después de revisar palmo a palmo la casa, Campos Hermida se convenció de que no había más nadie allí. “Ellos estaban esperando que el juez se fuera para buscar detenidamente algún berretín, porque en general en los berretines había algo de plata. Pero ni sospechaban que podía haber gente. El juez, el petizo Daniel Etcheverría, se portó muy bien. Era juez civil, porque todavía regía la justicia civil, y en un momento en que todos estábamos asustados, hasta Campos Hermida, él y el forense se portaron valientemente”.
Los policías que descubrieron el berretín no lo anunciaron a sus jefes. Efectivamente, ese día había dentro del escondrijo unos 25 mil dólares. “Un soldado pidió permiso para subir al baño y escuchó la conversación de los policías. Bajó y le dijo a Calcagno, que en ese momento estaba hablando con el juez y con Campos Hermida, que en el baño había un berretín. Entonces subieron todos. Esto me lo cuenta Calcagno en julio, y me dice: ‘nunca más hago un operativo como ese con la policía. Si tenemos que matar lo hacemos por cuenta propia pero no de garrón, una cosa es que lo decida yo y otra que vaya como gallito ciego’. Porque en el momento en que el juez entra ve nada más que un matrimonio muerto. ¿Aquí no hay nada, y mataron a una mujer y un tipo? El dinero, por supuesto, desapareció”.
Con cuatro heridas de bala, Huidobro fue internado en el Hospital Militar, esposado a la cama en una sala pequeña, la ocho, en la que tuvo como compañeros, tres días después, a dos de las víctimas del ataque a la Seccional 20 del Partido Comunista, en el que murieron siete militantes de ese partido y un oficial del Ejército. Uno de ellos murió poco después –se transformó en la octava víctima- pero el otro salvó milagrosamente su vida, después que los médicos le extrajeron una bala del cráneo.
Casi a punto de ser dado de alta, una mañana Fernández Huidobro vio entrar a la sala a quien había comandado el operativo de las Fuerzas Conjuntas el 14 de abril: Hugo Campos Hermida. Venía acompañado de varios efectivos, e ingresó como quien va a cumplir una riesgosa misión. - Serán tarados estos milicos –murmuró mientras abría el cerrojo que aseguraba una de las esposas a la cama, y la apretó a su propia muñeca-. Te vas conmigo para Jefatura, Ñato. Me ofrecieron no sé cuántos milicos para custodiarme –dijo sonriendo.
Y señalando con un movimiento de mentón su muñeca unida a la del prisionero, añadió: –Así, ¿qué nos puede pasar?
Afuera los esperaban dos coches particulares del Departamento 5. En el asiento trasero de uno de ellos se ubicaron el comisario Campos Hermida y el tupamaro Fernández Huidobro, esposados. El policía martilló su Star 9 milímetros y le advirtió: –Bueno, Ñato, si tus compañeros intentan algo de acá a Jefatura, la quedamos los dos. El primer tiro es para vos.
Hacía años que no comía naranja. La saboreó tanto, la disfrutó tanto, que apenas la terminó, después del almuerzo, comenzó a esperar que pasaran las horas, que llegara pronto la cena, para tener su naranja nocturna. Recién lo habían devuelto al Penal de Libertad, lo que era como estar en un hotel cinco estrellas, comparado con su anterior alojamiento. En los cuarteles a veces salía de la cocina alguna fruta junto al plato de ensopado, pero por algún misterio de la naturaleza (humana) nunca llegaba.
Sintió el sonido del carro por el pasillo. Venía la cena. No tenía una servilleta para colocársela al cuello, pero ¡qué falta le hubiera hecho para completar el banquete! Cuando se abrió la ventanilla, la naranja no estaba. Sólo el plato de ensopado. Sin naranja.
–¡Denme mi naranja, hijos de puta!
Empezó a patear la puerta, a insultar, a amenazar con horribles represalias a los milicos que se habían comido su naranja.
–¡Miren que yo estoy acá por no ser buchón, eh! ¡Pero si se hacen los locos voy a informar para arriba que están de vivos! ¡Tráiganme mi naranja, carajo! Oyó desde el pasillo la voz del teniente que preguntaba qué estaba sucediendo.
–El viejo de ahí está protestando por una naranja. Dice que nosotros se la afanamos –informó un soldado. Hubo un silencio. Fernández Huidobro esperó escuchar la orden de arresto.
–Y bueno, que haga lo que quiera... si naranja no hay. Y efectivamente no había. Después lo sabría por los otros presos: de noche no había postre.
Los servicios del MLN en democracia
Cuando el avión de Fidel Castro despegó del aeropuerto de Carrasco, el 14 de octubre de 1995, en dos lugares distintos pero cercanos de Montevideo se respiró una sensación de alivio. La misión estaba cumplida. Esos dos lugares, distantes pocas cuadras, eran el Ministerio del Interior, en Mercedes y Julio Herrera y Obes, y la sede del MLN, en Tristán Narvaja y Mercedes. Para ambos, la tarea de brindar seguridad al líder cubano había sido cumplida sin contratiempos y la preocupación de que sectores anticastristas cometieran en Montevideo un atentado, no había pasado de eso.
Los servicios de seguridad cubanos, que acompañan a Fidel en todos sus movimientos, coordinaron con los servicios antiterroristas del Ministerio y con el MLN el operativo que brindó garantías a la presencia de Castro en Montevideo. “El temor era a un atentado, que se puede perpetrar en cualquier lugar donde la persona vaya a pasar, donde va a hacer una ofrenda floral, donde va a hablar. Entonces hay que vigilar”. Para que la vigilancia sea eficiente se precisa un número importante de efectivos. Los miembros de la seguridad personal de Castro vieron con buenos ojos la presencia de tupamaros en el despliegue, y así se lo hicieron saber a los servicios especializados uruguayos. Estos no tomaron contacto directo con los tupamaros, pero de hecho se dio una coordinación a tres bandas: servicios policiales con seguridad cubana, y ésta con el MLN. Fernández Huidobro no sabe si el Ministro del Interior, Didier Opertti, estaba al tanto de la participación de miembros del MLN en la seguridad. La tarea de los militantes tupamaros fue vigilar el terreno donde se movía Castro, tratando de detectar situaciones de peligro.
(…)
Poco tiempo después, en noviembre de 1996, el rey Juan Carlos de España visitó nuevamente el Uruguay. La primera visita había sido en 1983, cuando Fernández Huidobro vivía en los calabozos y el monarca español se interesó por su situación. En esta oportunidad, una llamada extraña fue recibida por un dirigente del MLN, poco antes de la llegada del rey. Se trataba de alguien que planteaba que miembros de la seguridad de Juan Carlos querían una reunión discreta con representantes tupamaros. La cita era formulada por canales no oficiales. “Los canales formales no sirven para nada en estas cuestiones, y menos en el Uruguay. Tampoco era formal la vez anterior, cuando la venida de Fidel. Era real. En Uruguay hay cosas que hay que resolverlas por la vía concreta porque si esperás que las resuelva una oficina pública te podés morir”.
El acercamiento se realizó horizontalmente, a través de integrantes del Ejército uruguayo, que según Fernández Huidobro actuaron a título individual y facilitaron el contacto de los españoles con el MLN. Se trata de “viejos conocidos”, oficiales en actividad con los que algunos dirigentes tupamaros mantienen un diálogo fluido, producto del conocimiento mutuo adquirido “en los cuarteles”. Huidobro niega que se trate de militares de alguna logia en particular. “Tenemos conocidos entre los masones, los Tenientes de Artigas, el Chucrut y todos los ‘combos’ que andan por ahí”. Las jerarquías del Ministerio de Defensa no estaban al tanto de los acontecimientos. “Lo institucional opera, pero más opera la relación personal. Cuando vos te estás jugando cosas límites confiás en personas. Hacés los trámites que te mandan, pero cuando te estás jugando la carrera militar hablás con tus amigos. No vas a confiar en oficinas que no sabés si son burocráticas o corruptas. En la vida real opera otro tipo de mecanismo que es la confianza personal”. Esa confianza personal de la que algunos dirigentes tupamaros, entre ellos Fernández Huidobro, gozan entre ciertos sectores militares, y cuyo origen hay que rastrear en las negociaciones de 1972 en el batallón Florida.
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