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Columna de opinión de José Graziano da Silva, director general de la FAO

Columna de opinión de José Graziano da Silva, director general de la FAO
José Graziano da Silva, director general de la FAO

24.03.2015 17:25

Lectura: 6'

2015-03-24T17:25:00-03:00
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América Latina ha abierto nuevos y audaces caminos en los últimos años, haciendo de la lucha contra el hambre y la desigualdad una prioridad fundamental, en lugar de un mero corolario derivado de la generación de riqueza.

Obviamente no se trataba de una fórmula ya existente. Surgió a partir de la convergencia de las condiciones internacionales favorables, unida a la suficiente voluntad política para catalizar iniciativas y programas sometidos a escrutinio durante décadas de necesidades inexorables y urgentes.

Tal y como ha sucedido a menudo en el pasado, cuando un ciclo como este reorganiza el orden de las cosas para lograr importantes avances sociales, necesita tiempo para que todo se asiente antes de que las nuevas alianzas, los ajustes, la estructura y la dinámica de la economía se adapten al nuevo perfil de la sociedad.

Podríamos decir que este ajuste es el motor de la historia de Brasil, desde que la Constitución de 1988 otorgó nuevos derechos a la ciudadanía brasileña.

Adaptarse a los condicionantes económicos sobre la marcha siempre forma parte del proceso, tal y como América Latina debe reconocer una vez más.

En un escenario internacional complejo, la economía de la región se está enfrentando ahora a un desafío para mantener -y ampliar- el notable progreso que ha paliado algunas de las profundas desigualdades sociales de la región.

Las deficiencias estructurales que seguimos experimentando -a pesar de todos los avances logrados- no disminuyen la importancia de este enfoque. Los compromisos para luchar contra el hambre y la desigualdad se convirtieron en referentes para la región y son irreversibles, incluso después de la crisis de 2008, que ha tenido un coste importante para América Latina desde 2012.

Lo cierto es que, desde el año 2002, 58 millones de latinoamericanos salieron de la pobreza y 28 millones dejaron de estar marginados.

Durante ese mismo período, 23 millones de personas en América Latina dejaron atrás el azote del hambre. Este progreso significa que América Latina en su conjunto superó ya el ambicioso objetivo de la Cumbre Mundial sobre la Alimentación de reducir a la mitad el número de personas subalimentadas entre 1990 y 2015. No se trata de una hazaña menor.

Sin embargo, desde 2012, el ritmo del progreso se ha ralentizado y el 28 % de la población de la región está atrapado en la fila de espera. En otras palabras, unos 167 millones de personas -el equivalente a la población conjunta de Alemania, Francia, Portugal y Grecia- continúan viviendo por debajo del umbral de la pobreza, mientras que 30 millones de latinoamericanos aún pasan hambre. Aquí radica el círculo vicioso de la pobreza y la exclusión.

Estos son los antecedentes, el vaso medio lleno. Lo que vino después fue la transición a un nuevo ciclo económico mundial, que afectó a la economía de la región a través de su canal de comercio exterior.

Mientras que el volumen del comercio internacional se incrementó en un 3,3 % el año pasado, los intercambios comerciales de América Latina crecieron menos del 2 % (frente al 5 % en 2013). Los precios experimentaron un retroceso no menos significativo: la región se vio directamente afectada por la caída de un 5,5 % en los precios medios de los productos en 2014.

Los efectos adicionales de este golpe a los precios de los alimentos, identificados por el servicio de información de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), pueden resultar favorables para el coste de vida urbano, pero reducen los ingresos de los agricultores descapitalizados incapaces de beneficiarse de un mayor volumen y rendimiento. El índice internacional de precios de los alimentos ha estado disminuyendo año tras año desde 2011.

Por tanto, las perspectivas para la región cambiaron, y los efectos de ese cambio en las políticas de desarrollo inclusivas requieren ajustes. Sin embargo, resucitar viejos enfoques de la época en la que la exclusión seguía siendo el leitmotiv está fuera de lugar.

La FAO, por el contrario, considera que este momento es idóneo para que las políticas públicas proporcionen una base sólida para evitar que las personas necesitadas recaigan en el hambre y la pobreza, y abran nuevos caminos para su emancipación.

Impulsar la agricultura familiar debería ser un elemento clave de estas políticas. La agricultura familiar puede generar inclusión, ingresos, suministros, seguridad alimentaria y dinamismo local, devolviendo el doble de la inversión inicial realizada. Se necesita compromiso político para liberar su enorme potencial, tal y como demuestra la decisión de Brasil de sostener la demanda destinando el 30 % del presupuesto de su programa de comidas escolares para la adquisición de productos locales a los agricultores familiares.

Los efectos multiplicadores de este tipo de enfoques pueden proyectarse si cuantificamos su factor de palanca.

En América Latina y el Caribe, más de 16 millones de explotaciones agrícolas son las típicas granjas familiares, la mayoría de ellas en primera línea de sectores de la sociedad especialmente vulnerables a los efectos de la recesión económica.

Las granjas familiares son una parte integral del tejido social de la región. Representan el 81 % de las explotaciones agrícolas, son responsables del 77 % del empleo rural y producen gran parte de los alimentos que llegan a las mesas de los consumidores latinoamericanos y caribeños.

Dada la importancia de este sector, los representantes de los gobiernos en la 33.ª Conferencia Regional de la FAO -celebrada en Chile en 2014- identificaron la agricultura familiar como una vía esencial para abordar los problemas que repercuten en el desarrollo y la prosperidad de la región. Ahora es el momento de llevar esta conclusión a la práctica. Los gobiernos deberían prestar atención a la recomendación de la FAO y no buscar más lejos: tienen simplemente que comenzar a comprar productos a los agricultores familiares y lanzar políticas que aumenten el volumen y la calidad de su producción.