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Política

De las cercanías

Caetano: “Para gobernar, las coaliciones han sido un clásico de la política uruguaya”

El historiador conversó sobre su nuevo libro, que plantea cómo la historia nacional ha estado marcada a menudo por dos familias ideológicas que no lograron imponerse hegemónicamente.

20.09.2021 13:23

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2021-09-20T13:23:00-03:00
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Por Aníbal Falco

En El Liberalismo Conservador (Banda Oriental) el historiador Gerardo Caetano construye una obra, que como continuación de La República Batllista (2011), plantea como la confrontación entre dos “familias ideológicas” marcó la construcción hace más de un siglo de una democracia republicana y liberal, “en ese orden”.

Sin que ninguna de las corrientes se volviera hegemónica, las figuras de José Batlle y Ordoñez y de Luis Alberto de Herrera, entre otras como Pedro Manini Ríos y José Irureta Goyena, marcaron el hilo conductor de dos corrientes enfrentadas, que tuvieron que pactar en el diseño político e institucional del país.

Según el autor, fue esa síntesis entre liberales conservadores y republicanos solidaristas la que forjó la matriz en la construcción de la democracia singular y de partidos que tiene en el presente Uruguay.

En entrevista con Montevideo Portal, Caetano asegura, además, que en la política actual se ha instalado la lógica de la política como “campaña permanente” y que a menudo existe “una negación absoluta del otro”.

“Cuando estás viendo que en el Parlamento se está llegando a la violencia verbal y algo más, estás hablando, más que para los colegas, para los que están tuiteando”, afirma el historiador.

Y señala que “en un tuit discrepar radicalmente y agraviar al otro da mucho más rédito”, pero que cree “que la mayoría de la gente se siente expulsada por ese debate”.

“Nosotros nunca quisimos una democracia de militantes, lo cual no quiere decir rechazar al militante. Es muy bueno que haya militantes en una sociedad, pero finalmente siempre hay más ciudadanos que militantes”, afirma.

¿Qué objetivo tiene este nuevo libro?

Es parte de una serie, una saga que no terminó. En el primer tomo (La República Batllista) la idea era fundar el marco de interpretación y describir fundamentalmente a la familia republicana, liderada por el batllismo. Fue un marco de época en el que se pueden reconocer dos grandes familias ideológicas en los 1900, en un momento fundacional de la cultura y la matriz democrática uruguaya. Y ese debate no se dio dentro del liberalismo, como siempre creímos. Ni siquiera creo que desde liberalismos distintos.

¿Cómo se da ese debate?

Al primer Batllismo, sobre todo al radical, no se lo puede entender sino se incorpora una mirada republicana. Era un camino difícil, debido a que el liberalismo fue el gran triunfador del debate ideológico del siglo XIX. La hegemonía liberal en la construcción de la modernidad política occidental fue total. Tan grande que te puedes encontrar que hasta el siglo XVIII, el concepto “república” es permanentemente usado, mientras que el de “liberal” no. En cambio, a partir de fines del siglo XVIII de manera creciente te encuentras con un borramiento de la tradición republicana y un deslizamiento conceptual que reduce la significación de ese concepto.

¿Ahí es donde entra el republicanismo como una concepción más de comunidad que de individuo? 

República de acuerdo a la vieja tradición cuyos orígenes están en la Grecia clásica o en Roma, puede ser una axiología, una visión de comunidad política. De polis, donde implícitamente se incluye un concepto de libertad y de igualdad, de los derechos y del lugar de la política, de cómo se separan y se vinculan lo privado de lo público, entre otros tópicos que lo diferencian del liberalismo. El triunfo y la hegemonía concluyente del liberalismo borra y restringe la tradición republicana y sus principios. Hasta el siglo XVIII y buena parte del XIX te podías encontrar por ejemplo en Brasil con el sintagma “monarquía republicana”. Se refería a una monarquía que tenía un sentido de comunidad republicana. Sin embargo, para el siglo XX la voz república desaparece en gran medida del uso público del lenguaje. Y se ha reducido su significado como concepto, como expresión únicamente de un régimen alternativo al de monarquía. 

¿Cómo aterriza eso al Uruguay del 1900? El Batllismo, a veces sin saberlo, es portador de la tradición republicana, porque su visión de la política en buena medida incorpora casi todos los ejes que contiene el sentido de comunidad política. Yo podría haber escapado a este intríngulis, ir por un camino más fácil y decir que la diferencia era entre liberalismo conservador y progresista. Pablo Ney Ferreira, un estudioso de estos temas a quien además dedico el libro, hablaba de la “teoría política” del batllismo. Recogía por ejemplo el mandato imperativo. El partido era el verdadero depositario de la voluntad de la soberanía popular, no el representante. Se reivindicaba la participación sobre la representación. Había que evitar que el representante se creyera el dueño del poder. Se reivindicaban los institutos de democracia directa, los partidos asamblearios. En palabras de Batlle, “por supuesto que el pueblo se equivoca, pero es el único que tiene derecho a hacerlo”. Se llegó a reivindicar la “locura” de la elección directa y popular de los miembros de los integrantes de la Suprema Corte de Justicia (SJC). La reivindicación del Estado como “escudo de los débiles” y la búsqueda explicitada en que fuera portador de una noción del bien común. Todos son pautas y principios totalmente distantes a la filosofía liberal.    

Pero también si se considera a una concepción más clásica, se puede interpretar como una contradicción el término “liberal conservador”.

En principio es un oxímoron, pero pueden confluir las dos corrientes. José Enrique Rodó lo expresa muy bien cuando lo acusaban de ser conservador. Señala que liberal, conservador o progresista eran términos que por sí solos no tienen contenido fijo. Lo adquieren cuando se relacionan uno con otro en referencia a determinado contexto político, social y económico. Hay distintas tradiciones, como por ejemplo la de un liberal conservador paradigmático como lo fue Luis Alberto de Herrera, que rechazaba la matriz francesa. En 1910 decía que Francia era “el gran enfermo de Europa” y que el gran problema de América Latina era el “haber plagiado a la Revolución Francesa”. Reivindicaba como referencias necesarias y convergentes al liberalismo y al conservadurismo. En el caso del liberalismo, estaban las ideas económicas de que el mercado debía ser el asignador de bienes y recursos, asegurando de esa forma una economía dinámica, que “derrama” sus beneficios entre los pobres y trabajadores. Por otro lado, el liberalismo tiene un sentido de la libertad para el que los derechos son “naturales” y preceden a la política. Mientras tanto, el republicanismo sostiene que es la política la que construye derechos. Ahí se enfrentan dos visiones de legitimización y de deslegitimizacion del Estado. Si es la política la que construye derechos, el Estado es un actor fundamental. En cambio, si hay una naturalización previa de esos derechos subjetivos, la clave es el mercado y cuanto menos Estado y menos política mejor.

¿Qué lugar ocupa el conservadurismo en esa disputa?

Tiene una idea clave, que estaba en la época y sigue estando. Para la filosofía conservadora hay un carácter inherente de la desigualdad con respecto a la libertad. Para ser libres tiene que haber desigualdad. Ahí está la clave de la confluencia entre liberales y conservadores. La concepción liberal de la libertad es la de “no interferencia”, de afirmación de un derecho que entiende la necesidad de separar lo público y lo privado. Allí se puede dar esa noción anti igualitarista que vincula a priori la libertad con la legitimización y hasta la necesidad de la desiguladad. No importa que todos tengan bienes más o menos equiparables, lo que importa es que todos tengan algo. Aunque ese algo sea una vaca o 50 mil. Es más, si no hay esa competencia que emerge de la desigualdad, no puede haber libertad.

Si se piensa en lo que planteaba Carlos Real de Azúa, ¿Hubo en Uruguay, quizás a diferencia de otros países de América Latina, una clase gobernante más vinculada a la clase media que llevó a que ese republicanismo fuera predominante por sobre lo liberal y conservador?

Todo confluye, la construcción política tiene autonomía, densidad propia, pero también expresa lo social. No es un mero epifenómeno que tiene que ver con una estructuración económica o social, pero tampoco la política es un “clavel del aire”. Cuando Real de Azúa mira la singularidad de Uruguay en lo que él llama la constelación de poder latinoamericana, aparece la consolidación de un sector dominante agrocomercial, con dos grandes sustentos que fueron la iglesia y el ejército. Eso en Uruguay ya en el siglo XIX era débil. Tenías un patriciado o una “clase fundacional especialísima”, cómo él decía, que sin embargo era débil porque básicamente eran todos inmigrantes y tenían un distanciamiento muy fuerte con los partidos y los caudillos. Además, la Iglesia fue originariamente débil y el ejercito también. Hay una interrupción del ejército colonial con respecto al revolucionario, que fue el pueblo en armas. Hubo un ejército gubernista que para detentar el monopolio de la coacción física y la violencia legítima debió esperar a Masoller, casi 70 años después del surgimiento del Estado. Esa constitución social por supuesto que ayudó. Pero esa construcción de una democracia singular está determinada también por la existencia de dos familias ideológicas y por otra singularidad uruguaya que son los partidos. Y también hubo un tema clave en ese sentido: no hubo hegemonía. Aquello del “país del más o menos”, resultó muy positivo en los equilibrios políticos e institucionales.

¿No hubo una victoria cultural del Batllismo a partir de las presidencias de Batlle y Ordoñez?

En lo social, económico y cultural tal vez la hubo en varios aspectos, pero en lo político-institucional no llegó a haberla. Si la hubiera habido, esa articulación refinada que se puede ver en la Constitución de 1919 -que emerge de un pacto-, así como las leyes electorales de 1924 y 1925 no se habrían construido con tanta solidez. Si solamente hubiera ganado el Batllismo y Uruguay hubiera sido fruto de una hegemonía neta, algunos otros elementos de su “teoría política” como la elección directa de los integrantes de la Suprema Corte de Justicia hubiera sido establecida, por ejemplo. Eso es lo importante, porque no tiene que ver solo con el pleito entre republicanos solidaristas y liberales conservadores. No hay hegemonía, por lo que finalmente ambas familias ideológicas tienen que pactar. El batllismo tuvo muchas victorias ideológicas, sobre todo en el campo del Estado social. Pero en el diseño político tuvo que pactar. Ahí fueron claves figuras que no han sido tan reconocidas como Martín C. Martínez, que fue el gran constructor de la Constitución de 1919. Estableció la coparticipación de los partidos en el gobierno y consolidó que los pleitos fundamentales se dirimían en las urnas. De alguna manera fue la consolidación de que la democracia uruguaya iba a ser una democracia de partidos. Un país de pactos, de compromisos, en el que los proyectos fundacionales no prosperan.

Pero si se plantea una relativización con respecto a ese punto y se traslada al presente. ¿No hay hegemonías en Uruguay? ¿O las hay, pero son territoriales y distintas?

El territorio es un factor clave que desde la mirada historiográfica se ha subvalorado. El Partido Colorado, pero en particular los batllistas, preparaban las elecciones en las primeras décadas del siglo XX sabiendo que en Montevideo y Canelones ganaban. Sacaban diferencia. Después pensaban que en el interior en su conjunto había algunos baluartes, pero en el conjunto sabían que iban a perder. Esa fórmula les dio mucho resultado, porque hasta 1958 no perdieron. El Herrerismo tiene también un techo en la larga duración: en sus mejores votaciones no superó el 30%. Y para ganar siempre necesitó de otro espacio dentro del Partido Nacional.

¿Se pueden explicar quizás ciertas posturas del Herrerismo o de ese liberalismo conservador como reacciones políticas a las del batllismo, y viceversa?

Batlle (1856-1929) y Herrera (1873-1959) fueron de dos generaciones distintas. Lo que intuyó muy claramente Herrera desde el comienzo fue que la alteridad radical de su proyecto nacionalista era Batlle y Ordóñez. En 1910, antes de la segunda presidencia de Batlle (la de las grandes reformas), Herrera escribe “La Revolución Francesa y Sudamérica” (editada en París). En ese libro habla contra la Revolución Francesa, pero ya identificaba como su alteridad lo que él llamaba el “jacobinismo uruguayo”. No lo nombra, pero es obvio que se refiere al Batllismo. La enemistad era hasta personal con Batlle. En “La encuesta rural” de 1920, Herrera sostiene que hay que promover la “unidad de los estancieros” porque la estancia es el “escudo de la civilización” y hay que preservarla de las “verbas socializantes” y de las “demencias ácratas”. Herrera vio con mucha claridad que para liderar al Partido Nacional tenía que posicionarse de manera firme y radical frente al Batllismo. Eso expresaban sus convicciones ideológicas, pero también era una jugada política de largo alcance.

¿Cuándo se refiere a las “verbas socializantes” está hablando de transferencias de recursos del campo a la ciudad?

Entre otras cosas. Jacobinismo uruguayo, luego Revolución Rusa, Batllismo, estatismo. Herrera dice que es el socialismo y es el anarquismo. Por supuesto que el Batllismo no era ni socialista ni anarquista. Batlle era un republicano. Creía en las clases sociales, lo que no creía es que fuera el motor de la historia. Lo dice explícitamente: para él el motor de la historia y el eje de la transformación social está dado por una lucha moral. Enfrentar al conservadurismo desde el reformismo, desde la transformación. Luego con el tiempo se va radicalizando y llega a decir en 1925 que “la propiedad es un gran robo”, citando a Proudhon. Plantea que no es bueno confiscarla, pero que hay que recuperar para la sociedad lo que es de la sociedad, a través de un impuesto progresivo para la tierra. Era más que liberalismo, para mal o para bien. La “teoría política” del primer Batllismo no es solo liberal-progresista. En el mundo hay varios autores que dicen que el republicanismo es un “liberalismo a la francesa” o que es la tradición de los “radicales europeos”.

También se menciona en el libro que Batlle podía ser un radical intransigente muchas veces.

La animosidad entre Luis Alberto de Herrera y José Batlle y Ordoñez era absoluta, las cartas lo revelan. Herrera lo retó a duelo dos veces. Cuando conviven en el Consejo Nacional de Administración no se dirigían la palabra. Era otra época, en que los sueños eran infinitos y las perspectivas del optimismo habitaban en todos los actores.

¿Fueron importantes los contrapesos a un partido que era el del Estado para que no se instalara una hegemonía?    

Exactamente. Era el partido del Estado que había nacido en “cuna de oro”, que hasta llegó a manipular el voto. En ese sentido, el que no hubiese habido hegemonía evitó un partido del Estado y construyó una democracia de partidos en la que nadie gana ni pierde del todo. Eso sí, con un Estado social con reformas de “inspiración socialista” pero de “realización batllista”. También con reformas que vienen del Partido Nacional. Lorenzo Carnelli, por ejemplo, fue clave en el tema jubilatorio. También había otros proyectos que revelaban una visión en la que la preocupación por lo social estaba, aunque con perfil conservador.

¿Cuánto jugó ese contrapeso que fue Herrera para Batlle, como la fundación de la Federación Rural que era asociada a sectores empresariales más conservadores, por ejemplo?

Herrera advirtió que tener su raíz en el medio rural le daba una competencia electoral importante. Y además él era un ganadero. El ruralismo militante de Herrera es un ruralismo doctrinario. Lo que hay que advertir, y suele olvidarse, es que el Batllismo quiso también disputar el ruralismo desde el origen. Y que en el Riverismo siempre hubo un ruralismo colorado antibatllista. La primera comisión directiva de la Federación Rural nacida contra el batllismo tenía a José Irureta Goyena como presidente. El primer vicepresidente era Pedro Manini, que era el líder ascendente de la derecha colorada, muy vinculada a los estancieros colorados antibatllistas y al ejército. El segundo vicepresidente era Herrera. Se turnaban. Cuando un año el presidente de la Federación era herrerista, el primer vicepresidente era riverista. Y al otro año viceversa.

¿Desde esos movimientos hubo cierto freno a las reformas del Batillismo?

Siempre se ha visto el freno en una dimensión que sin duda tuvo, que fue el freno a las reformas. Pero hay otra dimensión que fue el freno que provocó la democratización del sistema político, evitando un partido del Estado. Esa es una dimensión importante. La idea de que en una democracia de partidos para ganar las elecciones y para gobernar tarde o temprano las coaliciones formales o informales son indispensables es un clásico de la política uruguaya. Cuando han tratado, un enorme error a mi juicio, de hablar del populismo uruguayo –algunos hablando del Batllismo, otros hablando del Herrerismo, lo que también es una locura–, ahí está la gran diferencia entre la política uruguaya y la política argentina. La política argentina, incluso antes de Perón, es una política de confrontaciones irreductibles, que impulsa la hegemonía. En donde el que gana se queda con todo y el que pierde, pierde todo. En los años veinte don Pepe hablaba del Vieri-Oribisimo, porque Feliciano Viera se había quedado con cuatro de los nueve consejeros en 1919. Entonces, cuando los vieristas rompen con el batllismo, pactando muchas veces con los blancos lograban sacar las resoluciones.

Mencionó a Pedro Manini Ríos y a José Irureta Goyena. Si bien en el libro las figuras de Batlle y Herrera parecen ser el hilo conductor, esos dos personajes también tienen un protagonismo central. ¿Qué rol cumplieron?  

Manini era hijo de un inmigrante italiano piamontés. No venía del patriciado, ni de una familia acaudalada. Era el menor de una familia de cuatro hermanos varones y se queda huérfano a los cuatro años. Rápidamente tuvo que empezar a trabajar en el periodismo y lo acogió, como a tantos otros, el diario El Día. Y dentro del diario quien lo vio primero fue Don Pepe. Nació en 1879 y por primera vez es diputado en 1905, con 26 años. Fue socio fundador del Club Nacional de Football. Junto a Domingo Arena fueron los grandes operadores políticos que tenía Batlle. Las cartas entre ellos son permanentes.

¿Había una relación más de respeto hacia la figura de Batlle o coincidencias en las ideas también?

Había un vínculo personal estrecho. Y a su vez, Pedro Manini era un joven que tenía una personalidad descollante, que discutía con Arena y con Batlle de igual a igual. Marcaba sí distancias con respecto a la cuestión obrera, pero en casi todo lo demás estaba de acuerdo. Era un anticlerical muy duro y cuando vuelve de Europa, Batlle lo nombra ministro del Interior, el ministerio político. Al punto que Manini llegó a decir que se sintió “cuasi presidente”. Después en 1913 se queda con la mayoría de los senadores.

Se explica eso en el libro, de cómo se va dando un alejamiento de Batlle con el tiempo.

Siendo ministro del Interior seguramente comenzaron a notarse más las distancias, no solo con respecto al Colegiado, sino sobre algunas otras cosas. Milton Vanger dice que el peor error político de la historia de Batlle fue hacer a Manini candidato (al senado) de Flores cuando Manini ni siquiera estaba en el país. Ni campaña necesitó hacer y asumió como senador el 15 de febrero de 1913, cuando Batlle estaba liquidado por la muerte de su hija Ana Amalia, el 24 de enero de ese año. En ese momento Manini con una enorme capacidad política se le quedó con la mayoría. Y el 17 de marzo 11 senadores -eran 19 en esa época- dicen no al Colegiado. Meses después estalla la crisis económica y Batlle responde radicalizando las reformas, pero sin mayoría parlamentaria. En ese momento no se puede decir que Manini estaba en las antípodas de Batlle como lo estuvo después, pero de inmediato lo rodearon los colorados conservadores. Los que estaban espantados con el retorno de Batlle. Manini era ideal, venía del cerno batllista y además mostraba personalidad. Manini quería ser presidente y quedarse con el partido.

¿Cómo es su rol después de la muerte de Batlle?

Manini y Herrera fueron los dos pilares del golpe de Estado de 1933, que ejecutó Gabriel Terra, del que Batlle con razón siempre receló. Las derechas de los partidos tradicionales ya entonces estaban afirmadas en una lógica no solamente de liberalismo conservador, sino receptiva a enfoques por lo menos de “autoridad reforzada”. Tenían receptividad a lo que estaba aconteciendo en Europa con Mussolini o Primo de Rivera. El liberal conservadurismo ha tenido históricamente una tentación autoritaria. Una tensión frente a la soberanía popular, frente a la posibilidad que se desborde el pueblo.

¿Irureta Goyena era el más cercano a esas posiciones?  

Era el más doctrinario y uno de los más radicales. En un discurso memorable, cuando ingresa a la Academia Nacional de Letras en los años 1940, habla sobre “el peligro de la fraternidad”. Plantea la necesidad de aclarar el posicionamiento sobre los tres grandes principios de la Revolución Francesa, que había sido la “gran revolución”. Dice que la libertad no es el problema y tampoco la igualdad, entendiendo esta última como la igual libertad. El problema era la fraternidad, porque el principio de la soberanía popular se podía desbordar y generar regímenes propicios para el radicalismo izquierdista. Ese pensamiento también se reflejaba ya en los tres libros escritos por Herrera en lo que llamo el “primer Herrerismo”.

Sin embargo, con los años Herrera matiza algunas de sus concepciones.

Cuando se afirma la lógica electoralista había que ganar el voto popular y eso lo moderó. Herrera se vuelve más pragmático. El Herrera de los 1940 y 1950 es el que dice al final que lo que más define al herrerismo es el pragmatismo: “Herrerismo es pragmatismo”. Uno se pregunta que tiene que ver esa visión con ese otro Herrera absolutamente radical de principios de siglo. Quería escapar a cualquier encasillamiento ideológico. Era un liberal conservador que rechazaba la abstracción, era un realista. Con el tiempo, al convertirse también en un caudillo electoral, “un hijo de multitud”, lo que realmente quiere es que las abstracciones no prevalezcan sobre los vínculos de realidad.

No solo en este libro, sino en varios, reivindica mucho el país de los acuerdos, sin hegemonía que se imponga. Este libro parece una reivindicación de esa idea.  

Eso siempre es visto con desdén. Desde la izquierda se lo ve como centrismo y desde la derecha se lo ve como “agua tibia”. La tibieza uruguaya. No miran al mundo y no advierten que ahí está el secreto.

Uno tiende a pensar que los logros como Estado son consensos que se van alcanzado. La apertura comercial, lo que fue la discusión del IRPF en su momento. ¿Hay logros o victorias culturales de los gobiernos que se transforman en consensos?

Eso es un Estado moderno y lo han dicho muchos. Ricardo Pascale en su último libro señala que en Uruguay los tres grandes partidos que gobernaron desde 1985 han construido acuerdos tácitos muy importantes respecto a ciertos temas que ya no se discuten. Ya nadie discute una inflación alta. Y esos aprendizajes no son centristas, sino de modernización y consolidación democrática. Son grandes avances.

¿Está viendo eso en la política actual?

Acá se está instalando algo que ya hace mucho tiempo que estaba, que es la idea de la política como la campaña permanente. Antes siempre se decía: “Tres años para ayudar y dos años para competir”. Si la política es la campaña permanente, en el contexto actual en que la democracia y los actores políticos están muy desprestigiados, finalmente el ciudadano es un ciudadano ausente. Porque creer que desde el agravio se hace la nueva política nos lleva al precipicio. Cuando estás viendo que en el Parlamento se está llegando a la violencia verbal (y también a veces de la otra), se está hablando, más que para los colegas, para los que están tuiteando. Y por supuesto, en un tuit discrepar radicalmente y agraviar al otro da mucho más rédito. Creo que la mayoría de la gente se siente expulsada por ese debate. Nosotros nunca quisimos una democracia de militantes, lo cual no quiere decir rechazar al militante. Es muy bueno que haya militantes en una sociedad.

¿Pero no se puede estar hablándoles todo el tiempo?

Claro. Y además, finalmente, siempre hay más ciudadanos que militantes. Si vos solamente hablás para esa franja necesariamente más chica, que son los militantes y los que piensan como vos, y si desde el gobierno se prefiere a los que te dicen: “Sí, loco, bien, bien lo tuyo, hay que pegarle al otro”, todo se complica. De todas formas, no empezó con este gobierno esto de los circuitos cerrados. 

¿Nota mayor polarización?

Sí, lamentablemente. No estoy en las redes porque la mayoría de las veces son un horror. Conozco a muchos dirigentes políticos y los veo desconocidos, no los reconozco. En la lógica de la historia uruguaya lo que está pasando es terrible. Ves una negación absoluta del otro. Es como que todo estaba mal y se reabren todas las discusiones. Así es muy difícil. Pudimos ser en nuestros mejores tiempos un laboratorio experimental. Nuestras instituciones más importantes terminaron, finalmente, acordándose. No podemos empezar de nuevo cada cinco años y mucho menos entrar en esa lógica destructiva. Y esto algunos lo tachan, repito, de centrismo. El “extremocentrismo”: “el peor de los extremismos”, como decía Eleuterio Fernández Huidobro. No, sensatez y discutir de todo. Quien entra de inmediato a la polarización, quien ya desacreditó al otro no por lo que dice o escribe sino por lo que es o por lo que suponés que es, en definitiva es gente que se vuelve muy mediocre. Siempre digo que la regla intelectual es discutir con la mejor versión del otro. Porque si discutís con la peor versión del otro, el que termina perdiendo sos tú. Tus argumentos van a ser pequeñísimos y no hay crecimiento, no hay discusión real. Hay una plataforma que forma parte de nuestra primera definición, que es indispensable compartir. Una sociedad democrática entre otras cosas tiene que defender eso. Yo no solo consiento, celebro la diferencia. Qué bueno que pensemos distinto, pero desde una plataforma común, que es la democracia y la no violencia. ¿La democracia qué es? Aquello que socarronamente decía Carlos Maggi en los sesenta: “En Uruguay todo se arregla conversando y nunca del todo”. Es muy bueno que así sea.

*Esta entrevista fue realizada el viernes 20 de agosto de 2021. 

Por Aníbal Falco