Contenido creado por Valentina Temesio
Entrevistas

El tiempo de desaprender

Amorín, de ladrón y asesino a rehabilitar presos: “La cárcel fue una escuelita del crimen”

Tras un pasado delictivo y violento, el hombre cumplió su condena, se convirtió en pastor evangélico y creó centros para adictos.

18.10.2025 09:00

Lectura: 7'

2025-10-18T09:00:00-03:00
Compartir en

Por Valentina Temesio

Dice Gustavo Amorín que su vida está marcada por la toma de “malas decisiones”. La primera fue a los diez años. El niño, cuya madre se prostituía por las noches y tenía otro trabajo de mañana, sabía que si ella no se despertaba no habría comida en su casa. Con la inocencia de quien no sabe en qué se mete, Gustavo se llevó uno de los relojes que su vecino Veco arreglaba en su casa. Volvió “contentísimo”, pero su mamá no reaccionó de la misma manera: recibió una “buena paliza” y tuvo que devolver el objeto.

Ese fue su primer robo. Y aún así, dice, todavía “no se le había ido la moto”. No sabía que robaría y mataría, que se haría adicto, que se perdería y que, a través de la fe, rehabilitaría a las personas con los mismos problemas de su vida pasada.

La infancia de Amorín transitó por distintos barrios de Montevideo: de Colón a La Teja y de Piedras Blancas a Peñarol. El menor de tres hermanos recuerda que en su casa la situación económica era “ajustada”, que creció en medio de una “familia disfuncional” —que, con “aciertos y desaciertos, estuvo”—, pero que su niñez fue “de barrio” y “normal”.

“Muchos relacionan que mis vivencias son a causa de mi niñez, y yo creo que no: fueron a causa de malas decisiones y punto”, afirma el pastor evangélico a Montevideo Portal.

La primera vez que “se le fue la moto” fue en 1985, cuando tenía 17 años y había vuelto desde Argentina al barrio Peñarol, con sus “amigos de siempre”. Pero algunas cosas habían cambiado y los niños con los que se crio desde chico robaban. Un día, un supermercado nuevo: se llevaban la mercancía y luego volvían al barrio vestidos con ropa “distinta”, con onda. Le contaron cómo hacían y él se sumó al grupo con su “pasión”: el manejo.

Primero, se robaba un auto; después, buscaba a los compañeros para ir a asaltar. Hasta que un día cayó preso. “Yo era un gurí sano, no conocía los vicios; no conocía la violencia”, dice Amorín, que reconoce que robó, pero no se asume como “ladrón”.

El hombre que luego se fugaría del Comcar dice que su caso “se podía trabajar”. Que si lo hubieran invitado a jugar al fútbol, a la iglesia o a hacer una macumba a cualquier lado, “también hubiera ido”. Que siempre fue fiel a lo que es la amistad. Que ese fue el principio del fin. Que era bueno. Que se pudrió adentro.

Es que Amorín insiste: “la cárcel fue la escuelita del crimen”, donde aprendió “todo lo malo”. Los consumos. La violencia. El defender su vida. Él aún era “un nene de pecho”.

Ante su experiencia, el pastor evangélico es tajante y afirma que el Instituto Nacional de Rehabilitación debería “separar” a los reclusos. Amorín afirma que la cárcel no rehabilita. “La mezcla de poner lo que no sirve y sirve está mal. Porque lo veo en mí. Lo veo cada vez que voy. A un chico que le robó el celular a la vecina lo ponen con uno que robó, mató y violó. ¿Quién se va a contaminar de los dos?”, plantea.

Amorín intentó convocar a un abogado para pelear por los derechos de los privados de libertad, pero desistió. “Debe ser lo más asqueroso que conozco”, dice sobre el servicio penitenciario, y admite: “No me asusta que los presos se estén prendiendo fuego entre ellos, sino que en una cárcel con 5.000 presos y 1.000 de personal no haya un matafuego”.

“Hay que analizar de dónde viene, quién es, por qué lo hizo, para qué lo hizo. Y que no todo es lo mismo. De diez personas que cometen el mismo delito, no todos son lo mismo. Tenemos mucha gente para rescatar. Yo era un pibe rescatable. De las personas que estaban conmigo, uno terminó muerto y el otro terminó con VIH. Yo puedo contar el cuento hoy, pero sí: hay lugares que te arruinan simplemente por no sentarte a hablar y decirlo. ¿Qué onda? ¿Por qué apareció acá?”, sostiene.

Hasta que un día no aguantó más. Después del Penal de Libertad, fue trasladado al Comcar. Le dijo a su madre y a su hermano que iba a quedar enfermo. El 12 de febrero de 1992, se fugó y se fue a Argentina. Otra “mala decisión” que en aquel momento sonaba “bárbara”, pero que lo “arruinaba más”.

No pasó mucho tiempo hasta que Amorín volvió a caer preso. Y un día le “dieron un balazo en la cabeza”: lo condenaron a prisión perpetua, que luego serían dos condenas. En ese momento, “agarró un poco de señal” y dimensionó en qué se había convertido su vida. Era padre, pero no podía criar a sus hijos. Tenía una familia, pero no estaba con ellos. Robó, mató, se drogó y violentó. 

Y un día, dice, volvió a conocer a Dios, al mismo que llegó a los nueve cuando llegó descalzo y con hambre a una iglesia atrás del Club Ciclista de Maroñas en Piedras Blancas. La primera vez que a cambio de “bizcochos y cocoa” recibió a Cristo en su corazón. Aquella vez, oraron por su mamá. Ahora, oraba por él, para salir. Y luego lo haría por los otros que quedaban.

Para cambiar, hay que aceptar, dice. Amorín reflexionó, siguió y se perdonó. Dice, también, que algunos familiares de las 18 víctimas que tiene en su prontuario también lo hicieron con él. Pero ¿cómo se hace para asumir ese pasado?

A veces llorando, porque tenemos familia. No sé si yo entendería que me maten a un familiar y que después venga y me diga: ‘Dios cambió mi vida’. Yo no sé si lo entendería. Me toca un nieto o un hijo y me muero. Pero, ta, tengo este privilegio. He hablado con personas a las que les he quitado familiares y me han perdonado, y me da vergüenza a mí. Es muy groso que te perdonen”, admite.

Amorín afirma que a pesar de todo el “desastre”, se considera “una buena persona”. “Es horrible. ¿Cómo volver después de todo ese desastre? Pero ¿qué hacés, si no? ¿Me pongo a drogarme? ¿Soy una mala persona en el barrio y sigo igual? ¿O les muestro a los gurises que a pesar de lo que haya hecho tuve que levantarme, sacudirme y seguir adelante?”.

Dice que no queda “otra que vivir con eso”. Cuando salió de la cárcel, después de cumplir los últimos tres años por su fuga del Comcar, Amorín se hizo pastor evangélico y, más allá de la religión, se enfocó en “dar vida” y “salvar gurises”.

Su vida ahora tiene que ver con “ayudar”, “encarnar” lo que fue y “trabajar en un programa de mediación de conflictos”. El ex privado de libertad puso su propio centro de rehabilitación, que cubre con sus propios ingresos.

Amorín fundó el primer Centro de Rehabilitación y Post-Carcelario Abisha en 2016 para brindar apoyo a exadictos y expresos “en su camino hacia la recuperación espiritual, emocional y social”. La segunda sucursal abrió en Joaquín Suárez 480 esquina Italia, en La Paz, Canelones.

Si bien vio cómo su propio hermano no pudo salvarse de la adicción, sabe que otros “claman por ayuda”. Vio cambios. Vio personas que sí querían salir de la dependencia con las sustancias. Vio la resiliencia.

No sabe cómo lo hace en su centro, pero sí que funciona. Sabe que, como a él lo salvó el abrazo de un pastor evangélico en una cárcel de La Plata cuando era un adicto, violento y delincuente, también lo podrá hacer con otros.

Por Valentina Temesio