Luis Mendietta las vivió todas. Cayó preso con 18 años por un hurto en Montevideo. Recuperó la libertad y poco tiempo después volvió a caer en cana, esta vez por rapiña. Ese delito lo cometió en Salto, a donde se había mudado. Estando tras las rejas conoció a una mujer que iba a visitar a su hermano. Las miradas y diálogos fueron el aperitivo de algo más. Un día lo dejaron salir para ir a un juzgado, a casarse. Contrajo matrimonio como Dios manda, y en un encuentro conyugal concibieron un hijo. Eso le cambió la cabeza. No del todo, confiesa. “Hasta ese momento mi conducta era bastante descontrolada. Era un tipo rebelde con el sistema, no aceptaba muchas cosas. Hasta ahí no tenía intenciones de cambiar”.

Pero cuando supo que afuera lo esperaba una mujer y un hijo, Luis hizo un clic. “Cuando salgo en libertad, no te voy a mentir, no había cambiado 100% mi mentalidad”, se sincera por teléfono, desde el litoral. Se refiere a un par de recaídas en drogas. Pero su matriz de pensamiento había virado: ahora tenía motivos para hacer las cosas bien. “Por eso hoy en día hablo desde lo vivido, de que el acercamiento familiar, el tener un vínculo afuera, es un factor importantísimo para cambiar en serio”.

Quizás por eso, por tenerlo claro, es que un montón de madres y padres de delincuentes presos lo eligieron como líder o “referente”, como prefiere llamarse, de un movimiento que lucha por acortar las distancias geográficas entre los reclusos y sus familias. Así nació, hace cuatro meses, la agrupación Reencuentro. 

Por definición de sus integrantes, el grupo Reencuentro está conformado “por decenas de familias que sufren el flagelo de que, por diferentes motivos y delitos, tienen a sus seres queridos privados de libertad. El fin y el objetivo de Reencuentro es exigir los derechos de sus seres queridos, entre ellos el acercamiento familiar, ya que muchísimos de ellos han sido trasladados para diferentes cárceles del país a cientos de kilómetros de sus familias”.

Entonces, por lo inaccesible que le resulta a madres y padres de reclusos —ellos suelen llamarlos “PPL”, sigla de personas privadas de libertad— ir a visitar a sus hijos y hermanos en prisión, entienden que el Estado incumple la Ley 14447, que en su artículo 10 establece que “toda persona privada de libertad tiene derecho a recibir visitas, preferentemente de sus familiares”.

Los miembros de Reencuentro entienden que esta ley está siendo vulnerada de hecho, al alejar a sus seres queridos de donde residían y cometieron el delito. Luis Mendietta y algunas madres preocupadas por no poder ver a sus hijos con frecuencia hablaron con Montevideo Portal, a días de costearse —no sin esfuerzo— un viaje a la capital para buscar reunirse con legisladores y, quizás, con el ministro del Interior.



Foto cedida a Montevideo Portal

Foto cedida a Montevideo Portal



Sortean pastafrolas y un brushing

Wilson, el hijo de Carmen Rodríguez, tiene 27 años y está preso por homicidio en el Penal de Libertad. Carmen tiene 45 y en Salto, donde vive, tiene a cargo a sus dos nietas. Ella no defiende a su hijo por lo que hizo, pero alza su voz porque hace tres años que no lo puede ir a visitar. Y necesita verlo, hablar con él, saber cómo está.

Carmen se enteró de la existencia de Reencuentro porque su hermana ya lo integraba. Ana, la hermana de Carmen, tiene a un hijo preso “por un tema de drogas”. “Queremos trasladarlos para estos lados, porque se nos hace difícil, a mí y a todas las mamás que están en el grupo, ¿viste? Se nos hace difícil viajar y verlos”.

Ella atiende un kiosco en la ciudad de Salto y cuida de sus nietas, las que le entregó el Inau, luego de quitársela de las manos a sus padres, por no darles la debida atención de cuidados pediátricos. “Un día el Inau vino y me dijo: ‘Señora, tiene que hacerse cargo de ella’, me dijeron respecto a la más grande. Y cuando nació Mía, también me la dieron. Ella tenía problemas en los piecitos, y me la dieron a mí porque la madre no la llevaba a los controles, no tenía un documento, todo eso”, cuenta Carmen.

Wilson trabajaba en una chacra, y su madre reconoce que tampoco se hacía responsable de las niñas. Él y su pareja “se peleaban mucho”, dice Carmen, y un día, una de las acaloradas discusiones terminó en lo que antes la crónica roja calificaba de “crimen pasional” y hoy tiene una definición más ajustada y menos ambigua: femicidio. “Forcejearon y él la mató. No estaba armado… Me dijeron que él la apretó y se le fue la mano. Y bueno, fue eso”, resume la mamá.

Carmen no protesta por la sanción penal que le cupo a su hijo, quien en 2020 marchó preso al Penal de Libertad. Su reclamo es que se lo llevaron demasiado lejos, que apenas lo visitó dos veces en estos cinco años de reclusión. “Me cuesta. Yo soy sola con las nenas, y aparte tengo unas mellizas que ya son grandes. Y ta, cuando lo pude ir a ver, fui a la casa de una sobrina y las dejé con ella, pero en sí, no puedo ir a verlo tan lejos”, arguye.

La mamá pide el traslado de su hijo a su ciudad, Salto, o por lo menos a Paysandú o a Artigas, incluso. “Pero que me quede más cerca por el tema de pasajes y tiempo”.

Carmen Rodríguez va todos los viernes a la nochecita a las reuniones catárticas del grupo Reencuentro. Allí las madres se consuelan entre sí, comparten el dolor de tanto tiempo alejadas de sus hijos y escuchan las anécdotas superadoras de Luis Mendietta. Además, organizan rifas para recaudar fondos. Fue así que, vendiendo pascualinas, pastafrolas o tortas, o sorteando un laciado o brushing en una peluquería local fueron juntando plata para poder alquilar un micro que les cobra 35.000 pesos por traerlos a Montevideo para reclamarle de cerca al gobierno por su derecho ninguneado.

Todos los viernes, Carmen se saluda afectuosamente con Silvana, que va desde Paysandú, y Carla, que viaja desde Artigas. Todas tienen en común tener un hijo tras las rejas y no poder visitarlos con frecuencia.

“Un pedazo de pan”



Silvana Álvarez. Foto cedida a Montevideo Portal

Silvana Álvarez. Foto cedida a Montevideo Portal



“Reencuentro es un grupo de familiares de PPL”, dice Silvana Álvarez, quien vive en Paysandú. “Lo que nosotros queremos es que traigan a nuestros hijos a la ciudad donde cometieron el delito y fueron arrestados”.

El hijo de Silvana, Brian, fue arrestado en Paysandú tras cometer una rapiña y fue trasladado al Comcar. Brian tiene 28 años, fue arrestado hace un año y medio y estará preso hasta los 30 años.

-¿Y qué lo llevó a delinquir?

-Lamentablemente, las drogas. Porque yo a mi hijo no lo crié para que saliera a robar, porque no tuviera para comer o lo que sea. Porque mi hijo, fuera de las drogas, es un pedazo de pan. Un pedazo de pan. Es otra persona fuera de las drogas.

La madre sabía que su hijo consumía. De hecho, por ese motivo viajó hasta Ecuador a buscarlo, cuando estaba en situación de calle y era drogodependiente. Su hijo había viajado a Quito con su padre en 2012, para convivir allá con él. Pero se pelearon y el padre lo echó del hogar. Fue entonces cuando comenzó la adicción.

-Ahora, una cosa es consumir drogas, y otra distinta es delinquir. ¿Qué lo llevó a  delinquir?

-Querer consumir más. Porque el que consume quiere consumir más, y más, y más. Es así. La droga destruye muchas familias, muchas familias. Y yo sé que mi hijo está enfermo. Cuando me lo traje de Ecuador en 2016, el doctor me dijo: “Tenés que ser consciente de que traés un hijo enfermo”.

Silvana dice que, bajo su cuidado, Brian estuvo un tiempo sin probar droga alguna. Pero ella dormía mal y trabajaba mal, porque él “se le iba”. Si ella debía salir a la calle, lo hacía con el corazón en la boca, porque su hijo se ausentaba y vaya uno a saber dónde estaba. Pero allá iba ella, se metía en cualquier barrio sanducero, y lo traía de la oreja para su casa.

Hasta lo llevó a una clínica de rehabilitación donde hicieron lo que pudieron con el chico. “Pero es tan fuerte esa cosa, que ellos caen. Vuelven a caer”, dice con elocuencia.

Un día, el muchacho se metió a una casa y con violencia le terminó robando un celular y dinero a una señora. Eso fue en 2022. Fue el debut de Brian como rapiñero y le salió mal: fue detenido y marchó a prisión. “Estuvo preso acá en Paysandú, pero un día, a las 5 de la mañana, le dijeron ‘levantate’ y se lo llevaron al Comcar. Él pegaba gritos de que me quería llamar por teléfono para avisarme y no le dieron corte”, complementa.



Foto: Javier Noceti/Montevideo Portal.

Foto: Javier Noceti/Montevideo Portal.



Esa misma mañana, Silvana Álvarez dio un respingo en su cama al despertar. Tenía el famoso pálpito materno de que a su hijo le estaba pasando algo malo. Se vistió y se fue a la cárcel local a visitarlo. Ahí se enteró de que lo habían enviado sin aviso para Montevideo. Pidió para hablar con el director de la cárcel, y lo increpó por haberse llevado a su hijo a la capital “de callado”. Le dijo que cómo podía ser que no la hubieran llamado, al menos para notificarle. El oficial le dijo que fue para no despertarla a horas tan tempranas, y ella le dijo que por ese motivo podían haberla llamado a las 3, las 4 o las 5 de la mañana.

“Hace un año y medio se lo llevaron. Hace un año y medio que no hablo con mi hijo y no lo veo. Nunca pude ir a verlo porque yo vivo el día a día, soy empleada doméstica. Lo poco que gano es para sobrevivir, yo pago alquiler. La verdad es que no tengo ayuda de nadie, porque yo soy sola. Nadie me ayuda económicamente, ni para mandarle una caja ni para nada. Soy yo solita para todo”, se lamenta.

Del grupo Reencuentro se enteró por El Telégrafo. Vio que era un salteño el que lideraba la iniciativa, leyó su número en el diario y lo llamó. “Desde entonces, todos los viernes me voy a Salto, a las reuniones de la agrupación. Ahí hablamos de poder traerlos más cerca nuestro. Hay algunos familiares que no tienen ni trabajo. Entonces, ¿cómo van a poder ir los familiares a lugares tan lejanos?”, dice.

Ella también vendrá a Montevideo en el micro que, mediante rifas y ventas de alimentos cocinados por ellas, pudieron rentar. Pretende poder reunirse con el ministro Carlos Negro, o algún senador oficialista que, al menos, les preste el oído un rato. “Ellos tienen una ley que dice que no pueden llevárselos tan lejos”, comenta. En rigor, la ley en cuestión dice que los delincuentes tienen el derecho a recibir visitas, sobre todo de sus familiares.

“Mi hijo hace un año y medio que no tiene una visita mía. Mía ni de nadie. Y cuando él estaba acá yo iba todos los miércoles y no faltaba ni un domingo a la visita. Hubiera frío o calor, yo siempre iba a ver a mi hijo cuando estaba en el INR de Paysandú”.

Silvana no tiene ni idea de las condiciones de reclusión de su hijo en el Comcar, porque ni por teléfono se ha podido comunicar con él. Ha llamado a un teléfono público que le pasaron, pero ahí le contestaron que se quedara tranquila, que él estaba bien y que no la podía atender.

Torturas, chantajes y amenazas

Carla Quiroga, de Artigas, sí que se enteró de las condiciones en las que tenían a su hijo. Y desde entonces, por unos meses, su vida fue un calvario.

“Tengo un hijo que es PPL”, dice Carla por teléfono y parece un comienzo casi idéntico al de Silvana. Luego, cuenta que este cayó preso por vender drogas con otros compañeros, al que él llamaba “amigos”, pero que eran “malas juntas”, dice. Una jueza lo derivó a una cárcel de su ciudad, Artigas.

Un buen/mal día, la Policía irrumpió en la casa de Carla Quiroga sin decir agua va, sin orden judicial para allanar. Lo hicieron con malos modos, dice ella. Rompieron muebles, puertas y cortinas, desordenaron la casa y se fueron dejando el hogar hecho un desastre. “Una de las agentes me tomó del pelo, me arrodilló y me decía: ‘Al piso, al piso’. Apuntaron con fusiles en la cabeza de mis hijos, que tenían tan solo 6 años. Las niñas gritaban y una de las agentes seguía apuntando con el fusil a la cabeza de los niños”, relata la mujer.



Carla Quiroga. Foto cedida a Montevideo Portal

Carla Quiroga. Foto cedida a Montevideo Portal



Eso fue el 8 de diciembre de 2024. Curiosamente, no buscaban a su hijo adolescente. Buscaban a otro joven, amigo de Gonzalo (no se llama así, su nombre real es preservado por temor de la madre a represalias). En ese momento, Gonzalo estaba trabajando. A quien buscaban era a un hijo postizo de Carmen, quien había estado internado en el Inau hasta que ella se hizo cargo de su cuidado, y a otro más.

De eso se enteró 18 días después de que su hijo cayera preso en un calabozo, cuando por fin, Carmen pudo verlo. Señala que el director de la cárcel artiguense, un tal De Souza, no le permitió ver nunca a Gonzalo.

Dice Carmen (45) que fue ella quien entregó a su hijo, de entonces 18 años. Dos minutos después se contradice: él mismo fue a entregarse, porque si no, ella lo iba a hacer. Y vuelve al episodio del 8 de diciembre pasado. Ahí añade algunos datos: la Policía buscaba a dos jóvenes que habían cometido un homicidio y uno de ellos tenía una tobillera electrónica. Al notarla alterada, uno de los policías —el mentado “policía bueno”— la llevó al patio y la tranquilizó. No estaban buscando a su hijo, de hecho, ni sabían quién era. Pero al allanar la finca, encontraron una buena cantidad de droga, que seguro no era para consumo personal.

La Policía se fue y la madre, desesperada, llamó reiteradamente al celular de su hijo. Un par de horas después, el joven fue a lo de su madre y le dio las explicaciones del caso. Le dijo: “Mamá, disculpame, pero cuando a vos te diagnosticaron los tumores en la masa encefálica, yo no quería que vos siguieras trabajando así. Federico me ofreció vender droga y acepté”.

Fue ahí que él decidió entregarse, tras lo que le contestó su madre: “Hijo, si vos sabés lo que hiciste, uno tiene que reconocer, porque mamá trabajó toda la vida…”. Y de repente, cambia el tono y le habla a este cronista: “Porque yo crié a mi hijo, no para ir preso, lo crié para que él estudiara y tuviera un futuro. Fue un muchacho trabajador, pero lamentablemente me tocó vivir esto”.

Tras caer en un calabozo en Artigas, el director de la cárcel —siempre según el testimonio de la madre del joven— dijo que no lo quería ahí, y facilitó su traslado a la cárcel de Carancho, en Rivera.

En ese centro penitenciario, todo fue un infierno. “Lo torturaron y me hacían videollamadas. Me hicieron ver todo lo que le hacían (otros presos). Yo le pedí al director que por favor me lo trajera, y no lo hizo. Le pegaban golpes, golpes, golpes. Le torcían los testículos. Muchos golpes le daban, hasta que él no hablaba más, de tanto dolor”.

Los que lo maltrataron fueron otros reclusos, dice. Y las videollamadas eran para chantajearla pidiéndole dinero, para que cesara la tortura. Ella hizo la denuncia al teléfono 0800 5000 (NdeR: en realidad, es un número gratuito para denuncias de abuso policial) y ahí avisó que le habían exigido que transfiriera 200.000 pesos a una cuenta antes de las 19 horas de un día señalado, si no quería tener un hijo menos.



Foto: Javier Noceti/Montevideo Portal.

Foto: Javier Noceti/Montevideo Portal.



Para ese entonces, Carla Quiroga ya había depositado varias veces dinero en esa cuenta a cambio de que su hijo no fuera maltratado. “Hacía cinco meses que yo venía enviando plata a Montevideo, casi me hacen vender mi casa, todo para enviarle dinero a las mujeres de esos presos que le pegaban a mi hijo. Todos los viernes yo tenía que enviar dinero para que ellas pudieran viajar a Rivera a ver a sus maridos”, narra la mamá, quien dice saber el nombre de todos los reclusos chantajistas. Los viernes tenía que mandar dinero y los martes, paquetes con comida, como un ritual macabro.

“El día que me lo iban a matar, ellos me hicieron la amenaza por videollamada. Le pegaban con palos de escoba en los dedos de la mano, en las rodillas… Llamé a mi abogada y me dijo: ‘No mandes más, no les mandes más nada’”. Carla aceptó el consejo, y desde entonces, todo cambió. Eso y las repetidas denuncias al 0800. La propia abogada consiguió hablar con el director de la cárcel, y le hizo saber de las torturas que recibía el joven Gonzalo a manos de otros presos.

Eso fue hace dos meses, y desde entonces, el muchacho ya no recibió golpizas. O al menos, la madre cree que estas no ocurren más.

En realidad, entre las ciudades de Artigas y la cárcel de Carancho en Rivera la distancia es apenas de 170 kilómetros, pero a Carla y su marido le parecen muchos más. “Se me complica ir a visitarlo por mi tema de salud. Tengo una cefalea, unos tumorcitos en la cabeza —dice— y hay visitas que no aguanto de tanto dolor de cabeza. Yo tomo Tramadol y me gustaría que mi hijo estuviera en Artigas porque me siento debilitada, y he sufrido muchísimo con las cosas que le han pasado”, cuenta.

Además, su marido tiene un BMW viejo, del año 78, que le suman más dolores de cabeza: el coche se les ha quedado en la ruta más de una vez, o se ha roto y han tenido que apelar a un mecánico de confianza.

“Yo espero que el Ministerio del Interior o el INR (Instituto Nacional de Rehabilitación) tomen medidas, porque hay mucha maldad adentro de la cárcel. Ellos ya fueron juzgados, ya mi hijo fue juzgado. ¿Por qué tuvo que ser golpeado y dejaron a mi familia sin nada? ¿Por qué tengo yo que mandar cosas para que no me lo maten? ¿Es un lugar de rehabilitación o mandan para que los maten a nuestros hijos a esos lugares?”. Por ahora, son preguntas sin respuestas.

El referente que sabe qué son las cárceles

Luis Mendietta tiene 43 años y sus antecedentes penales datan del año 2000. Cayó por primera vez con 18 por un hurto, y la última vez fue hace unos años, cuando cometió una estafa, aunque él prefiere utilizar un eufemismo: “un abuso de confianza”. Una persona le dijo que como él conocía a los malvivientes de la zona, lo podría ayudar a dar con una moto que le habían robado. Él le dijo que, claro, con su experiencia en la zona oscura de la vida, en un chasquido de dedos recuperaría su moto. Pero cobró el dinero y se guardó unos días, a sabiendas de que no tenía la menor idea de cómo dar con la motocicleta.

Luis también necesita hacer catarsis, aunque no tenga un hijo preso. Necesita contar su historia de vida para, quizás, ser más comprendido. Entonces cuenta que de niño vivió con su familia en la Ciudad Vieja y luego se mudaron al Barrio Sur. Su padre, salteño, llegó a la capital para ganarse la vida como dice la canción de Pablo Estramín. El hombre tenía dos empleos: era trabajador del puerto de mañana y portero de un edificio en Pocitos en la tarde. Un día, un conocido de Salto le golpeó la puerta de la casa. Estaba desahuciado y solo necesitaba una cama donde dormir unos días. El papá de Luis, empático y solidario, le dijo que cómo no, donde entraban cuatro, entrarían cinco por unos días.

Pero al llegar a su casa una noche de su trabajo de portero, encontró a su amigo salteño acostado con su mujer. “Mi madre, lo primero que atina a hacer, es agarrar una bolsa con ropa, a mí y a mis hermanos, y nos mandamos mudar. Nos fuimos para Los Palomares del Borro, me acuerdo clarito, donde este hombre —mi padrastro hasta el día de hoy— tenía un pariente y nos podíamos quedar”.



Luis Mendietta, ex recluso y referente del grupo Reencuentro. Foto cedida a Montevideo Portal

Luis Mendietta, ex recluso y referente del grupo Reencuentro. Foto cedida a Montevideo Portal



En el Borro, todo se complicó. Los niños empezaron a juntarse con pares de malos hábitos. A los 6 años, Luis tenía un pucho en la boca y veía balaceras y otros niños a los tiros como rutina. “Cosas que para un niño no son normales”, dice hoy. La nueva pareja de su madre “no lo aceptaba”, cuenta, y por eso empezó a dormir en la calle con frecuencia.

“Un día viene una persona un poco más grande y me invita a salir a robar. Ahí fue que salí a delinquir. Con un poco de hambre y frío a veces, de no andar bien vestido, muchas veces solo con chancletas y un short, y bueno… Con la nostalgia de cosas sencillas que un ser humano necesita y la inmadurez, la cabeza frágil de 11 o 12 años… eso fue lo que me llevó a esa vida, al camino delictivo”, opina Luis, que se esfuerza por hablar bien y resultar creíble.

A los 11 empezó con marihuana, a los 12 con Pegaprén u otro tipo de cemento, y a los 15 con “cocaína, merca, mandanga”, especifica Luis para que quede claro en las distintas versiones de lunfardo.

Estuvo preso en el Comcar, en la unidad 20 de Salto, y excepcionalmente fue sancionado en las cárceles de Maldonado y Paysandú. En total, estuvo preso casi ocho años, entre 2000 y 2008. Sabe, queda claro, cómo se vive (y sobrevive) en el sistema carcelario uruguayo. Sabe también que, si no tenés un alma cerca que te esté esperando y te vaya a visitar, la rehabilitación se dificulta bastante.

Reencuentro tuvo un antecedente en un grupo que se llamó Dignidad, que “funcionó” a comienzos de este año. Pero el entonces líder del grupo les pedía dinero a los familiares para hacer gestiones y se lo gastaba en sus adicciones. Hace cuatro meses, las madres se percataron del engaño y lo expulsaron. El muchacho terminó preso.

Ahí fue que pensaron en Mendietta. Las madres, evidentemente, necesitaban una figura masculina que hubiese pasado por el sistema penitenciario y se hubiese redimido para hablar por ellas con propiedad. Luis aceptó, les dijo que gustosamente sería su referente, pero que ellas debían tirar del carro también.

—Reencuentro, ¿es una fundación, una ONG, una asociación civil?

—Por ahora somos un grupo organizado, con la intención de viajar a Montevideo (el lunes 14 de julio). Por eso estuvimos haciendo venta de tortas fritas y rifas de cosas, para recaudar la plata que nos cobra el micro que nos va a llevar. Después que salgamos de ese gasto, vamos a seguir juntando dinero para gestionar la personería jurídica.

—¿Cuál es la finalidad del grupo? ¿Cuál es el cometido?

—Que se respete el derecho que está reglamentado en la Ley 14447, en el artículo 10, que dice que todo privado de libertad tiene derecho a ser visitado por familiares y amigos, cosa que hoy no pasa. Se vulnera cuando te alejan a 500 o 600 kilómetros…

—Pero no les prohíben la visita; quedan alejados por la vía de los hechos.

—No es que te digan que no podés ir a visitarlos, pero es casi lo mismo. Ayer hablaba con la mamá de un recluso (ella es de Artigas), y vende empanadas como forma de vida. Imaginate vos pagarse un pasaje de Artigas a Montevideo, miles de pesos solo en pasajes. Estamos hablando de familias de bajos recursos, de desempleados o gente que gana la diaria, empleadas domésticas o arrancadores de naranjas. Mirá que el 90% de la rehabilitación es tener un ser querido que te vaya a ver y te escuche…



Foto: Javier Noceti/Montevideo Portal.

Foto: Javier Noceti/Montevideo Portal.



Sus planes en Montevideo

Unas veinte personas (madres y padres de reclusos del interior profundo) y Mendietta llegarán a Montevideo el lunes 14 de julio. Allá se reencontrarán con familiares de Canelones, Durazno y Tacuarembó, que irán en ómnibus interdepartamentales.

Tienen agendada una entrevista con la senadora frentista Bettiana Díaz, integrante de la Comisión de Seguimiento Carcelario; y procurarán que los reciba alguien en el Ministerio del Interior. Ojalá, desean, sea el ministro Negro o alguna otra jerarquía. También irán a la Torre Ejecutiva; allí estuvo Mendietta meses atrás y dejó una carta pidiendo una entrevista con el presidente Orsi (con quien tiene una foto) o con el secretario de Presidencia, Alejandro Sánchez. Nunca los agendaron, pero igual se apersonarán en el edificio frente a la plaza Independencia.

“Estamos pidiendo que se traiga para sus ciudades a la gente que se llevaron lejos. Ellos cometieron sus delitos en Salto, Paysandú, Rivera o Artigas, y se los llevaron para Montevideo. Ahí comienza el alejamiento familiar, ahí está el atropello. Cuando te privan de la visita, te privan de la contención de un familiar”, afirma Mendietta.

Y sigue: “Quien comete un delito, tiene un error con la sociedad. Eso lo paga con la privación de libertad. Está perfecto, nadie está en contra de que paguen su error. Yo me equivoqué en la vida y pagué, y es así, todos tienen que pagar. Pero si cometiste el delito en Salto, pagalo en Salto, si lo cometiste en Rivera, pagalo en Rivera”.

Él, quien ya se ha reunido con funcionarios del Instituto Nacional de Rehabilitación, tiene algunas propuestas para ofrecerles. Sabe que en la cárcel de Artigas, por ejemplo, hay 200 plazas disponibles; sabe que en el departamento de Salto funciona la cárcel de Tacuabé en Villa Constitución y también tiene lugar para recibir reclusos.

Quiénes son

Carmen Rodríguez dice que su hijo Wilson, el muchacho que mató a su pareja, “siempre fue un gurí tranquilo”. “Capaz que una como madre no piensa que fuera a llegar a eso… porque él nunca fue agresivo. Lo que pasó con la mujer no lo puedo explicar, solo ellos lo saben. Yo solo saqué las nenas del medio. Yo pido que lo traigan más cerca para que tenga a su familia cerca”, redunda. “Tengo siete hijos, y los hermanos no pueden ir a verlo por tiempo y dinero”.

Carla Quiroga opina que su hijo Gonzalo es “un buen hijo, un buen hermano, un buen compañero, un excelente chico, de estudio (porque acá en el liceo nunca tuvo problemas)”. “Yo me siento culpable de que mi hijo agarrara ese camino. Yo nunca enseñé a mi hijo a hacer cosas malas. Pero se juntó ahí con unos… y pasó lo que pasó”, dice, en referencia al tráfico de drogas.

“Yo sé que si están presos, por algo están, buenos no son”, dice Silvana Álvarez, mamá de Brian, detenido por rapiña.

—¿Brian no es un chico bueno, entonces?

—Es bueno, sí. Yo no estuve de acuerdo con lo que hizo. Yo siempre le decía: “Si alguien te convida con droga o algo así, decí que no, decí que no”. Yo no sé lo que pasó que cayó en esa adicción y ya no pudo salir. Pero tengo la esperanza de que cuando salga, salga bien.

“Gracias a usted por el llamado y por escucharme, ¿sabe? Esperemos que nuestra ida a Montevideo tenga sus frutos y podamos tener a nuestros hijos más cerca, para poder darles un beso, un abrazo, algo que tanto les hace falta a ellos. Tienen el derecho de tener a su familia cerca y los padres de tener a nuestros hijos cerca. Así se pueden rehabilitar, ¿no?”.