Durante la infancia, para muchos, lavarse las manos fue una rutina impuesta por madres, abuelas o maestras con autoridad casi sagrada. Después, en la adolescencia, se convirtió en una costumbre desatendida. Y en la adultez, muchas veces, en un gesto mecánico, más ligado al hábito que a la conciencia.
La pandemia de COVID-19 revirtió temporalmente esa indiferencia. Millones de personas redescubrieron el valor del agua y el jabón. Se viralizaron tutoriales, infografías y desafíos sobre cómo lavarse correctamente. En esos días, cada lavado era un acto casi heroico. Pero el miedo pasó, la costumbre se relajó y el ritual fue perdiendo intensidad.
Sin embargo, los riesgos siguen ahí. Los virus y bacterias no desaparecieron con el fin de la emergencia sanitaria. Están en las superficies más cotidianas: picaportes, botones, pantallas, pasamanos. Y pese a que la evidencia científica es clara —la higiene de manos puede prevenir casi la mitad de las enfermedades respiratorias y digestivas—, más de 3.000 millones de personas en el mundo aún no tienen acceso a instalaciones básicas para hacerlo en sus hogares.
“La higiene de manos no puede ser una moda pasajera”, advierte Ana Mieres, directora técnica de UCM Falck. “Aprendimos a cuidarnos durante la pandemia, pero muchas lecciones se olvidaron rápido”, explicó la experta en una entrevista reciente. Para Mieres, lavarse las manos sigue siendo una herramienta poderosa, accesible y efectiva, tanto a nivel personal como colectivo.
La Organización Mundial de la Salud insiste en que seis segundos pueden hacer la diferencia. No se trata de subir una historia a Instagram ni de compartir una frase inspiradora. Se trata de actuar. De abrir la canilla. De usar jabón. De hacerlo bien.
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