Mientras Europa expulsaba en el siglo XIX una parte de su población, América del Sur competía en el corazón de esos migrantes como destino y tierra prometida, junto a América del Norte, África del Sur, Australia o Nueva Zelanda. Fue un formidable proceso de trasplante y mestizaje cultural que alumbró un mundo nuevo.

Entre 1852 y 1900 la población de Uruguay se multiplicó por siete. Solo la cuarta parte del total residía en Montevideo. La mayoría estaba en el interior y había conquistado el norte del río Negro, hasta entonces más brasileño que oriental. La tierra y los alimentos eran abundantes y baratos.

No ha habido en la historia nacional otro período de desarrollo demográfico y económico tan acelerado.

La piedra angular sobre la que se asentó el sorprendente nuevo país de las antípodas no fue tanto un Estado activo y omnipresente sino la iniciativa y la necesidad de muchos recién llegados.

El arribo de la revolución industrial y el capitalismo era evidente en la década de 1860, junto a la inserción de la economía uruguaya en el mundo como proveedora de materias primas y alimentos. Todo eso ocurría entre periódicas caídas en el caos político y financiero y en revueltas civiles sangrientas. El desarrollo socioeconómico se robusteció durante los gobiernos militares de las décadas de 1870 y 1880 que pusieron la casa en orden a punta de fusil y consolidaron el Estado y la legislación.

La modernidad era un hecho en el Río de la Plata en las décadas finales del siglo XIX, cuando llegaban en masa los inmigrantes europeos, los capitales extranjeros y toda suerte de negocios y servicios: la completa extensión del rodeo vacuno, la crianza masiva de ovejas, la industria de la conserva de carnes, las colonias de agricultores, los alambrados, la afirmación de la propiedad rural, la más amplia variedad de comercios, la maquinaria industrial y la navegación a vapor, los ferrocarriles, la electricidad, el telégrafo, la prensa, los tranvías, la moneda nacional, la banca, un incipiente sistema de salud pública, la separación del Estado de la Iglesia católica (de hecho aunque no todavía de derecho) y la enseñanza universitaria.

En Montevideo y en muchas ciudades del interior se produjeron grandes loteos de terrenos. Las viviendas de materiales sólidos comenzaron a desplazar de a poco a los rancheríos de barro, paja y cuero. Se gestó una ascendente clase media de propietarios y una sociedad relativamente igualitaria, al menos en comparación con América Latina.

A partir de 1877 la escuela pública obligatoria integró más rápidamente a los hijos de los inmigrantes y acentuó la diferenciación cultural de los uruguayos con sus vecinos: en el nordeste con lo brasileño, en el sur y el litoral con lo argentino.

En ese trance, la vieja oligarquía patricia mantuvo su predominio en la actividad política y en el empleo público, mayoritariamente vinculados al Partido Colorado; pero cedió el poderío económico ante una clase de nuevos ricos más laboriosos, casi todos arribados del exterior, que emergió vigorosamente.

Los soldados y navíos brasileños que respaldaron la revolución de Venancio Flores desde 1864, participaron del cerco de Paysandú y entraron a Montevideo en febrero de 1865, fueron las últimas tropas extranjeras que ingresaron a Uruguay en tren de conquista.

Desde entonces la independencia de Uruguay, emancipado por presión británica en 1828, ya no fue cuestionada por sectores nacionalistas brasileños o argentinos. Restaba definir los límites exactos del país, un quebradero de cabeza hasta bien entrado el siglo XX, pero ya no se discutió la cuestión central: Uruguay era un estado soberano y capaz de administrarse por sí solo.

Los militares que gobernaron entre 1876 y 1890 parecieron acabar definitivamente con las revueltas civiles y consolidar el monopolio de la fuerza pública. Aparicio Saravia, el último caudillo militar del Partido Nacional, siempre en la oposición, demostró que en el 900 todavía era posible desafiar a los gobiernos con paisanos a caballo. Habla de su habilidad como guerrillero, ciertamente, pero la caída de su ejército rebelde era cuestión de tiempo.

Cuando Saravia fue mortalmente herido en Masoller, el 1º de setiembre de 1904, los hermanos Wright ya habían volado el primer avión en Carolina del Norte (lo que confirmaba el fin de las revueltas ecuestres mimetizadas en la pradera abierta), y en las faldas del Cerro de Montevideo operaba el primer frigorífico destinado a permanecer y a modernizar la producción ganadera.

A partir de 1904 el Estado tendría el monopolio de la violencia legítima, pese a que se lo desafiaría sin éxito en algunas ocasiones posteriores.

Cierto “sentido común” predominante entre muchos uruguayos asigna una gran relevancia al primer batllismo (1903-1915) como creador de modernidad y prosperidad generalizadas: una suerte de piedra de toque nacional. Ese período ciertamente fue muy importante desde el punto de vista de la centralidad del Estado, sus prestaciones sociales y el ordenamiento institucional. Pero la extensión de esas funciones se apoyó en un país que ya era tumultuosamente rico.

Uruguay se desarrolló y consolidó antes de Batlle y Ordóñez, en la segunda mitad del siglo XIX, en los veinte o treinta años torrenciales que transcurrieron entre el gobierno de Bernardo P. Berro y el Militarismo. Después la buena estrella se desplazó hacia Argentina, la nueva California, donde aún abundaban las oportunidades y las tierras baratas.

La modernización social e institucional realizada en tiempos de don Pepe, a principios del siglo XX fue, desde esta perspectiva, más una consecuencia que una causa.

Los 60 capítulos publicados en esta serie El nacimiento del Uruguay moderno son una reivindicación del Uruguay de la segunda mitad del siglo XIX, arisco y desordenado, sin dudas, pero también valerosamente productivo y modernizador. Esa fue la base del sentimiento de plenitud que prevaleció (sobre todo en las áreas urbanas) entre fines del siglo XIX y hasta la década de 1950, antes del desmoronamiento.

El largo ciclo batllista no habría sido posible sin la modernidad económica, social y política que en las cuatro décadas anteriores al 900 contribuyeron a lanzar líderes empresariales, políticos e intelectuales como Bernardo Berro, Tomás Villalba, Lorenzo Latorre, Irineu Evangelista da Sousa, Georg Giebert, Adolfo Vaillant, Domingo Ordoñana, George Drabble, Richard Bannister Hughes, Carlos Genaro Reyles, Buonaventura Caviglia, los hermanos Wendelstadt, José Pedro Varela, Pedro Margat, José Buschental, Federico Vidiella, Pascual Harriague, Juan Dámaso Jackson, Francisco Piria y tantos otros innovadores.

En todo caso Batlle y el batllismo, ciertamente reformistas trascendentes, con su confianza en las virtudes del Estado y sus funcionarios desataron fuerzas que pocas décadas más tarde, ya fuera de control y degeneradas, contribuirían a hundir a Uruguay en la parálisis productiva, la decadencia y la crisis política y dictatorial.

Mientras tanto la democracia plena, con voto universal y cabal representación de las minorías, se consolidaría recién a partir de 1916, y debería más a la tenacidad de la oposición que a la generosidad de los gobiernos.

La plenitud uruguaya al despuntar el siglo XX, la larga decadencia posterior y la restauración liberal tras una larga dictadura son ciertamente otras grandes historias, que sin embargo no se comprenden sin el alumbramiento del siglo XIX.