—Coronel, ¿es esto una batalla? —preguntó Luis Alberto de Herrera, un joven alto y flaco.
—Ya creo que sí —fue la respuesta burlona del jefe revolucionario Diego Lamas.
En los desiertos campos contiguos al arroyo Tres Árboles, en el sudeste del departamento de Río Negro, se libró una batalla el 17 de marzo de 1897 que alcanzó gran valor simbólico en la enmarañada historia de las guerras civiles orientales, sobre todo para el Partido Nacional.
A fines de ese verano caliente y reseco, unas milicias rebeldes blancas, alzadas en armas contra el gobierno del colorado Juan Idiarte Borda, lograron una sorprendente victoria sobre un confiado Ejército uruguayo.
Luis Alberto de Herrera, entonces un estudiante de Derecho de 23 años, estuvo en Tres Árboles en su condición de secretario y protegido del coronel Diego Lamas. Con el grado de teniente en el escalafón rebelde, recorrió la campaña oriental durante casi siete meses, y estuvo con frecuencia muy cerca de Aparicio Saravia, el nuevo caudillo militar de los blancos.
Un año después Herrera publicó Por la patria, un relato torrencial y desordenado del alzamiento de 1897 (1). Con ese, su primer libro, se integró a la tradición de hombres con ventajosa educación formal que dejaron testimonio de las “patriadas” de los blancos. Entre ellos se destacan Javier de Viana, Eduardo Acevedo Díaz, Luis Ponce de León y, en cierta forma, Antonio Lussich.
Nuevo alzamiento contra toda opinión
La revolución de las Lanzas, liderada por el caudillo blanco Timoteo Aparicio entre 1870 y 1872, había sido la última gran revuelta exitosa de viejo cuño, con más armas blancas que pólvora e interminables marchas a caballo. Pero después, a partir de 1875, los gobernantes del Militarismo, los colorados Lorenzo Latorre, Máximo Santos y Máximo Tajes, acabaron rápidamente con las tentativas de alzamiento.
El sentido común de fines del siglo XIX, compartido incluso por muchos dirigentes del Partido Nacional, decía que ya no era posible alzarse contra los ejércitos gubernamentales, más disciplinados y mejor armados y provistos. La campaña oriental, la antigua llanura levantisca, por fin había sido alcanzada por el poderoso brazo del Estado.
“Ya había caducado la supremacía de los caudillos; ya los gobiernos eran invencibles”, resumió Herrera.
Sin embargo, hacia 1900, el carisma y la habilidad de Aparicio Saravia, un caudillo beligerante y gambeteador, permitió que unas milicias rebeldes de los blancos sobrevivieran largamente a la persecución del gobierno.
Aparicio Saravia, un rico terrateniente de Cerro Largo, quien había ganado el grado de general en las crueles guerrillas del sur de Brasil, irrumpió como un rayo en el firmamento blanco en 1896, cuando tenía 40 años.
Saravia, quien fue secundado en esas aventuras de 1896 y 1897 por su hermano Antonio Floricio, apodado “Chiquito”, venía de la inclemente revolución federalista de Rio Grande do Sul, donde siguió a su hermano Gumersindo, caído en 1894.
Herrera, quien sería el máximo líder del Partido Nacional entre 1920 y 1958, provenía de una familia con un largo linaje político que se remontaba a las luchas por la independencia. Ciertamente citadino y criado en un hogar anglófilo entre Montevideo y Buenos Aires, pasó largas temporadas en el campo de su familia en Flores durante su infancia.
Su padre, Juan José de Herrera, fue uno de los fundadores del Partido Nacional. En 1897 era presidente honorario de la Junta de Guerra de los blancos reunida en Buenos Aires para conspirar contra el gobierno del Partido Colorado. Al principio, la Junta (posteriormente llamada Comité de Guerra), solo representaba a un sector del Partido Nacional. Las actividades conspirativas no contaron inicialmente con la aprobación del Honorable Directorio, entonces presidido por Martín Berinduague, un abogado de renombre, más afín a las “clases conservadoras”.
Mucho más tarde, a fines del siglo XX y entrado el siglo XXI, un nieto y un bisnieto de Luis Alberto de Herrera serían presidentes de la República. En Uruguay, al igual que en la antigua España, a veces los muertos mandan más que los vivos (2).
Los blancos, apartados del poder por la fuerza desde 1865, con el triunfo del alzamiento del colorado Venancio Flores, se habían habituado a hacer política con milicias gauchas y urbanas, mientras se dividían en la habitual tensión entre caudillos y dotores.
A lo largo de la revolución de 1897, por la razón del artillero, el liderazgo de los blancos se desplazaría del Directorio hacia el caudillo militar Aparicio Saravia, secundado por el salteño Diego Lamas —un hijo del general Diego Eugenio Lamas, el antiguo ministro de Guerra de Bernardo Berro—, quien había hecho carrera en el Ejército argentino y tenía 39 años. El predominio de los líderes militares provocaría el despecho de figuras intelectuales y políticas y tendría serias consecuencias en el futuro.
Herrera escribió que la “protesta armada” de 1897 se hizo para recuperar el derecho al sufragio, ya que los blancos reclamaban representación proporcional y respeto a las minorías, para “quebrar la altanería de los mandones”, y para quitarle al Ejército nacional su carácter de guardia pretoriana al servicio del Partido Colorado, el gobernante exclusivo.
La concentración de poder en los jefes políticos departamentales, antecesores de los intendentes, que respondían al gobierno central y no necesariamente a los intereses de su jurisdicción, fue otra constante fuente de conflictos. El voto no era secreto, lo que facilitaba las presiones y los fraudes, y las minorías no tenían representación.
Los rebeldes ingresaron al país en varias columnas para reunirse con milicias locales. Saravia entró por Aceguá; en tanto Lamas cruzó el Río de la Plata en un pequeño buque y desembarcó en Puerto Sauce, actual Juan Lacaze, junto a 22 hombres, entre los que se contaban Herrera y el abogado Duvimioso Terra, delegado del Directorio del Partido y jefe político del alzamiento en el terreno de operaciones. Los distintos grupos debían converger en Paso de los Toros, el centro del país.
La tropa revolucionaria estaba compuesta por jóvenes citadinos, desde oficinistas a estudiantes y profesionales universitarios, además de una abigarrada milicia: “Hombres de campo parecidos a los musulmanes por su inquebrantable fatalismo”; los paisanos de siempre, generosos y turbulentos.
El combate más sangriento de 1897
El Ejército del Norte del gobierno, presente en Tres Árboles, estaba al mando del general José Villar (1848-1903), antiguo ministro de Guerra y estanciero en Salto. Disponía de entre mil quinientos y dos mil quinientos hombres, según distintas fuentes. Sus tres regimientos de Cazadores eran tropas de élite, con oficiales de escuela y soldados de clases bajas de la ciudad y la campaña. Portaban novísimos fusiles alemanes Mauser con cargador de cinco tiros de 7 mm y repetición por cerrojo, de gran alcance y precisión. Los mil quinientos rebeldes liderados por Lamas y José Núñez estaban armados con fusiles Remington Rolling Block, de un solo cartucho; carabinas Winchester de repetición por palanca, arma de corto alcance muy común entre la gente de campo para defensa personal y caza; y una amplia gama de viejos fusiles, revólveres y lanzas.
Por norma, tanto los gubernistas como los rebeldes se desplazaban a caballo, cortando alambrados, aunque combatían a pie, como infantes. La revolución de 1897 confirmaría el ocaso de las escaramuzas a caballo, con lanza, sable y boleadora, tan típicas hasta la década de 1870, las cuales se volvieron muy raras y circunstanciales; y el señorío del fusil de repetición y luego de la ametralladora. (La artillería, muy poco utilizada en esa guerra móvil, resultó un fiasco y motivo de burla).
Antes del amanecer del miércoles 17 de marzo el 2º Regimiento de Cazadores, al mando del coronel Ricardo Flores, hijo menor de Venancio Flores, dejó atrás la pulpería de José Piquet (3) e intentó forzar el “Paso Hondo” del arroyo Tres Árboles, no lejos de su desembocadura en el río Negro. En el sendero boscoso encontró avisados a unos treinta revolucionarios de la Compañía Urbana de Porongos.
El fuego de fusilería se extendió por unas siete horas.
La batalla resultó un tan sorpresivo como rotundo triunfo de los revolucionarios, coronado por la infantería de Núñez, que después del mediodía inició un contraataque por el norte y puso en fuga a las fuerzas del gobierno. La caballería de los blancos, unos doscientos cincuenta hombres armados, mayoritariamente a sable y lanza, las persiguió durante varios kilómetros, aunque sin mayor convicción, como arriándolas. El Ejército gubernamental abandonó un centenar de fusiles Mauser, cien mil cartuchos y muchos otros equipos.
Tres Árboles fue el combate más sangriento de 1897, incluso más que el de Cerros Blancos, que se libró dos meses después en Rivera entre fuerzas mucho más numerosas. Según Herrera, quien recorrió el campo de Tres Árboles después de la batalla, “el gobierno perdió 400 hombres entre muertos y heridos; y alrededor de 150 la revolución”.
Los partes de los rebeldes mencionaron 182 bajas, incluyendo 55 muertos, entre ellos 25 hombres de la Compañía Urbana de Porongos.
Esa tarde, el general Villar telegrafió al presidente Juan Idiarte Borda: “He sufrido un desastre completo. Busqué sorprender y fui sorprendido. He buscado la muerte en el peligro, que me ahorrara el pesar de comunicar a Vuestra Excelencia el desastre [...]”. Villar moderaría su pesar en los partes posteriores y reclamaría un mejor resultado para sus tropas.
El viernes 19 de marzo los rebeldes se establecieron en Paso de los Toros, sobre el río Negro, punto neurálgico del Ferrocarril Central, donde esperaban reunirse con la columna de Aparicio Saravia.
Ese día, Saravia estaba a más de doscientos veinte kilómetros hacia el este, en Arbolito, Cerro Largo, batallando contra las tropas gubernamentales lideradas por el caudillo Justino Muniz. Lo que comenzó como una escaramuza de exploración se convirtió en un enfrentamiento que resultó en la muerte de su hermano Chiquito y un puñado de lanceros, tras una carga de caballería tan valerosa como delirante.
Querellas entre los revolucionarios
El 28 de marzo al fin las fuerzas de Diego Lamas y José Núñez se unieron a la columna de Aparicio Saravia sobre el arroyo Tupambaé,
Saravia se mostró receloso y ni siquiera revistó las tropas recién llegadas, formadas para la ocasión. Diego Lamas aceptó su autoridad; pero entre Saravia y José Núñez, quien probablemente celaba a Lamas, surgió de inmediato una clara antipatía. Núñez contó con el respaldo de Duvimioso Terra, a quien la Junta de Guerra del Partido Nacional había delegado como jefe político en operaciones, formalmente incluso por encima de Saravia. Pero el caudillo desconoció abiertamente a Terra, a quien llamaba con sorna “ese doctorcito de nombre raro”.
Terra pretendió que Núñez comandara su propio ejército, al norte del río Negro, mientras Saravia operaba en el sur. Núñez, con unos setecientos cincuenta infantes, comenzó a retrasarse en la marcha y solo reportaba a Lamas, ignorando a Saravia.
El 3 de abril, sobre el arroyo Corrales, en Rivera, Saravia y Lamas ordenaron la separación de Núñez y su experimentada infantería. Terra, despechado, se marchó con ellos. Más tarde argumentaría: “Me opuse tenazmente [al liderazgo de Saravia] por la falta de instrucción de aquel ciudadano”.
Creyendo que la revolución había fracasado, Núñez pasó con sus oficiales a Brasil, donde los licenció. Muchos guerrilleros vencedores en Tres Árboles permanecieron abandonados en la frontera, sobre el río Yaguarón. El 17 de abril, Núñez emitió una dura proclama contra el movimiento rebelde y sus jefes, Saravia y Lamas, y luego se marchó a vivir a Buenos Aires, entre la pobreza y el desprecio de sus correligionarios. Los jefes saravistas en el terreno condenaron a muerte a los 21 cabecillas de la escisión (4). En agosto, Núñez fue invitado a un banquete en la capital argentina. Regresó al hotel donde vivía y fue encontrado muerto a la mañana siguiente. Las circunstancias provocaron todo tipo de especulaciones, desde el crimen político al suicidio. Herrera sostuvo que Núñez se suicidó con veneno.
“No era un cobarde; era un valiente”, resumió Nepomuceno Saravia, hijo de Aparicio Saravia. “Se fue por su ambición desmedida” (4).
Eduardo Acevedo Díaz describió a Aparicio Saravia como “un noble y valientísimo caudillo sin parecido”. Sin embargo, años más tarde, en 1904, después de que fuera expulsado del Partido Nacional, caracterizó a Saravia como “un pobre gaucho, engreído y camorrista” aunque “valeroso y audaz”. (José Virginio Díaz, periodista y capitán de Caballería afín al Partido Colorado, quien trató largamente a Saravia y también lo combatió en 1897 y 1904, afirmó que “se hacía más gaucho” de lo que era, aunque caprichoso y resolvía “por sí y ante sí”) (5).
En todo caso, los paisanos seguían a Saravia con devoción, pasaban mal durante las interminables marchas y el duro invierno (semidesnudos, lacerados por la lluvia o el sol, dormían sobre sus caballos, se alimentaban con yerba mate y carne asada sin sal de reses enlazadas a campo abierto, tortas fritas y caña aguada), y eventualmente ponían en juego sus vidas (6).
Saravia fue el líder indiscutido del Partido Nacional entre 1897 y su muerte en setiembre de 1904, luego de ser baleado en la batalla de Masoller.
El periodista y escritor Eduardo Acevedo Díaz, un hombre valiente y egocéntrico que lo mismo blandía la espada que la pluma, admirado por los jóvenes e intelectuales del Partido Nacional, abandonó el ejército rebelde el 18 de agosto de 1897, despechado porque no se lo designó delegado ante la Junta de Guerra de los blancos en Buenos Aires. En 1903 daría los votos necesarios en el Parlamento para la elección de José Batlle y Ordóñez como presidente de la República, preámbulo de la guerra civil de 1904.
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(*) Este capítulo es un resumen de un artículo que el autor publicó en la Revista de la Biblioteca Nacional de Uruguay Nº 19 – Herrera intelectual, setiembre de 2024.
(1) La edición consultada para este artículo fue Por la patria: la Revolución de 1897 y sus antecedentes, de Luis Alberto de Herrera, dos tomos, Editorial Barreiro y Ramos SA, Montevideo, 1953.
(2) Sobre los Herrera ver nota del autor en el diario El Observador del sábado 30 de noviembre de 2019: https://www.elobservador.com.uy/nota/los-antepasados-del-presidente-una-estirpe-gestada-en-tiempos-de-la-independencia-2019121504
(3) El catalán José Piquet hizo fortuna con su pulpería en la margen derecha del arroyo Tres Árboles, cerca de donde en 1899 se inauguró un monumento conmemorativo de la batalla; y fue un rico propietario de tierras sobre el arroyo Rolón. Su hijo Juan Francisco Piquet, quien tenía aspiraciones literarias, narró el enfrentamiento militar por carta a su amigo José Enrique Rodó, notorio crítico literario, ensayista y militante del Partido Colorado. Ver Cartas de José Enrique Rodó a Juan Francisco Piquet, compilación, introducción y notas de Wilfredo Penco, Biblioteca Nacional, Montevideo, 1979.
(4) Memorias de Aparicio Saravia, de Nepomuceno Saravia García, Editorial Medina, Montevideo, 1956.
(5) Historia de Saravia, de José Virginio Díaz, 2ª edición, El Galeón-Tierradentro, Montevideo, 2019.
(6) Hay descripciones detalladas de la vida cotidiana de los rebeldes en Impresiones íntimas. Escenas y episodios, de Luis Ponce de León: “Oh, recuerdos encantadores de los días aquellos en que una rebanada del pan más inferior y una taza de café compensaban con exceso todas las penurias”, escribió (Imprenta Artística, de Dornaleche y Reyes, Montevideo, 1898). Luis Alberto de Herrera recuerda con vergüenza en una de sus crónicas el hurto de una papa en una casa de familia. Pero el tesoro más preciado para aquellos hombres ilustrados eran los diarios de Montevideo o de Buenos Aires.
Próximo capítulo: El ciclo trágico de Aparicio Saravia y de los héroes a caballo