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El nacimiento del Uruguay moderno

Nacimiento del Uruguay moderno III

José Artigas y un ejército de andrajosos en su capital, Purificación

Un cronista escocés describe al jefe oriental sentado en una cabeza de vaca, comiendo carne de un asador y bebiendo ginebra en una guampa.

09.05.2024 15:14

Lectura: 11'

2024-05-09T15:14:00-03:00
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Por Miguel Arregui
miguelarregui@yahoo.com

John Parish Robertson, un comerciante escocés de 23 años, marchó a Purificación, sobre el río Uruguay, para entrevistarse con el jefe de los orientales, José Artigas, y exigirle la devolución de los bienes que le habían rapiñado los “artigueños” correntinos.

A partir de mayo de 1815, Purificación fue, de hecho, la capital de la Provincia Oriental durante el breve período de apogeo de Artigas. Su ubicación exacta no es segura, pero se conoce que estaba unos 100 kilómetros al norte de la población de Paysandú, cerca de la desembocadura del arroyo Hervidero Grande en el río Uruguay y de la “meseta de Artigas”. No pasó de ser un caserío precario, y fue abandonado entre 1816 y 1817, después que brasileños y portugueses invadieran el territorio oriental (1).

Los hermanos John Parish y William Robertson, hijos de un comerciante y tributarios de la mentalidad capitalista británica y su incipiente Revolución Industrial, eran ciertamente objetos muy extraños entonces en la región del Plata.

Artigas sentado en una cabeza de vaca

La descripción por carta a su familia que hizo John Parish Robertson de José Artigas y su entorno en Purificación es célebre:

“Me hice a la vela atravesando el Río de la Plata y remontando el bello Uruguay hasta llegar al Cuartel General del Protector. Y allí (les ruego no ser escépticos), ¿qué creen que vi? Pues al excelentísimo Protector de la mitad del nuevo mundo sentado en una cabeza de vaca, junto al fogón encendido en el piso de barro del rancho, comiendo carne de un asador y bebiendo ginebra en una guampa. Lo rodeaba una docena de oficiales mal vestidos, en posturas semejantes y ocupados lo mismo que su jefe. Todos fumaban y charlaban ruidosamente. El Protector dictaba a dos secretarios que ocupaban junto a una mesa de pino las dos únicas desvencijadas sillas con asiento de paja […]. El piso de la única habitación de la choza (que era grande y hermosa) estaba sembrado de pomposos sobres provenientes de todas las provincias (algunas distantes 1.500 millas de aquel centro de operaciones) dirigidos a ‘Su Excelencia el Protector’. A la puerta estaban los caballos humeantes de los correos que llegaban cada media hora, y los frescos de los que partían, con igual frecuencia. Soldados, ayudantes y exploradores, llegaban al galope de todas partes. Todos se dirigían a Su Excelencia el Protector. Y Su Excelencia el Protector, sentado sobre su cabeza de vaca, fumando, comiendo, bebiendo, dictando, hablando, despachaba sucesivamente los varios asuntos de que se le noticiaba con tranquila y deliberada nonchalance [indiferencia], que me mostraba de manera práctica la verdad del axioma “vamos despacio que tengo prisa”. Creo que si todos los asuntos del mundo hubieran estado a su cargo no hubiera procedido de otro modo. Parecía un hombre incapaz de atropellamiento, y era bajo este único aspecto, si se me permite, semejante al jefe más grande de la época […]. Cuando leyó mi carta de presentación Su Excelencia se levantó del asiento y me recibió no solamente con cordialidad, sino lo que me sorprendió más, con maneras relativamente caballerosas y propias de un hombre educado. Habló conmigo alegremente acerca de su casa de gobierno y me rogó que, como mis muslos y mis piernas no estarían tan habituados como los suyos a la postura de cuclillas, me sentase en la orilla de un catre de guasquilla que se veía en un rincón del cuarto y que pidió fuera arrastrado cerca del fogón. Allí, sin más preludio o disculpa, puso en mi mano su cuchillo y un asador con un trozo de carne muy bien asada. Me rogó que comiese, luego me hizo beber e inmediatamente me ofreció un cigarro. Participé de su conversación y, sin darme cuenta, me convertí en un gaucho […]”.

“Por la tarde su excelencia me dijo que iba a recorrer a caballo el campamento e inspeccionar sus hombres, y me invitó a hacerle compañía”, continuó John Parish Robertson. Las fuerzas artiguistas podían ponerse en movimiento a caballo casi de inmediato, señaló el inglés, y viajar a marchas rápidas hasta 125 kilómetros en una noche. “De ahí muchas de las sorpresas, los casi increíbles hechos que realizaba y las victorias que ganaba”.

Robertson refirió el “séquito” de una veintena de oficiales de Artigas. “No había ninguna afectación de superioridad por su parte o señales de subordinación diferencial en quienes le seguían. Reían, estallaban en recíprocas bromas, gritaban y se mezclaban con un sentimiento de perfecta familiaridad […], excepto que todos, al dirigirse a Artigas, lo hacían con la evidentemente cariñosa y a la vez familiar expresión de ‘mi general’”.

Describió las tropas y el campamento de Purificación: “Tenía alrededor de 1.500 seguidores andrajosos en su campamento, que actuaban en la doble capacidad de infantes y jinetes. Eran indios principalmente sacados de los decaídos establecimientos jesuíticos, admirables jinetes y endurecidos en toda clase de privaciones y fatigas […]. Chaquetilla y un poncho ceñido a la cintura, a modo de ‘kilt’ escocés, mientras otro colgaba de sus hombros, completaban con el gorro de fajina y un par de botas de potro, grandes espuelas, sable, trabuco y cuchillo, el atavío artigueño. Su campamento lo formaban filas de toldos de cuero y ranchos de barro; y esto, con una media docena de casuchas de mejor aspecto, constituían lo que se llamaba Villa de la Purificación”.

El interior contra Buenos Aires

John Parish Robertson explicó la razón de la fortaleza de Artigas. “El aire de superioridad y, a menudo, arrogante de los porteños disgustaba a muchos de los principales habitantes del interior, y los hacía ver en sus altaneros compatriotas solamente otros tantos delegados substitutos de las antiguas autoridades españolas […]. Las ciudades del interior se negaron a obedecer, nombraron gobernadores de su elección, y para fortificar sus manos, pidieron la ayuda de Artigas, el más poderoso y popular de los jefes alzados […]. Cada pequeña ciudad conquistó su propia independencia, pero a expensar de todo orden y ley”.

En las décadas posteriores, las guerras civiles y la inseguridad hundieron el comercio y las economías sudamericanas.

La pobreza del campamento artiguista convenció a John Parish Robertson que era tiempo de retirar su reclamo de que le pagaran lo que le habían robado en el río Paraná. Sin embargo obtuvo de Artigas algunos “privilegios mercantiles” en Corrientes y un pasaporte hasta la frontera paraguaya, “que me valió todo lo que necesitaba”.

Después de mil peripecias, los Robertson lograron recomponer su comercio de cueros, cerdas y lanas con los estancieros de la región gracias a la ayuda de un personaje novelesco: Peter Campbell, un irlandés pendenciero que desertó tras las invasiones inglesas de 1806-1807, se mimetizó con el gauchaje, sirvió a José Artigas, creó una flotilla de barquichuelos para el combate, recibió el trato de “almirante” y es considerado el fundador de la Armada Nacional uruguaya (2).

Los Robertson y Campbell organizaron gigantescas faenas de vacunos y yeguarizos en Corrientes entre 1815 y 1816, acopiaron centenares de miles de cueros y los transportaron en carretas —en general en tropas de 18 o 20 tiradas cada una por seis bueyes y otros tantos de refresco— para su embarque en el río Paraná.

Los hermanos Robertson, convertidos en figuras de importancia en las comunidades mercantiles de Buenos Aires y Perú, se vincularon con Bernardino Rivadavia, un líder porteño influyente, al que ofrecieron intermediar con empresarios y capitalistas británicos. Introdujeron en Argentina el primer servicio de navegación fluvial a vapor y en 1825 compraron campos en Santa Fe. Estimularon el asentamiento de emigrantes escoceses en la colonia Monte Grande: el primer programa de ese tipo en Argentina.

Se vincularon también con el Banco de Buenos Aires, la primera institución financiera del país, creado en 1822. En 1824, Robertson & Co intermediaron con la casa Baring Brothers de Londres en la primera emisión de bonos hecha por el gobierno de Buenos Aires, y en operaciones similares del gobierno peruano. Adelantaron dinero y cobraron enormes comisiones, lo que provocó un escándalo. Al final, todas las partes salieron perdiendo: acreedores, deudores e intermediarios. La reputación de los Robertson quedó maltrecha, señala el “Oxford Dictionary of National Biography”.

Los ingleses serían decisivos en la independencia de Uruguay; y luego en los negocios, en la explotación agropecuaria, en la industria y en los servicios públicos, como se verá más adelante.

“Inglaterra era como el Dios omnipresente que estaba detrás y a menudo delante de cada una de las conquistas y fracasos de nuestro país, incluso antes de ser este una nación independiente”, resumió el historiador José Pedro Barrán en un artículo que fue publicado después de su muerte (3).

Los hermanos Robertson terminaron de arruinarse con la inflación provocada por el Banco de Buenos Aires, que empapeló la región; y el default de la deuda del gobierno argentino en 1826, durante la guerra con Brasil por la Provincia Oriental y el bloqueo de Buenos Aires por la flota brasileña.

Las cartas de la nostalgia

John Parish regresó definitivamente a Gran Bretaña en 1829, y William Parish lo hizo en 1834. Ambos vivieron modestamente. John inició estudios superiores y luego se mudó a la isla de Wight, donde se dedicó a escribir artículos y una novela. Recién obtuvo reconocimiento con su recopilación “Cartas del Paraguay” (1839) y, en menor medida, “Cartas de Sud América” (1843), en coautoría con su hermano.

Parte de esos textos fueron recogidos por la editorial Banda Oriental en diciembre de 2000 bajo el título “Los artigueños: aventuras de dos ingleses en las Provincias del Plata”, con una introducción de Heber Raviolo.

La microhistoria de los Robertson también es historia, y contribuye a hacer y explicar la historia general.

(*) Este capítulo es una versión de tres artículos publicados por el autor en su blog de El Observador entre el 17 y el 31 de mayo de 2017.

(1)  Ver artículo en “La Enciclopedia de El País”, 16 tomos, diario El País, 2011.

(2)  Peter Campbell, nacido en Tipperary, Irlanda, en 1782, llegó al Río de la Plata en 1806 como integrante de las tropas inglesas invasoras. Desertó cuando la derrota y la retirada británica en 1807, cambió su nombre por el de Pedro, comenzó a vestirse y a comportarse como un gaucho y sostuvo una vida errante, en la Banda Oriental y en las provincias del litoral argentino, desempeñándose como piloto de pequeñas embarcaciones fluviales y curtidor de cueros. Ganó pronto fama de pendenciero y hombre de cuidado, y mantuvo numerosos duelos personales. A partir de 1811 participó en los combates por la independencia. Luchó contra los españoles bajo las órdenes de William Brown. En 1814 tenía el mando de una embarcación y con ella desertó de Buenos Aires, se pasó al federalismo y estableció una relación personal privilegiada con José Artigas, jefe de la rebelde Provincia Oriental. Era de los pocos subordinados que lo tuteaba y le llamaba “Pepe”. Fue jefe de una flotilla fluvial de los federales que —con base en Goya y Corrientes— actuó en los ríos Uruguay, Paraná y Paraguay y participó de un gran número de escaramuzas navales y terrestres. Al producirse la invasión luso-brasileña de 1816 a la Provincia Oriental se convirtió en uno de los principales apoyos de Artigas, fue designado “comandante de marina” y recibió el trato de “almirante”. John Parish Robertson describió a Peter Campbell como “bruto”, “pelirrojo y huesudo”, y agregó: “Sus actos de valor se hicieron proverbiales; tenía el arrojo del león y ningún gaucho le aventajaba como jinete ni en las habilidades propias de la gente de campo, tales como pelear con un gran cuchillo y el poncho arrollado al brazo a guisa de escudo […]. No hacía más que herir [a su adversario] inutilizándolo de tal modo que nunca volviera a provocarlo”. Robertson afirmó que Campbell “era hombre honesto a carta cabal; en verdad sentía desprecio por el dinero”, y también “colérico”. Contó que Campbell era acompañado generalmente por un sirviente y edecán —que él denominaba su “paje”—, tan irlandés y gaucho desgreñado como él, llamado Eduardo. El aspecto de ambos era intimidante: “Creí que se trataba de dos de los peores bandidos de la gente de Artigas””.

(3) “José Pedro Barrán – Epílogos y legados – Escritos inéditos/Testimonios”, recopilación de Gerardo Caetano y Vania Markarian, Ediciones de la Banda Oriental, 2010.

Próximo capítulo: Realidades y uso político de la reforma agraria de Artigas en 1815.

Por Miguel Arregui
miguelarregui@yahoo.com


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