Después del triunfo de Venancio Flores en 1865, quien se había alzado contra la Presidencia de Bernardo P. Berro, el Partido Colorado monopolizó el gobierno de Uruguay durante casi un siglo (incluso los dictadores del Militarismo: Lorenzo Latorre, Máximo Santos y Máximo Tajes, se reconocían como colorados).

El Partido Blanco, echado de los centros neurálgicos del Estado, se levantó varias veces contra los gobiernos siguiendo a caudillos y guerrillas ecuestres, apadrinadas por dotores e intelectuales citadinos. Del lado de enfrente, como un espejo, tuvo a los milicos profesionales del Ejército, y también a paisanos en armas e intelectuales de la ciudad que enarbolaban la bandera del Partido Colorado.

Los blancos eran más numerosos en el interior y los colorados en Montevideo, como una herencia de la Guerra Grande (1839-1851); pero ambos partidos eran “policlasistas”, como se diría luego. Contaban entre sus líderes a los más bastos caudillos y a los más garbosos intelectuales ciudadanos, seguidos por una tropa variopinta de peones rurales, ganaderos medianos y pequeños, empleados de comercio, estudiantes o vagabundos.

Los blancos hicieron política con las armas, en reclamo de transparencia electoral y cuotas de poder, una “patria para todos”. Y también, en parte, realizaron los actos postreros de una cultura moribunda: una reivindicación de la liberad anárquica del gauchaje, que agonizaba ante el brazo cada vez más poderoso del Estado, la moderna explotación rural y el alambramiento de los campos.

La interminable sucesión de guerras durante el siglo XIX, desde las invasiones inglesas a los conflictos civiles, y las duras faenas cotidianas de la ganadería formaron una cultura que mezcló al hombre civil con el gauchaje y sus hábitos de sangre, y una arrabalera “secta del cuchillo y del coraje”, al decir de Jorge Luis Borges.

Las guerrillas ecuestres de los blancos no eran muy diferentes a las del artiguismo, lideradas por hombres de campo, hacendados y baqueanos sin instrucción militar formal, del tipo de Fructuoso Rivera, Juan Antonio Lavalleja y muchos otros, incluyendo al propio José Artigas.

Algunos cronistas de las revueltas del Partido Nacional de 1897 y 1904 —desde Javier de Viana a Eduardo Acevedo Díaz, pasando por Luis Alberto de Herrera— describieron aquellas “patriadas” como interminables marchas a caballo, en ocasiones alegres y confiadas, y muchas veces penosas y funestas, alimentados eventualmente con yerba mate y carne vacuna asada sin sal.

Para muchos milicianos las revueltas se iniciaban casi como una jarana, una fiesta del valor y la camaradería, con su promesa de “aire libre y carne gorda”, como un gesto de resistencia antes de aceptar la decadencia y próxima desaparición del tipo gauchesco; las últimas muestras del “predominio del soberbio cuchillero de pulpería sobre el paisano reservado y solícito”.

Sobre el 900 había más de cuarenta mil peones de estancias, miles de pobladores de rancheríos, unos veinticinco mil pequeños propietarios rurales y decenas de miles de empleados en la agricultura, además de otras decenas de miles de estancieros y sus familias, como los Saravia (1). A ellos se sumaban muchos milicianos voluntarios de Montevideo y otras ciudades, desde universitarios a empleados de comercio e industrias.

El compositor y poeta Osiris Rodríguez Castillo (1925-1996), una de las grandes figuras de la cultura popular uruguaya del siglo XX, lo describió de este modo:

La llaman La Galponera
y es milonga de fogón,
que lo mismo vive a monte
si le niegan el galpón.
La arrastró la montonera,
cuando el llano corcoveó,
y hubo un ñudo de orientales,
lanza, trabuco y facón.
Fue capataz de sargento,
de comandante, el patrón,
y los peones de melicos...
¡salga de ahí, si era un primor!

Pero después de la bulla inicial, en cuanto llegaban las derrotas y el invierno con sus interminables miserias, las filas de los rebeldes enflaquecían grandemente, lo mismo que las del gobierno.

Tensiones sociales y respuestas carismáticas

La segunda mitad del siglo XIX, que ciertos historiadores llaman de la Primera Globalización, coincidió con cambios sustanciales de la sociedad uruguaya, debido a la inmigración masiva, el arribo de la revolución industrial y tecnológica, y el creciente desarrollo del sector agropecuario y de las ciudades.

Las rivalidades políticas se canalizaron a veces por la vía institucional, y muchas otras de manera autoritaria, como durante el Militarismo, o bien por la violencia, como ocurrió durante la revolución de las Lanzas (1870-1872), la revolución Tricolor (1875), la revolución del Quebracho (1886) y las revueltas saravistas de 1896-1897 y 1904.

El largo predominio del Partido Colorado y las deficiencias del sistema electoral, poco contemplativo con las minorías, contribuyeron a mantener vivo, en el seno del Partido Blanco, luego llamado Partido Nacional, el mito de las “patriadas” y las pruebas del valor.

Entre esas complejidades de la modernización estuvo “la presencia de mitos competitivos, como el mito del progreso —la panacea ofrecida por el capitalismo, el industrialismo, el racionalismo y la ciencia— […] y el mito de las patriadas, tanto en el discurso como en la práctica”, escribió el historiador estadounidense John Charles Chasteen. “Las tensiones sociales a menudo alientan respuestas carismáticas” (2).

El Partido Blanco, gestado en 1836 como fracción detrás de caudillos fundacionales como Manuel Oribe y Juan Antonio Lavalleja, y su contrario y enemigo militar, el Partido Colorado de Fructuoso Rivera, son dos de los más antiguos del mundo, junto al Partido Conservador británico, o Tory, y el Partido Demócrata de Estados Unidos.

La extraordinaria antigüedad de los partidos originales de Uruguay, que aún subsisten, es una verdad y también, en parte, un mito. Cuando se gestaron las divisas blanca y colorada para diferenciarse durante la batalla de Carpintería, el 19 de setiembre de 1836, no eran partidos en el sentido moderno del término sino bandos o facciones unidas en torno a personas más que a ideas. Los dos partidos orientales comenzaron a diferenciarse más claramente por ideas durante la Guerra Grande (1839-1851): federales contra unitarios, europeístas o liberales versus nacionalistas.

En 1887 el Partido Blanco adoptó formalmente el nombre de Partido Nacional, entonces liderado por figuras como Alfredo Vásquez Acevedo, rector de la Universidad de la República, o Juan José de Herrera, padre de Luis Alberto de Herrera (y por tanto ancestro directo de dos presidentes de la República: Luis Lacalle Herrera y Luis Lacalle Pou) (3).

La representación de las minorías

Con la Paz de Abril de 1872, un armisticio que puso fin a la interminable revolución de las Lanzas (ver capítulo 31 de esta serie), los blancos obtuvieron del gobierno del colorado Tomás Gomensoro el compromiso verbal y discreto de que controlarían la administración de cuatro departamentos de los 12 que Uruguay tenía entonces.

Fue una forma primitiva pero eficaz de coparticipación de las minorías del Partido Blanco en el gobierno, aunque fuese bruta e informal, que contribuyó a la paz entre facciones políticas.

Entonces solo votaban los hombres propietarios y letrados, el sufragio no era secreto sino “cantado” y quien obtenía la mayoría se aseguraba una representación sobredimensionada, a costa de las minorías.

Después del Militarismo (1876-1890), los gobiernos “civilistas” de los colorados Julio Herrera y Obes y Juan Idiarte Borda inauguraron una era de presiones y fraude sistemático que alejó toda posibilidad de una victoria electoral de sus opositores, y de la implantación del voto secreto y la representación proporcional.

La tesis de Herrera y Obes de la “influencia directriz”, que pretendía que las autoridades salientes señalaran a sus sucesores, y la comisión de los fraudes más escandalosos que el país conociera fueron el resultado de la visión negativa que su sector patricio, el “colectivismo”, tenía respecto a la creciente incidencia de los inmigrantes y otros segmentos populares. La reacción a ese estado de cosas promovió, por un lado, el creciente liderazgo de José Batlle y Ordóñez dentro del mismo Partido Colorado; y por otro, el alzamiento de las guerrillas del Partido Nacional en el interior del país en 1896 y 1897 detrás de Aparicio Saravia (4).

El sentido épico de los blancos había renacido por la prédica de algunos intelectuales, en particular Eduardo Acevedo Díaz (5), pese a que los fracasos de la revolución Tricolor (1875) y de la revolución del Quebracho (1886) parecían demostrar que civiles armados ya no podían desafiar a tropas de línea del gobierno, mejor entrenadas y con armamento moderno, incluidos fusiles de repetición y ametralladoras.

Paralelamente, como fuerza en sentido contrario, la inmigración masiva ocurrida entre las décadas de 1850 y 1880 estaba cambiando sustancialmente la base socioeconómica y cultural del país. Surgió una nueva clase media y alta de inmigrantes nuevos ricos, que comenzó a disputar el predominio a la antigua clase alta patricia. Esa “presencia extranjera fue un factor creciente de estabilidad”, escribió el historiador Alcides Beretta Curi, “pues eran ajenos a las banderías” originales, blancas y coloradas, y preferían labrarse un futuro por sí mismos (6).

El 5 de marzo de 1897 dos columnas de milicianos blancos ingresaron a Uruguay: una por Aceguá, liderada por Aparicio Saravia, y otra por Puerto Sauce (hoy Juan Lacaze), al mando de Diego Lamas para iniciar una revuelta. Tras incorporar hombres durante sus marchas, los blancos consiguieron un clamoroso éxito sobre el arroyo Tres Árboles, en el departamento de Río Negro, el 17 de marzo, y sufrieron una derrota dos días más tarde en Arbolito, Cerro Largo, que transformaron en leyenda por la muerte del temerario Antonio Floricio Saravia, Chiquito, hermano de Aparicio.

Después de la batalla de Cerros Blancos, en Rivera, el 14 de mayo, la “revolución del 97” se convirtió en una larga correría, en la que el Ejército del gobierno persiguió sin éxito, con periódicas escaramuzas, a entre mil quinientos y dos mil quinientos jinetes rebeldes. La situación dio un giro dramático a fines de agosto, cuando un joven despachante de comercio asesinó al presidente Idiarte Borda.

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(1) El Uruguay del novecientos, de José Pedro Barrán y Benjamín Nahum (Tomo 1 de la serie Batlle, los estancieros y el Imperio Británico), Ediciones de la Banda Oriental, 1979.

(2) Héroes a caballo – Los hermanos Saravia y su frontera insurgente, de John Charles Chasteen, Biografías Aguilar/Fundación Bank Boston, 2001.

(3) Ver artículo del autor titulado “Una estirpe política gestada en tiempos de la independencia” en el diario El Observador del sábado 30 de noviembre de 2019.

(4) Parte de estos textos provienen de La enciclopedia de El País, en 16 tomos, diario El País, 2011.

(5) Eduardo Acevedo Díaz (1851-1921) fue un novelista insigne, periodista y político del Partido Nacional de extraordinaria influencia. Era primo hermano de Alfredo Vásquez Acevedo, el rector de la Universidad de la República durante las últimas dos décadas del siglo XIX. En 1870, junto a su hermano Antonio, Eduardo Acevedo Díaz se incorporó a la revolución de las Lanzas, de la que dejó conmovedores testimonios en su correspondencia. Inició su actividad periodística en 1872 y ganó mucha notoriedad; fue perseguido por los gobiernos militares y se exilió repetidamente en Argentina. En 1888 publicó su primer gran éxito editorial, la novela Ismael, seguida por Nativa (1890), El combate de la tapera (1892), Grito de gloria (1893) y Soledad (1894). Estas y otras le dieron un enorme prestigio y le permitieron consolidar su situación económica. En 1895, de nuevo en Uruguay, comenzó una sostenida prédica en procura de un alzamiento del Partido Nacional contra el “exclusivismo” de los gobiernos del Partido Colorado. Participó activamente en la revolución de 1897, fue designado por Aparicio Saravia secretario del Ejército rebelde y tomó parte de las acciones armadas. Se le supone autor de las cartas que Aparicio intercambió con su hermano Basilisio Saravia, que luchaba en filas del gobierno y del Partido Colorado. Pero luego se sintió postergado por el caudillo blanco y se retiró a Argentina. Regresó en 1898 para integrar el Consejo de Estado que formara Juan Lindolfo Cuestas tras su golpe de Estado. Se erigió en la más importante figura civil del Partido Nacional, pero sus relaciones con Saravia, que estaba entonces en su apogeo, se deterioraron rápidamente a partir de 1901. Cuando en 1903 el Parlamento debió elegir un nuevo presidente de la República, él y los legisladores que le eran fieles decidieron el triunfo de José Batlle y Ordóñez, contraviniendo órdenes expresas del Directorio del Partido Nacional. Fue considerado un traidor y expulsado del Partido. En agosto de 1903 Batlle y Ordóñez lo designó enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de Uruguay en México, Cuba y Estados Unidos. Se marchó el 23 de setiembre y nunca más retornó a su patria. Ya en plena guerra civil de 1904, tramitó ante el gobierno norteamericano la llegada de barcos de ese país para neutralizar el apoyo que el presidente argentino Julio A. Roca daba a los revolucionarios (según la convicción de Batlle) y más tarde se desempeñó como diplomático en Brasil, Italia, Suiza, Austria-Hungría y Argentina. Retomó la escritura (Lanza y sable, 1914) y se retiró a la vida privada a mediados de la segunda década del siglo. Falleció en 1921, y en su testamento dejó clara la voluntad de que sus restos no fueran repatriados. (Datos tomados de Diccionario uruguayo de biografías 1810-1940, de José María Fernández Saldaña, Librería Linardi, 1945; y de La enciclopedia de El País, en 16 tomos, diario El País, 2011).

(6) El imperio de la voluntad – Una aproximación al rol de la inmigración europea y el espíritu de empresa en el Uruguay de la temprana industrialización 1975-1930, de Alcides Beretta Curi, Colección Raíces / Editorial Fin de Siglo, 1996.

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