La profunda crisis económica y política de principios de la década de 1870, que derivó en el gobierno de Lorenzo Latorre y el Militarismo (1876-1890), despertó en un sector de la clase dirigente la idea de ensanchar la estructura productiva del país a través del proteccionismo a las manufacturas criollas.
También era una forma teóricamente altruista de recaudar para las arcas públicas; una manera de financiar un Estado en expansión.
Se ha discutido modernamente qué era más importante para quienes hicieron esa legislación aduanera: si proteger la industria o recaudar para el Estado. La mirada más tradicional ha enfatizado la cuestión del proteccionismo, pero otros insisten en destacar el papel de las tarifas como fuente básica de recursos fiscales. En todo caso el proteccionismo era para las industrias que procesaban materias primas nacionales y se dirigían al mercado interno; pues las que procesaban materias primas importadas, o las que estaban dirigidas al mercado externo, aumentaban sus costos y perdían competitividad por los aranceles.
Lo cierto es que varias leyes de esa época encarecieron con aranceles las importaciones de ciertos productos terminados que se producían localmente, o que se podrían fabricar, en tanto se mantuvo relativamente libre la importación de materias primas y maquinarias. Como consecuencia, la industria sustitutiva de bienes de consumo masivo creció a buen ritmo (1).
Un par de decretos-leyes de 1875, particularmente la “ley de Aduanas” del 22 de octubre, fijó diversas protecciones a la industria manufacturera en general, y a la industria gráfica en particular, que se desarrolló muchas veces en torno a medios de prensa. Esas medidas, obras del ministro de Hacienda, el ubicuo Andrés Lamas, y del ministro Guerra y Marina, el ascendente coronel Lorenzo Latorre, significaron el principio del fin de la economía abierta casi de par en par que favoreció la “tarifa Villalba” desde 1861, que fijó seis niveles arancelarios de entre 0% y 22% y provocó un inmediato aumento del comercio exterior (ver capítulo 17 de esta serie).
Andrés Lamas (1817-1891), periodista, diplomático y político del Partido Colorado, fue un hombre particularmente brillante, con intervenciones tan decisivas como cuestionadas, especialmente los tratados con Brasil de 1851, con los que se pagó la intervención que decidió la Guerra Grande y selló la derrota del gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, y del líder del Partido Blanco, Manuel Oribe.
Lamas, amigo y confidente del legendario barón de Mauá, se opuso al golpe de 1875 que dio inicio al Militarismo y participó en la preparación de la fracasada Revolución Tricolor de ese año. Pero cambió de bando poco después, como había hecho en varias otras ocasiones, con su característica ligereza y realpolitik. Aceptó los ministerios de Hacienda y Relaciones Exteriores que le ofreció el presidente golpista Pedro Varela, con el argumento de colaborar para salir de la crisis económica y evitar una guerra civil. El fracaso lo llevó a renunciar en 1876, ya sin apoyos políticos y cuando Lorenzo Latorre se aprestaba a ocupar directamente el poder, librándose de Pedro Varela. Lamas se radicó en Buenos Aires, se dedicó a escribir sobre historia y economía, y murió en la pobreza, pues percibía sólo una pensión que le votó el parlamento uruguayo (2).
Las primeras industrias protegidas
Entre los productos nacionales más protegidos en 1875 se contaron las manufacturas de zinc y bronce, carruajes y vagones de tranvías, monturas y arreos, sombreros, vinos, vinagres, manteca, muebles, baldosas, ladrillos, cigarrillos, calzado, textiles sencillos, ropas, escobas, fósforos y hortalizas, y, sobre todo, ciertos artículos de imprenta y tipografía.
Esa protección, aunque no fue de altas murallas como ocurriría en el siglo XX, facilitó la producción nacional de vestimentas, calzado, harinas, vinos, muebles, impresos y cigarrillos.
Entre muchos industriales surgidos de la masa de inmigrantes, en general de origen humilde aunque apegados al trabajo duro y a la “moral del ahorro”, destacaron los gallegos Juan Abal (fábrica de cigarrillos desde 1877) y Antonio Barreiro y Ramos (librería e imprenta, 1871), los italianos Domenico Basso (horticultura, 1875), Giosué Bonomi (barracas, establecimientos comerciales e industriales, desde 1850), Cavajani (panadería y molino, 1886), Buonaventura Caviglia (carpintería y fábrica de muebles desde 1872, luego banquero y agroindustrial), Agostino Deambrosis (jabón y velas, 1863), Nicoló Peirano (molinos, 1882, y descendientes banqueros) y Lorenzo Salvo (almacén y tienda en 1867, luego industria textil), los catalanes Pedro Compte (galletitas y licores, 1889) y Francisco Vidiella (vitivinicultura desde mediados de la década de 1870), el navarro Gregorio Aznárez (arroz, producción de azúcar, 1891), el vasco Juan B. Bidegaray (carpintería y fábrica de artículos rurales, desde 1868), el francés Jules Mailhos (tabacos, 1880) o los prusianos Strauch (fábrica de creolina y sarnífugos, desde la década de 1880) (1) (3).
Buena parte de los depósitos, talleres y fábricas se instaló en el barrio de La Aguada, Montevideo, donde aún había terrenos a precios accesibles y a la vez cercanos al puerto, a las líneas de ferrocarril y al Centro de la capital. Los establecimientos también se extendieron hacia Bella Vista, Reducto y Capurro, en tanto las industrias más contaminantes o malolientes, como curtiembres, saladeros y graserías, se radicaron en el Cerro, Maroñas, Nuevo París, Pantanoso o Pueblo Victoria (La Teja) (3).
De todos modos la ley de Aduanas de octubre de 1875 mantuvo las exoneraciones usuales, ya vigentes, para la importación de libros, alambre para cercos, arados, máquinas a vapor, útiles de agricultura, y máquinas y materias primas para curtiembres y producción cervecera. (En 1879 y 1880 incluso se gravó la importación de máquinas y herramientas agrícolas, con la esperanza de que se produjeran localmente, aunque a mayor precio que las extranjeras).
Alambrados y alambradores en Uruguay
El alambrado comenzó a utilizarse en Inglaterra, y desde mediados del siglo XIX, en Estados Unidos, Nueva Zelanda, Australia y Argentina.
La introducción masiva del alambre y el alambrado en Uruguay gestó una serie de oficios —alambradores, transportistas— y pequeñas industrias asociadas: llaves, palas, máquinas, postes, piques. Muchas personas pasaron a depender de esas tareas pues el proceso de alambrar campos, una obligación legal, fue repentino y generalizado.
Los pioneros del alambrado en Uruguay, en la década de 1850 y 1860, fueron David Silveira, en Soriano, Eduardo Mac Eachen y José Buschental, en San José, Richard Bannister Hughes, en Paysandú, Robert Young, en Soriano y Río Negro (entonces parte del departamento de Paysandú), así como los hermanos Stirling, Young y Wendelstadt, en la misma zona (4). Casi todos eran inmigrantes ingleses, franceses y alemanes, y se sirvieron de los alambrados, que habían conocido en sus países de origen, para criar lanares finos o para hacer agricultura.
Hasta entonces la mayoría de los campos en Uruguay no se delimitaban, o se hacía sólo en parte, con cursos de agua, cercos de piedras, zarzas, tunas, maderas, promontorios de tierra o zanjas.
Otro pionero del alambrado en Uruguay fue Carlos Genaro Reyles (1825-1886). Nació en San Carlos, hijo de un inglés venido con las invasiones de 1807 llamado Genario Rahile, o Raleigh, y se inició como un modesto tropero. Enriqueció durante la Guerra Grande, trasegando enormes cantidades de ganado vacuno de un lado a otro de la frontera con Brasil, a las órdenes del riquísimo comendador Domingo Faustino Correa, conde de Porto Alegre, de quien fue capataz, administrador de sus bienes rurales y por fin, en 1877, cuando éste fue asesinado, su albacea y heredero. Reyles fue caudillo del Partido Colorado, jefe político de Tacuarembó, diputado y senador. Llegó a poseer 105.000 hectáreas de campo en los departamentos de Tacuarembó y Durazno, a ambos lados del río Negro, incluida la célebre estancia “El Paraíso”, que terminaría comprando a su hijo el inmigrante vasco Santiago Bordaberry en 1916. Sus campos incluían pulperías, escuelas, grasería y jabonería, tambo, quesería y una constelación de pequeñas industrias rurales. La calidad de su rodeo se hizo célebre; introdujo nuevas razas, fue pionero en la instalación de alambrados y generalizó el mestizaje, hasta el punto de que se hablaba de “los ganados de Reyles”. Se convirtió en uno de los hombres más acaudalados de su tiempo, pese a que siempre mantuvo grandes deudas bancarias e hipotecarias (los ricos suelen endeudarse tanto o más que los pobres). Fue padre del escritor Carlos Reyles (1868-1938), quien perdió casi toda esa fortuna (2).
La importación de alambres para cercos, y en consecuencia el alambramiento de los campos, creció de manera vertical en Uruguay a partir de 1876. El Código Rural vigente desde ese año obligó a delimitar las parcelas. Además, la producción ovina, el mestizaje bovino y la agricultura requerían más y mejores cercos, que el alambre facilitó (ver capítulo 34 de esta serie).
Cercar con alambre todo el país, en muy pocos años, fue una inversión gigantesca, aunque también valorizó los campos, redujo el abigeato y contribuyó a aumentar la productividad. A la vez, al menos en el corto plazo, provocó desempleo y miseria entre peones, puesteros y agregados, pues sustituyó trabajo humano, al modo de casi todas las innovaciones tecnológicas y los procesos de cambio rápido, y también entre familias que vivían de la ganadería nómade y sin tierra propia. Era un tipo de población particularmente frágil, sin muchas posibilidades de reinventarse para nuevas tareas en los pueblos del interior del país.
Los primeros alambradores fueron inmigrantes europeos, que ya conocían la técnica, especialmente vascos. El inglés Arthur Hall, quien crio ovejas y fue molinero de trigo en San Jorge, Durazno, escribió: “Afortunadamente más o menos en aquella época (década de 1870), los vascos emigraban al país. Eran de los mejores colonizadores que ha tenido. No eran jinetes, pero sí buenos pastores y hacían cercos. La mayoría de ellos, hombres forzudos” (4).
Utilizaban alambre inglés, alemán, estadounidense, belga o francés, y postes de coronilla de los bosques del río Negro y otros cursos fluviales, o de ñandubay y quebracho importado de Argentina, así como postes de piedra.
El paisaje rural cambió para siempre
Junto al alambre llegaron gradualmente los molinos de viento, para extraer agua, los tanques australianos, las chapas galvanizadas para techos de viviendas y galpones, las praderas artificiales, el eucalipto australiano para refugio del ganado y ornamentación, que había comenzado a aclimatar en 1851 el anglogermano Thomas Thomkinson en su quinta del Paso de la Arena, en las afueras de Montevideo.
El paisaje rural de Uruguay, como el de América del Sur, cambió para siempre.
El historiador británico Hugh Thomas señaló que el cercamiento masivo de los campos, y el radical mejoramiento de la producción agropecuaria, sólo fue posible a partir de la década de 1860, cuando Estados Unidos y Gran Bretaña comenzaron a producir alambre barato, hasta entonces un lujo, y luego también alambres de púas. Como consecuencia se produjeron cambios decisivos en la tenencia de la tierra en el mundo de mayor desarrollo relativo.
Al cercamiento de los campos en Inglaterra “dedicó Karl Marx algunos de sus más conmovedores párrafos, aunque sin demasiada objetividad”, señaló Thomas. “El movimiento que llevó a cercar los campos marcó el final de la agricultura colectiva basada en la tradición y el comienzo de un sistema individualista” (5).
(1) Ver La enciclopedia de El País, en 16 tomos, diario El País, 2011.
(2) Datos biográficos e históricos tomados de Diccionario uruguayo de biografías 1810-1940, de José María Fernández Saldaña, de Librería Linardi (1945), y, en particular, de Gran enciclopedia del Uruguay (en 4 tomos, diario El Observador, 2002) y La enciclopedia de El País (16 tomos, 2011).
(3) El imperio de la voluntad – Una aproximación al rol de la inmigración europea y el espíritu de empresa en el Uruguay de la temprana industrialización 1975-1930, de Alcides Beretta Curi, Colección Raíces / Editorial Fin de Siglo, 1996.
(4) Historia rural del Uruguay moderno 1851-1885, tomo I, de José Pedro Barrán y Benjamín Nahum, Ediciones de la Banda Oriental, 1967.
(5) Una historia inacabada del mundo, de Hugh Thomas, en dos tomos, Mondadori, 2001.
Próximo capítulo: En sus inicios, el proteccionismo pareció una forma fácil de recaudar y crear industrias
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