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El nacimiento del Uruguay moderno

Nacimiento del Uruguay moderno (57)

El ciclo trágico de Aparicio Saravia y de los héroes a caballo

¿Representaban un pasado muerto, o defendieron otro país posible, más equilibrado en sus dos ingredientes básicos: lo rural y lo urbano?

22.05.2025 09:30

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2025-05-22T09:30:00-03:00
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Por Miguel Arregui
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El 25 de agosto de 1897 el joven Avelino Arredondo esperó al séquito presidencial que salía de un Te Deum en la catedral de Montevideo por la calle Sarandí hacia el Cabildo, la sede del Poder Legislativo. Sobre las 14:30, frente al Club Uruguay, disparó su revólver a quemarropa contra el presidente de la República, Juan Idiarte Borda, quien murió casi en el acto.

Arredondo se salvó apenas de que lo lincharan y fue puesto en prisión. Lo defendió Luis Melián Lafinur, tal vez el penalista más prestigioso de ese tiempo sin que pudiera saberse a ciencia cierta quién pagó sus servicios (aunque se supone que fue José Batlle y Ordóñez, un líder colorado emergente, rival de Idiarte Borda en la interna partidaria). Batlle y Ordóñez lo visitó en la cárcel, se fundió con él en un abrazo y lo hizo describir en su diario El Día como un mártir de la libertad. Salió de la cárcel en agosto de 1903 y Batlle y Ordóñez, por entonces presidente de la República, le dio un puesto público en la Aduana (1).

Una polémica oscura de la historia nacional es si Arredondo actuó solo, por convicción íntima, o si fue el brazo ejecutor de una voluntad más alta. Idiarte Borda, en tanto, ha sido el único presidente de Uruguay asesinado mientras ejercía el cargo. Bernardo P. Berro y Venancio Flores, asesinados el 19 de febrero de 1868, ya habían regresado al llano.

Juan Lindolfo Cuestas, presidente del Senado y sucesor de Idiarte Borda, de inmediato convino con los rebeldes de Aparicio Saravia el Pacto de La Cruz, firmado el 18 de setiembre. El gobierno del Partido Colorado volvía a prometer una profunda reforma del sistema de elecciones y concedía al Partido Nacional, por acuerdo verbal, seis de las diecinueve jefaturas políticas, el máximo cargo departamental, que por entonces era designado por el presidente: Cerro Largo, Treinta y Tres, San José, Flores, Rivera y Maldonado (2).

El 19 de setiembre la Asamblea General aprobó el Pacto de La Cruz con el único voto en contra del expresidente Julio Herrera y Obes, ideólogo del “colectivismo”, quien reprochó: “Hacen la paz porque no han sabido hacer la guerra”, y predijo con acierto que aquello sería una tregua entre dos guerras.

Para impedir que el sector “colectivista”, que tenía la mayoría parlamentaria, impusiera su candidato, el 10 de febrero de 1898 Cuestas dio un golpe de Estado, disolvió las cámaras y designó un Consejo de Estado integrado por 58 colorados, 24 blancos y seis representantes del Partido Constitucional. Incluyó a figuras de prestigio como José Batlle y Ordóñez, Pedro Figari, Gonzalo Ramírez, Juan José de Herrera, Aureliano Rodríguez Larreta, Justino Jiménez de Aréchaga y Eduardo Acevedo Díaz.

Ese Consejo de Estado aprobó una ley de Registro de Estado Civil y una nueva ley de Elecciones. También estableció una primera representación de las minorías: un tercio de las bancas en disputa si se llegaba al 25% de los sufragios emitidos. Pero los fraudes persistirían debido al voto público o “cantado” y a las presiones policiales o caudillescas.

El Consejo de Estado se disolvió el 15 de febrero de 1899, cuando asumió un nuevo Parlamento electo de acuerdo a las leyes, aunque siempre pendiente de los acuerdos entre los dos bloques de poder: los blancos en armas y el gobierno del Partido Colorado.

“Los límites del Uruguay son: por el norte Aparicio Saravia; por el sur Juan Lindolfo Cuestas; por el este una lengua del Brasil que se bebe la laguna Merín y por el oeste una garra de la República Argentina que se ha posesionado de Martín García”, escribió con sorna el poeta Julio Herrera y Reissig en su Epílogo wagneriano a “La política de fusión” (1902).

Ese precario equilibrio se rompería seis años más tarde con la guerra civil de 1904, mucho mayor, más sangrienta y decisiva, que estalló por una disputa en el departamento de Rivera, cuya jefatura política correspondía a los blancos.

Primer Regimiento de Infantería en Montevideo formado en la plaza Independencia, frente al célebre café Tupí Nambá, c. 1904. Foto: Centro de Fotografía de Montevideo.

Primer Regimiento de Infantería en Montevideo formado en la plaza Independencia, frente al célebre café Tupí Nambá, c. 1904. Foto: Centro de Fotografía de Montevideo.

La estrategia de Saravia

Aparicio Saravia da Rosa (1856-1904), estanciero y guerrillero de ascendencia brasileña, firmemente asentado en la región noreste de Uruguay, se convirtió a fines del siglo XIX en el más importante caudillo militar de los blancos desde tiempos de Timoteo Aparicio y su revolución de las Lanzas de 1870-1872.

Los tiempos ya eran muy otros. Desafiar militarmente al gobierno en un pequeño país llano e integrado, en tiempos de telégrafo, ferrocarril, alambrados, fusiles de repetición y ametralladoras, con productores rurales más deseosos de multiplicar sus vacunos y esquilar sus ovejas que de desafiar al Ejército, requería, ciertamente, un gran talento guerrillero (3).

Más que un general, Saravia era un baqueano: un líder astuto y corajudo, además de carismático y conocedor del medio geográfico y de la mentalidad de sus hombres, que lo veneraban. Fue “un caudillo de corte viejo por la ingenuidad de sus virtudes clásicas”, escribió Luis Alberto de Herrera, quien lo trató íntimamente a partir de la revolución de 1897 (4). Muy otra fue la apreciación de Eduardo Acevedo Díaz, un intelectual urbano que lo siguió en 1897 y lo abandonó luego, para respaldar a José Batlle y Ordóñez. Es “un pobre gaucho engreído y camorrista”, escribió en 1904, y sus seguidores “no son soldados: son turbas” (5).

La caballería y los lanceros conservaron un gran valor simbólico, incluso entre las tropas del gobierno en la campaña. Pero las revueltas saravistas, los últimos corcovos del Uruguay rural y gauchesco, desde la batalla de Tres Árboles el 17 de marzo de 1897 hasta la batalla de Masoller el 1º de setiembre de 1904, fueron resueltas por rifles Mauser, Remington y Winchester, y por las ametralladoras del gobierno, no por las lanzas, salvo episodios tan legendarios como minúsculos.

La estrategia de los rebeldes consistía en marchar sin descanso, combatir de vez en cuando, muchas veces con tácticas de guerrilla, y durar, de tal modo que el desorden en la campaña —atracción de miles de peones y pequeños propietarios, expropiación de caballadas, quema de postes y piques, cortes de alambrados, hurtos y matanza fenomenal de ganado ovino y bovino— resintiera la producción, estimulara la presión de los estancieros y obligara al gobierno a negociar (ver capítulo 31 de esta serie sobre la revolución de las Lanzas de 1870-1872).

“Sólo con caminar, ya estamos ganando —decía Saravia—. Ellos son los troperos y nosotros la tropa, y el tropero es el que paga los gastos”.

Bien avanzado el año 1897 el representante alemán en Montevideo, Mentzingen, escribió a su gobierno: “Esta situación de inseguridad […] repercute en forma paralizante sobre el comercio y el tráfico. Los depósitos aduaneros de Montevideo están repletos con mercaderías que los destinatarios no reclaman, porque, por no poder venderlas, quieren ahorrarse el pago de impuestos. Como consecuencia, hay una notable baja de ingresos para el Estado” (6).

Batlle, un rival a la altura

Tras asumir la Presidencia en marzo de 1903, José Batlle y Ordóñez preparó al Ejército para una guerra contra las milicias del Partido Nacional. Pesaron en ese proceso las viejas desconfianzas entre blancos y colorados, que llevaron a los primeros a aferrarse a una solución eminentemente precaria —el reparto en la administración de los departamentos— porque, en el fondo, no creían en la buena voluntad del presidente de la República, y porque no podían confiar en el sistema electoral. Batlle, por su parte, tampoco eludió el viejo prejuicio de que el partido adversario era levantisco e incontrolable, y expresaba a las fuerzas más retardatarias del país (1).

La guerra civil de 1904, aunque mucho más completa, con ejércitos más numerosos y más sangrienta, pareció una repetición de las luchas de 1897. Los rebeldes marcharon sin cesar durante ocho meses, enfrentaron al Ejército cuando se sintieron fuertes (como en Tupambaé, a costa de unos trescientos muertos y mil seiscientos heridos en ambos bandos), burlaron al gobierno y alteraron la vida política y económica del país. Pero el 1º de setiembre Saravia cayó mortalmente herido en los escabrosos campos de Masoller, en la frontera con Brasil, y el destino dio un vuelco fundamental (ver el primer capítulo de esta serie).

“La figura de Aparicio Saravia me ayudó a entender algo de mí mismo”, narró el historiador estadounidense John Charles Chasteen. “Cuando yo era muchacho, como muchos otros, jugaba a la guerra. Pero, más que ganar, me gustaba morir heroicamente. ¿Qué hay ahí? Saravia encarnaba al hombre común y corriente, al ‘vecino alzado’ que fue capaz de arriesgar su vida y sus bienes por una idea. Es la trascendencia de los intereses personales para unirse a una colectividad más grande. Es algo místico y poderoso. Es también el fundamento del amor romántico, que trasciende los límites de la persona para unirse con otra; o del nacionalismo, que rinde culto a la tumba del soldado desconocido: no sabemos quién es, pero sabemos que es uno de nosotros. Entonces, lo que una parte de los uruguayos siente por Saravia es en realidad un fenómeno universal” (7).

Agonía de Aparicio Saravia en territorio brasileño, setiembre de 1904.

Agonía de Aparicio Saravia en territorio brasileño, setiembre de 1904.

Un caudillo como Saravia “podía liderar personas que no compartían sus intereses económicos”, comprobó al estudiar largamente la frontera uruguayo-brasileña. La gente también combatía por ideas y por conceptos como el honor o el partido. “Me volví un historiador con un enfoque más cultural. La economía no dejaba de influir, pero ellos pensaban en otra cosa cuando fueron a la guerra”.

¿Es el uruguayo un pueblo que vive de sus mitos? “Creo que sí —opinó Chasteen—, en particular si se lo compara con Brasil, donde no hay nostalgia por nada”. Allí parece que todo tiempo por venir será mejor, en tanto en Uruguay todo tiempo pasado fue mejor (7).

La visión histórica colorada ha justificado a Batlle, sosteniendo que la guerra civil de 1904 fue un combate entre el siglo XX, que exigía la normalización institucional, y el siglo XIX, que aún confiaba en los acuerdos verbales y las patriadas. La visión blanca, en cambio, ha subrayado la razón del Partido Nacional, perjudicado por décadas de fraudes electorales, en ceñirse a pactos obtenidos mediante rebeliones, y juzga el conflicto como un choque entre el medio urbano, centralista y estatizador, y las aspiraciones de descentralización de los departamentos del interior. En esa visión, como resumió el historiador Celiar Mena Segarra, de filiación blanca: “Aparicio no encarnaba un pasado muerto, sino otro país posible, más ligado con sus tradiciones y seguramente más equilibrado en sus dos ingredientes básicos —lo rural y lo urbano— que el que luego advino” (1).

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(1) Ver artículos sobre estos temas en La enciclopedia de El País, dirigida por el autor de estos capítulos, y publicada en 16 tomos por el diario El País en 2011.

(2) El jefe político era el máximo cargo ejecutivo departamental creado por la Constitución de 1830 en sustitución de los antiguos Cabildos. Los jefes políticos de cada departamento eran elegidos directamente por el presidente de la República y las Juntas Económico Administrativas electivas de cada departamento. Su responsabilidad era muy amplia: “Le compete todo lo gubernativo del departamento”. Entre estas potestades se encontraba la de encargarse de la realización de las elecciones, lo que le daba una jerarquía política notable. Los jefes políticos, que además tenían potestades o influencias militares y policiales, solían lesionar los sentimientos autonómicos de las diversas regiones del interior del país, por lo que fueron objeto de permanentes conflictos. De ahí que la revolución de las Lanzas de 1870-1872 y la revolución de 1897 culminaran con repartos de jefaturas políticas entre los dos bandos enfrentados. Los jefes políticos fueron suprimidos el 18 de diciembre de 1908, al promulgarse la ley de creación de las Intendencias Municipales. A lo largo del siglo XX e inicios del XXI los intendentes (o los cuerpos colegiados que los suplieron entre 1919 y 1934 y 1952 y 1967) fueron elegidos directamente por los ciudadanos de cada departamento.

(3) Los gobiernos de las décadas finales del siglo XIX utilizaron el ferrocarril para combatir las revoluciones gestadas en el interior. Ya en 1875 el ministro de Guerra, Lorenzo Latorre, utilizó trenes, que entonces no llegaban mucho más allá de Florida, para combatir la revolución Tricolor. Durante las revoluciones de 1897 y 1904 las milicias del Partido Nacional lideradas por Aparicio Saravia solían desplazarse lejos de las vías férreas para dificultar la acción de las tropas gubernistas, que muchas veces se movían en trenes. Los revolucionarios destruyeron tramos de vías y de líneas telegráficas, y el ingeniero Carmelo Cabrera voló algunos puentes en el norte del país. Pero la destrucción no fue sistemática: los ferrocarriles eran un orgullo nacional y resultaban imprescindibles para la población de la campaña. Así, por ejemplo, en marzo de 1897, después de la batalla de Tres Árboles, los blancos liderados por Diego Lamas arribaron a Paso de los Toros con intenciones de volar el gran puente sobre el río Negro que unía el sur y el norte del país; pero desistieron fácilmente a pedido de los lugareños. (Luis Alberto de Herrera, que integraba las fuerzas de Lamas, en su larga crónica Por la Patria describió aquel puente como una maravilla de la ingeniería moderna). El 2 de marzo de 1904 las tropas gubernistas, desplazadas rápidamente por ferrocarril, sorprendieron a los revolucionarios y les infligieron una seria derrota en la batalla de Paso del Parque del río Daymán. En junio de 1904 el jefe gubernista Pablo Galarza recibió refuerzos desde Nico Pérez para su Ejército del Sur que le permitió afrontar la larga y sangrienta batalla de Tupambaé. El 20 de agosto de 1904 los revolucionarios capturaron en la estación Yacuy (parada María) un tren conducido por un italiano al que casi no entendían. A bordo del tren se desplazaron hasta la villa Santa Rosa del Cuareim, actual Bella Unión, que atacaron y tomaron; transportaron en botes desde Argentina a través del río Uruguay una gran partida de armas y luego retornaron a Yacuy en la misma formación. El 21 de agosto el presidente José Batlle y Ordóñez envió todo el Ejército del Sur, al mando de Galarza, en una sola jornada, desde Nico Pérez a la estación Palomas, en Salto, previo paso por Montevideo. Pretendía acorralar a Aparicio Saravia reuniendo los Ejércitos del Norte y del Sur en el departamento de Artigas. Sin embargo el Ejército del Sur, escaso de caballadas y detenido por guerrillas revolucionarias, no llegó a participar de la decisiva batalla de Masoller, que se peleó el 1º de setiembre. (La enciclopedia de El País, 16 tomos, diario El País, 2011).

(4) Por la Patria – La Revolución de 1897 y sus antecedentes, de Luis Alberto de Herrera, en dos tomos, editorial Barreiro y Ramos SA, Montevideo, 1953.

(5) Protestas armadas, de Eduardo Acevedo Díaz, Biblioteca Artigas – Colección de Clásicos Uruguayos, volumen 207, Montevideo 2018.

(6) El imperio de la voluntad – Una aproximación al rol de la inmigración europea y el espíritu de empresa en el Uruguay de la temprana industrialización 1975-1930, de Alcides Beretta Curi, Colección Raíces / Editorial Fin de Siglo, 1996.

(7) Entrevista de Miguel Arregui con John Charles Chasteen: suplemento Fin de Semana del diario El Observador, sábado 26 de junio de 2004.

Próximo capítulo: La democracia debe más a la obstinación opositora que a la generosidad de los gobiernos

Por Miguel Arregui
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