La batalla de Ituzaingó del 20 de febrero de 1827, la principal victoria de argentinos y orientales contra las fuerzas brasileñas, fue una sucesión de errores afortunados, tanto así que se la llamó “la batalla de las desobediencias”. Incluso Juan Antonio Lavalleja, líder de la caballería oriental, riñó con el jefe del Ejército Republicano, Carlos María de Alvear; y días después del triunfo, la tropa se amotinó cuando se le quiso pagar su salario con los desvalorizados billetes del Banco de Buenos Ayres. Podrían ser analfabetos, pero no tontos.

La primera gran inflación al oriente del río Uruguay aconteció en los preámbulos de la independencia, cuando el territorio era manzana de discordia entre Argentina y Brasil; y la última trepada de precios de tres dígitos ocurrió en 1990, cuando se gestó un programa de estabilización y cierta responsabilidad monetaria que aún perdura.

La República Oriental nació sin moneda propia, por lo que durante décadas utilizó la que aceptaran sus ciudadanos. El Banco de Buenos Ayres, creado en 1822 —luego llamado de las Provincias Unidas o Nacional— empapeló el área del Río de la Plata, por lo que las personas huían de su dinero. Hasta la más modesta pulpería solo aceptaba moneda metálica, aunque fuese el depreciado cobre del Banco do Brasil, otro emisor de baratijas.

La emisión de papel moneda por bancos privados que operaban en Montevideo y el litoral norte se inició en 1857, en tanto el peso uruguayo, también lanzado en papel y metálico por instituciones privadas, se creó recién en 1863.

El barón de Mauá, empresario brasileño que tuvo una actuación decisiva en Uruguay, declaró en 1861 que el país “tenía la fortuna de poseer un circulante metálico”, en comparación con el cobre brasileño de bajo valor y el papel de Buenos Aires.

El papel moneda se impuso, dificultosamente, en la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX después de grandes “corridas”, sangre, sudor y lágrimas, y gracias a su respaldo en metálico. Cualquiera que desconfiara de su valor podía ir a la ventanilla del banco emisor a cambiarlo por plata u oro.

La destrucción del peso uruguayo

Pero desde 1914, cuando en Europa estalló la Gran Guerra y Uruguay abandonó el patrón oro, el valor y prestigio del peso quedó a merced de los gobiernos, que apenas tres lustros después lo habían degradado considerablemente. Entonces, en 1931, se estableció el control de cambios, en tiempos de la Gran Depresión mundial y caída de las exportaciones. La indisciplina macroeconómica y monetaria fue notoria a partir de 1950. Desde entonces y hasta 1998, el país padeció una inflación sostenida de dos y tres dígitos: medio siglo de travesía del desierto. Sencillamente, se emitían billetes a raudales para financiar el déficit del Estado.

La inflación es un impuesto encubierto e ilegítimo que utilizan gobiernos frívolos o desesperados.

Desde la década de 1920 hasta hoy (2024) el peso uruguayo se devaluó cuarenta millones de veces frente al dólar estadounidense, una divisa de referencia que tampoco es gran cosa, y menos desde que en 1971 dejó de ser convertible en oro. Pero, pese a su mediocridad, en tiempos tormentosos el dólar estadounidense tiende a sobrevalorarse.

La moneda (que incluye tanto las monedas metálicas, estrictamente, como los billetes de papel respaldados por instituciones privadas o por la autoridad monetaria de los países) es una mercancía como cualquier otra, cuyo precio sube y baja según su cantidad y las apetencias del mercado, y que se acepta como medio de pago de bienes, servicios y deudas. También se utiliza como unidad de cuenta y para ahorro o reserva de valor.

El banco central de un país (Banco de la República, Banco Central, Banco de Inglaterra, Reserva Federal y así) emite la cantidad de dinero que le parece, a él o a su gobierno, y el mercado dice cuánto vale. (Solo una parte de la emisión es física: en billetes y monedas, el resto es dinero virtual en los balances de empresas y bancos). El precio se puede fijar, por supuesto, como se ha intentado millares de veces con tipos de cambio artificiales, pero si no es realista, habrá serios problemas: la creación inmediata de un mercado negro o paralelo, huida del dinero, fuga de capitales, inflación, devaluación.

Qué es la inflación

Cada billete emitido por un Estado representa una pequeña porción de toda la economía del país, y todos los billetes representarían el total de la economía. En el largo plazo, la cantidad de dinero circulante debería aumentar (o disminuir) según la variación del producto bruto nacional (PBI) para que su cotización se mantenga más o menos inalterada. Cualquier emisión por encima del PBI, o de la demanda de las personas, es potencialmente inflacionaria, del mismo modo que un retiro masivo de dinero provocaría deflación (caída perdurable del nivel de precios).

Los gobiernos, como las familias, tienen pocas opciones cuando están gastando por encima de sus posibilidades: o aumentan la recaudación, o bajan los egresos, o toman crédito para cubrir la diferencia. Pero la inflación es un pase de magia tramposo. El gobierno cubre sus déficits con una emisión de dinero que crece más rápido que el conjunto de la economía. Funcionarios, jubilados y proveedores del Estado cobran con billetes recién impresos. La cantidad de dinero aumenta muy por encima de la cantidad de bienes y servicios, lo que provoca inflación, que a su vez licúa el valor real de salarios y pasividades y desata una lucha perpetua por aumentos.

La aplicación de controles, una de las recetas más probadas y fracasadas de la historia, impide que el ajuste se haga a través del aumento de precios —según las reglas del mercado—, sino mediante filas, cuotas, escasez y corrupción sistémica, como ocurre hoy en Venezuela o Cuba, y sucedió en Uruguay entre las décadas de 1950 y 1960, cuando —en el colmo del absurdo— escaseaban hasta la harina de trigo, la carne vacuna y la leche. En teoría los productos son baratos, pero simplemente no existen, salvo en el mercado negro, pues nadie puede vender por mucho tiempo por debajo de sus costos sin entrar en quiebra.

Un impuesto que nadie votó

Una de las causas de la revolución estadounidense de las décadas de 1760 y 1770 fue la aplicación de impuestos sin el voto conforme de los colonos, quienes no tenían representantes en el Parlamento inglés. Ellos establecieron el principio: “No hay impuesto sin representación”.

La inflación obra como un impuesto bastardo: nadie lo votó. Es también una forma de fraude, pues permite a los causantes diluir responsabilidades y atribuirlas a los productores, intermediarios y comerciantes. Los controles de precios son inútiles pues atacan las consecuencias, no sus causas, además de estimular la corrupción y los mercados clandestinos.

Es habitual que países prósperos y con una política monetaria estricta registren deflación durante algunos períodos más o menos breves, como fue el caso de Gran Bretaña en la década de 1920, cuando Winston Churchill era ministro de Hacienda. Él trató de regresar al patrón oro y a la paridad cambiaria de antes de la Gran Guerra, un gran sacrificio de provecho dudoso. Después de cada guerra mundial, Gran Bretaña fue más pobre o quedó en quiebra, por lo que era muy costoso volver atrás el reloj. También hay casos de deflación de largo aliento en economías maduras como la de Japón desde la década de 1990.

Incluso Uruguay registró deflación o caída generalizada de los precios entre 1921 y 1923, durante la depresión que siguió a la Primera Guerra Mundial, y de nuevo en 1932 y 1933. Luego de ambos ajustes, la economía inició su recuperación. Los ejemplos de inflación son mucho más abundantes.

Décadas con más de 50% de inflación anual

Desde 1935, rota la conexión histórica con las reservas en oro, los gobiernos uruguayos comenzaron de a poco a relajar la disciplina monetaria, con el fin de expandir el gasto público y estimular la economía, o simplemente hacer clientelismo político. Desde la década de 1950, y sobre todo a partir de 1962-1963 (cuando se relajó la disciplina impuesta en 1959 por Juan Eduardo Azzini), la emisión se utilizó para cubrir grandes déficits fiscales. El resultado fue la estanflación: una mezcla de estancamiento económico con inflación, y permanentes conflictos por ingresos y reajustes.

Durante casi todo el siglo XX, cuando diversos gobiernos envilecieron la moneda uruguaya, la inflación promedio anual superó el 30%. La peor etapa ocurrió entre 1951 y 1991: un promedio de 50% cada año. En el último cuarto de siglo el promedio bajó a 8,1% anual, aunque sigue estando muy por encima del promedio mundial (mucho mejor que Argentina, ciertamente, pero peor que Brasil o Chile).

No hay que confundir inflación, que es un fenómeno constante y generalizado, con salto de precios, que es un evento efímero y responde a la trepada abrupta de uno o varios bienes y servicios: una mala cosecha de frutas y verduras, un aumento de impuestos aduaneros. En este caso, los precios relativos sufren un reacomodo y luego permanecen más o menos constantes.

Un ejemplo clásico de “salto de precios” es el que provocó en todo el mundo el shock petrolero de 1973-1974, cuando el valor del barril se multiplicó por cuatro tras la guerra árabe-israelí. Otros shocks petroleros se produjeron en 1979, entre 1999 y 2008, y de nuevo entre 2009 y 2013.

Casos extremos: hiperinflación

Se habla de hiperinflación cuando la subida del nivel de precios es muy rápida y constante, como ocurrió en Venezuela hasta el año pasado. También Argentina, Brasil, Perú, Bolivia, Chile, Nicaragua y otros países de la región han padecido grandes inflaciones provocadas por la enorme emisión de dinero para cubrir presupuestos sin financiamiento.

La inflación superó el 3.000% en Argentina en 1989, en la etapa final del gobierno de Raúl Alfonsín, y fue más alta aún al año siguiente, en los inicios de la gestión de Carlos Menem. Las personas cobraban sus salarios y corrían hacia los supermercados para ganarle unos minutos al remarque de precios. La crisis provocó una suerte de locura colectiva: licuación de salarios y pasividades, quiebras, incremento vertical de la pobreza, desempleo, default de la deuda pública y la entrega anticipada del gobierno.

El fenómeno fue igual o aún peor en Brasil durante los gobiernos de José Sarney y Fernando Collor de Melo. En 1989 la inflación trepó a 2.000% —otras fuentes sostienen que se acercó a 5.000%—, y a 2.500% en 1993 —otros dicen que hasta 7.000%—. Las cosas simplemente desaparecieron de los estantes, pues nadie conocía su valor.

Esas cifras de Argentina y Brasil, incluso muy altas, fueron nada comparadas con la “hiper” alemana de 1921-1923. Entre julio y octubre de 1923, el Papiermark padeció una inflación de 56.000.000.000%. Entonces la economía se desmonetizó: las personas abandonaron el dinero y recurrieron al trueque. Al iniciarse el año 1923 el dólar estadounidense valía 17.972 marcos, y el 20 de noviembre costaba 4.200.000.000.000 marcos. Es difícil solo imaginar tamaña locura.

La República de Weimar, que siguió a la caída del káiser, heredó una moneda depreciada durante la guerra y una economía en quiebra. La impresión de papel moneda se volvió frenética para pagar el presupuesto nacional y las “reparaciones” de guerra que por el Tratado de Versalles de 1919 se impusieron a los vencidos.

Los demagogos y las turbas

Las cosas estaban bastante mejor en 2009 en Zimbabue, la antigua Rodesia del Sur, donde la inflación, según cifras oficiales, era del 160.000% antes de que la moneda local se extinguiera.

En Alemania en 1923, algunas personas utilizaban carretillas para transportar el papel necesario para las simples compras del día. Entre la derrota militar, la hiperinflación, la ruina de empresas, el desempleo y la miseria, la vida se puso demasiado difícil.

Las hiperinflaciones siempre, sin excepción, son causadas por un gran aumento de la cantidad de dinero circulante. Llega un momento en que la inflación se alimenta a sí misma, como una gran hoguera provoca los vientos que la avivan. En medio del caos, las expectativas pueden aumentar el nivel de precios por encima de la emisión de papel, pero no podrán sostenerlo mucho tiempo si la oferta monetaria se contrae.

Los demagogos y las turbas responsabilizaron a los agiotistas, a los comerciantes, a los judíos. La opción de los gobernantes era asumir su propia responsabilidad, pero eso no ocurre jamás. Adolf Hitler, quien ese mismo año intentaría tomar el poder mediante un putsch, atacó directamente a la República de Weimar: “El propio Estado se ha convertido en el mayor estafador y ladrón”. Muchos jóvenes engendraron un odio completo hacia los liberales y se abrazaron a los nazis o a los comunistas. Los nazis se harían con el poder más adelante, durante la Gran Depresión mundial.

El récord mundial de hiperinflación fue alcanzado en 1946 en Hungría —después de la Segunda Guerra y antes de la instauración del comunismo soviético— cuando llegó a 41,9 trillones por ciento, con un promedio mensual de 19.800%. A esa tasa, los precios de los productos se duplicaban cada quince horas, y como consecuencias llegaron la ruina y la parálisis económica, el fin de la moneda o “desmonetización”, el caos político, la violencia; todo esto caldo de cultivo para extremistas. Las personas se sienten tan inseguras que se aferran a cualquier clavo ardiente si representa estabilidad.

Lecciones de la historia

La sociedad estará más que dispuesta a aceptar una gran reforma monetaria que incluso cree una nueva moneda y que contenga un severo ajuste, con mayor recaudación impositiva y menos gasto, para cerrar la brecha. También puede quedar postrada y proclive a regímenes totalitarios.

En estos tiempos de inflación moderada, en que los pueblos están más informados y los gobiernos no son tan impunes para corromper la moneda, campea, sin embargo, el desconocimiento. Quizá la más grande lección de la historia es que nadie aprendió las lecciones de la historia, señaló Aldous Huxley.

(*) Este capítulo fue publicado por el autor en su blog de El Observador el 11 de octubre de 2017, dentro de la serie Una historia del dinero en Uruguay.

Próxima nota: La primera inflación la trajo Lavalleja en 1825.