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Contenido creado por Paula Barquet
El columneador
Julio Cortázar. Foto: Dani Yako para el diario Clarín (1983)
OPINIÓN | El Columneador

Los tiempos cuando quisimos ser Cortázar, y terminamos siendo nosotros

Se cumplieron 40 años de la muerte de Julio Cortázar, escritor que inventó mundos en los que la vida se sintió tema eterno.

Por Eduardo Espina
cadelices@yahoo.com

01.03.2024 11:46

Lectura: 12'

2024-03-01T11:46:00-03:00
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Cuando estaba terminando el liceo descubrí que, si las palabras me acompañaban, podía llegar a ser escritor. Para dar el puntapié inicial, únicamente necesitaba escribir una primera frase genial. Hasta una cortita, tipo haiku junior, servía. Un día, que debió haber sido jueves, me animé a poner a prueba mis aspiraciones. ¿Sería cierta la percepción que tenía respecto a mi capacidad para usar con mediana exactitud el lenguaje, o todo era una mera ilusión de estudiante de liceo? En un momento de epifanía, se me apareció la certeza eterna de que la imaginación da para absolutamente todo. Su generosidad es ejemplo de filantropía. Por consiguiente, para no quedarme en aspiraciones del momento, envié a un concurso literario para adolescentes un cuento y un poema firmados con seudónimo. Dato muy importante: la participación incluía la posibilidad de ganar una respetable suma de dinero. Aunque hubiera sido poco respetable, habría participado igual. El objetivo era poner a prueba mi ego en vías de desarrollo y, en caso de ganar, alimentarlo con un masaje espiritual en moneda nacional.

Pasaron las semanas y me olvidé del asunto. Hasta que un día recibí una carta con una buena noticia, y una que no. La buena era que había ganado el primer premio en poesía. A la mala la pueden imaginar. Me otorgaron el primer premio por un poema que con el paso del tiempo me pareció muy malo; tan malo, que nunca lo he incluido en mi currículo. Para peor, a la joven a la cual con malos pensamientos se lo dedicaba terminó casada con un tipito que no tenía la menor idea de lo que era un poema, ¡y lo difícil que es escribirlo! Al poema, acompañado de los recuerdos negativos de aquella época, lo incineré a modo de expiación y desenamoramiento. La carta nada informaba respecto a por qué habían elegido mi poema —si los errores de los demás vienen acompañados de plata para mi bolsillo, bienvenidos—, pero me informaba, ‘amablemente’ como el tango cantado por Edmundo Rivero, que en forma unánime y categórica el jurado consideraba que las influencias que mi cuento tenía de Julio Cortázar eran tan evidentes, que había sido eliminado en la primera ronda. Nunca más en la vida volví a escribir cuentos, pero seguiré escribiendo poesía hasta incluso después de morir. El descubrimiento de mi gran pasión por las palabras me dejó con la boca abierta. Imaginar es una forma de ganarse la vida.

No hay mejor elogio para un escritor que alguien lo plagie. Mi cuento no era plagio. Era un homenaje excesivo. Quizá se me fue la mano. A los 14 años uno quiere ser como los ídolos que admira: Alberto Spencer, Jack Nicholson, Rimbaud, o Cortázar. A diferencia de lo que me había pasado con la prosa, comencé a escribir poesía porque no quería ser nadie, aunque terminé siendo yo en mí mismo. Más de uno me ha plagiado, y yo les he escrito para agradecerles. En ese aspecto, las cosas no podrían haber ido mejor. Tampoco fueron malas en prosa, pues si bien frecuenté ese género por una única vez, y me fue pésimo, a él sigo apegado como lector. Y a Cortázar, a pesar de haberle encontrado la costura a muchas de sus historias (las conozco a todas: se me ha ido la vida en causas nobles), lo sigo manteniendo en el mismo altar donde perduran los otros escritores que fueron mis amigos del idioma cuando más los necesitaba: al comienzo de todo. Cortázar es como un amigo a quien cada tanto llamo en silencio para decirle que lo sigo leyendo. El domingo pasado, por ejemplo, releí “La noche boca arriba”, para ver si es aún tal cual lo recuerdo, parecido a “El Sur” de Borges. También a Cortázar le gustaba homenajear.

De lo mucho que Cortázar ha escrito, nada en su bibliografía me ha movido tanto el piso como Rayuela, libro infinito publicado en 1963 y leído por mí nueve años después. Hasta ese entonces no conocía ninguna novela que comenzara con una pregunta: “¿Encontraría a la Maga?”. Apenas iniciadas las primeras páginas, pasé a vivir mis días cotidianos sin poder quitarme de la cabeza a la tribu parisina, a Horacio Oliveira, a La Maga, a Rocamadour. Me iba a la cama pensando ansioso, ¿qué estarán haciendo en el próximo capítulo? Dormía poco, para poder llegar cuanto antes al capítulo 155, el de la conclusión, aunque tratándose de un libro sin fin… En la alcancía donde la felicidad conserva momentos de lectura en los que también ella fue feliz a su manera (que no es la de Frank Sinatra), hay varias cláusulas inobjetables pertenecientes a la literatura de Cortázar: “Los recuerdos solo pueden cambiar el pasado menos interesante”. “Solo en sueños, en la poesía, en el juego —encender una vela, andar con ella por el corredor— nos asomamos a veces a lo que fuimos antes de ser esto que vaya a saber si somos”.

Cortázar fue la otra cosa que yo andaba buscando sin saber que existía. Su literatura se metió en mi imaginación de contrabando, y cuando miro para atrás y a los costados para confirmarlo, me doy cuenta de que sigue al firme, fiel hasta la muerte (como el epígrafe de Apocalipsis 2-10 que usa en el cuento “El perseguidor”), apropiada para esos momentos de desbalance cuando se hace necesario, requisito, escuchar las palabras de alguien que habla como no habla el resto de la gente. Sin embargo, debo reconocer algo fuera de las expectativas, algo que me produjo un efecto contrario a lo que esperaba, algo similar al renacimiento de una fascinación. La primera vez que leí Rayuela me deslumbró. Pero la fascinación no ha sido eterna.

A principios de este siglo, tras una visita repentina a la biblioteca texana donde está guardado y custodiado el manuscrito original, quise releer la novela, pero no pude pasar de la página 27. Le encontré una cantidad de fallas, con demasiados momentos parecidos a la cursilería que, con la emoción y la inexperiencia de la primera vez, se me habían pasado por alto. Como esa novia idealizada e imposible que uno amó a la distancia hace una pila de años, y a la cual no quiere volver a ver, mejor dicho, a la que jamás volverá a ver por temor a encontrarse con la crueldad del paso del tiempo, Rayuela fue un deslumbramiento real, un momento implosivo en mi vida y esta, como suele pasar, aprende cosas que antes desconocía, como, por ejemplo: a leer mejor. Así pues, tras años y años de aprendizaje, cuando volví a leer la novela le encontré fallas a diferente nivel, más de una y de unas cuantas, como si ese libro voluminoso, sublime aun en mi memoria, hubiera sido escrito para una etapa de la vida, pero para una sola.

Todos alguna vez llegamos a ser jóvenes y cuando lo fuimos no queríamos que nadie nos contara cómo es el mundo y sus alrededores. Aspirábamos a inventarlo para ver si es de veras verdadero. Por alguna parte se empieza. De pronto, un desconocido pasa a ser nuestro amigo antes de que nos demos cuenta. Algo inaudito ocurre que nos deja marcados y que, con el paso del tiempo, deviene recuerdo con el que el olvido no puede, porque la memoria se encarga de no hacerles perder su permanente presente. Un día despertamos, y tenemos la vaga noción de que no somos ya los mismos, de que la inocencia despreocupada de la juventud se convirtió en estado insaciable de curiosidad por querer saber más, por querer hacer de la vida un libro abierto. Para poder llegar a ese sitio en la confianza en uno mismo a la hora de existir y de leer —verbos que la vida convierte en sinónimos— los libros resultan esenciales. Y a los libros los escriben hombres y mujeres, seres a los que rápido se empieza a imitar, hasta darnos cuenta de que cada quien, llegado el momento, debe ser uno, de que ya no se puede vivir de arriba, y menos, seguir viviendo de las palabras prestadas por otros a los cuales se admira con devoción de ateo desesperado. Ah, los libros por donde uno empieza y termina, escritos con palabras que nos ayudan a gobernar la realidad transformados en lo que cada cual sea.

Siempre he detestado la literatura política. Cuando aparece algo que reconozco, dejo de leer. Con alma y vida rechazo la literatura que imita a lo verídico. Para eso están los medios informativos o las revistas políticas con intención ideológica de fondo. La literatura en serio, tan anti demagógica, anti-dogma, y post política, no puede depender de coyunturas históricas, ni de acontecimientos que siempre son contados por quienes creen que de esa forma sucedieron. En literatura, en la gran literatura —la que a la larga queda— la realidad ocurre solo cuando la imaginación lo autoriza. Las palabras en las cuales confiamos no están hechas de hechos que sucedieron en una realidad demostrable, sino de realidades que nadie sabe si en verdad existen, y que el autor por capricho puso ahí, pues él tampoco tiene respuesta (y duda de que haya alguna). En esto, Cortázar fue maestro, ¡y cuando más lo necesitábamos! En sus historias es difícil encontrar frases memorables, como las que hay en Onetti, Borges, o García Márquez, a quienes también descubrí por esa época de brutal adolescencia, pero son tantas y tan buenas las situaciones insólitas memorables, en las que los personajes que las protagonizan somos como nosotros tratando de saber quiénes somos.

Por ser manual de cómo pensar lo que uno quiera, la literatura es algo que comienza, impidiendo determinar si algún día llegará a acabarse. Quien la ama, quiere que también la literatura lo ame democráticamente, y que en un acto de puro amor nupcial lo convierta en escritor. En ese aspecto, la imitación, practicada con moderación, puede llevar a cambios radicales. Por ejemplo, a despertar un día —que puede ser cualquiera de los restantes seis menos el domingo— con el deseo de auto imitación. En la vida, todos los prólogos a la larga terminan convertidos en epílogo. El descubrimiento de un escritor admirado es el de un futuro posible al que el paso del tiempo transformará en pasado. La memoria, nuestra principal traductora, guarda en su seno esquirlas temporales de lo que fuimos, cuando la vida tenía menos años y la inexperiencia carecía de un código de instrucciones sobre cómo continuar. Vivir para leer lo que otros cuentan como si fueran cosas que no existen en la realidad, es una forma de vivir plus. Además, leemos para descubrir nuestra identidad. Y escribimos, para convertirnos en lo que algún día seremos.

Con su toda gran literatura, cosmos del idioma para fuera, Cortázar, puesto a dividir las aguas, nos hace dudar de aquello que llamamos ‘normal’, de aquello que mejor conocer y nombrar de la manera menos pensada, aunque de pensar se trate. En ese aspecto, fue un teórico en el lenguaje heroico del optimismo. En su literatura, hasta la muerte es optimista. Quien escribe es el optimismo vestido de entusiasmo para emocionar hasta el punto de hacernos sentir diferentes, como que enamorados de los propios sentimientos que queremos expresar. Es algo así como escribir una tesis extensa sobre el relámpago, la lluvia, o la noche en que nos olvidamos del nombre del primer jardín botánico que visitamos, añorando la llegada de la primavera.

Las raras tramas cortazarianas, que más rápido que pronto aprendimos a mirar de frente como si a esos ojos los conociéramos desde siempre, invitan a indagar en nuestra ignorancia. Es difícil que con los cuentos del autor muerto en el febrero bisiesto de 1984 la pasemos mal. Por otra parte, la inteligencia agradece que no haya escrito sus historias dividas ‘en partes’ —ni siquiera Historias de Cronopios y de Famas, apabullante ejercicio de libre albedrío de principio a fin—, como la caprichosa distribución de Netflix hoy en día, plataforma que divide las temporadas de las series arruinando la continuidad del relato. En las de Cortázar, relatos de largo aliento para pasar una temporada en el pensamiento, el ímpetu interior nos lleva a buen puerto, a través de tsunamis y marejadas puestos en lugares estratégicos del relato, para hacer de la llegada al punto final un momento supremo, de magia con vocales.

En extraños tiempos de crisis —¿es que acaso hubo alguna época librada de horrores y suplicios? — en los que son cada vez más quienes pretenden ser escritores, y muchos de ellos quieren serlo sin leer —actividad que consideran una pérdida de tiempo, tiempo que podrían dedicarles a las redes sociales o a los videojuegos—, la literatura de Julio en verano debería ser fuente de recursos espirituales a la cual recurrir en situaciones de entrega a la mente, trabajando a tope y con el lenguaje a favor. Sus libros siguen en la vuelta, reeditados, en anaqueles del universo, dejando en claro que continúan estando por las dudas, aunque no todos hayan envejecido bien. Pero, bueno, tampoco hay que andarle buscando la quinta pata al gato. Hasta los menos inspirados, en algunos pasajes siguen siendo libros tan notables como abrir una ventana temprano en la mañana para saber que la vida sigue estando, y nosotros también.

Por Eduardo Espina
cadelices@yahoo.com