A fines de la década de 1990 conocí de pura casualidad en el Mercado del Puerto a un uruguayo que había vivido casi toda su vida en Nueva York, y que por esas cosas extrañas que compartimos los nacidos en este país, quería volver a Uruguay a iniciar un negocio extraño para estas tierras, aunque popular en grandes ciudades del mundo, como la estadounidense en la que el compatriota residía. Quería comenzar una compañía de helicópteros turísticos, que operara veranos y fines de semanas, haciendo viajes entre Montevideo, Colonia y Punta del Este. Esto fue antes de que se pusiera de moda José Ignacio. Mientras comíamos mollejas en uno de los restaurantes del popular mercado me contó con pelos y señales los intríngulis del negocio, que él decía conocer muy bien pues había trabajado en una de las varias compañías que transportan turistas entre los rascacielos neoyorquinos.
Mientras me detallaba sobre los viajes que tenía planeado realizar en forma regular, con 10 pasajeros por vuelo e incluso frecuencia dominical a la Isla de Lobos tan poblada de ratas, el pánico comenzó a apoderarse de mi imaginación. A pocas cosas les tengo más miedo que a los helicópteros. No concibo la idea arriesgada, mortal en teoría, de subirse por mero afán de placer y transporte a un vehículo monohélice, que puede desplomarse con mayor facilidad que Ícaro cuando desobedeció a su padre, y con alas chamuscadas terminó estrellándose contra el suelo (en el cuadro de Brueghel el viejo va camino a impactar con el agua de un lago). Aunque ninguno de los dos en el Mercado fuera un pan de Dios, hicimos buenas migas. Estuvimos en contacto por un tiempo pre-internet, más lento que el actual, y años después me enteré de que el ambicioso, y si se quiere delirante proyecto, nunca despegó, no por ausencia de ganas ni de aparatos voladores disponibles, sino porque la economía uruguaya en 2002 se vino al piso, como helicóptero en guerra derribado por un misil.
Los helicópteros me dan miedo de solo oír el horrendo ruido que producen. Son aparatos condenados por su diseño a generar la idea de que viven en una permanente agonía, entre las alturas y el subsuelo, pues cuando se estrellan hacen un enorme agujero. Sin embargo, a pesar de mis pánicos aéreos, los helicópteros no paran de ganar popularidad y de sembrar muerte en todas partes donde hay seres humanos que los usan. En la vida y en la muerte (en unas cuantas guerras murieron decenas de soldados porque la nave en que viajaban se desplomó a raíz de un desperfecto mecánico o bien porque fue impactada por un proyectil), en la muerte y en la vida, digo, los helicópteros están presentes. También en situaciones de ignominia.
El reciente desplome de un helicóptero Robinson R66 de fabricación estadounidense, conteniendo en su interior al expresidente chileno Sebastián Piñera, quien estaba al comando de los controles, vino a demostrar con un titular a ocho columnas que la finitud es asunto cotidiano, lista para convertirse en la próxima noticia del día, dependiendo —claro está— de quien sea el elegido para abandonar este mundo. La reconstrucción de los hechos del accidente en Chile permite imaginar con cierto margen de certidumbre los últimos instantes con desenlace trágico. Con un helicóptero en la vuelta, a la muerte se le hace fácil esconderse a la vuelta de la esquina. Pica. No hay bosque, por miles de árboles que pueda haber, capaz de ocultarla.
Les tengo pánico a los helicópteros, y por eso entre mis planes no figura subirme a uno a corto plazo, aunque sea un viaje que para un ciudadano común clase media pueda valer fortunas, como el que me ofrecieron hacer años atrás en Nueva York, de casi una hora de duración. Ni loco hubiera aceptado el desafío. El miedo me hubiera aniquilado antes de abrocharme el cinturón de seguridad. No sé qué hubiera hecho al ver de manera intimidante a los enormes rascacielos elevándose sanos y salvos a mi alrededor, con las hélices del aparato amagando con tocarlos. Hubiera sido el pavor con letras mayúsculas. Nunca he confiado en la tecnología a disposición de los helicópteros; sigo creyendo que no está aún muy desarrollada, por más que el traicionero vehículo tenga décadas de existencia.
En toda buena película de acción de Hollywood siempre ha habido un helicóptero haciendo de las suyas, ayudando con su presencia de remolino metálico al aumento del suspense. De la guerra de Vietnam para acá, la presencia de este aparato volador ha sido tan importante en la realidad como en la imaginación, la que en ocasiones es la de muy bien pagados guionistas que tienen la obligación de hacer creíble a la ficción y hacerla coincidir con la realidad. Esto es, la imaginación se siente cumplida a partir de la valiente performance de una mecánica voladora capaz de elevarse de la superficie como si fuera langosta o mangangá, aunque mucho más ruidosa.
Aviones, Trenes y Automóviles se llama la película dirigida por John Hughes. Entre los protagonistas del transporte moderno aludidos por el filme falta uno casi tan fundamental como los tres mencionados: el helicóptero. No hay guerra moderna que no los haya tenido en la línea de fuego, subiendo y bajando entre balas y cañonazos, y bajando para no volver a despegar cuando es impactado. Los últimos soldados estadounidenses en abandonar Saigón luego de perder la guerra contra los locatarios, el 30 de abril de 1975, lo hicieron trepados a un helicóptero, el cual hizo el agónico viaje con exceso de peso y pesimismo. Cargado de gente con pavor llegó a destino de manera milagrosa. Las fotos que se han preservado del suceso impresionan. Así pues, tal como la realidad cada tanto lo demuestra, los helicópteros son alpiste para el periodismo y la imaginación cinematográfica. También, veneno aéreo para vidas que ingenuamente confiaron en ellos.
Es larga la lista de ciudadanos, famosos por una razón u otra, que en años recientes han muerto en accidentes de helicóptero. A la memoria, siempre apurada por recordar, vienen los nombres de René Barrientos (presidente boliviano), Kobe Bryant (basquetbolista), Vic Morrow (quien interpretó al sargento Sanders en la serie bélica Combate), Stevie Ray Vaughan (uno de mis músicos favoritos), Vichai Srivaddhanaprabha (propietario del Leicester City: el video del momento del accidente dio la vuelta al mundo), etc. Y ahora, hace poco, Sebastián Piñera. Sin olvidar a Osama Bin Laden, a quien dieron muerte soldados estadounidenses que arribaron a la mansión del terrorista en dos Sikorsky UH-60 Black Hawks, mientras la noche miraba agazapada en la oscuridad del silencio pakistaní.
A principios de la década de 1940, el ruso Igor Sikorsky vio volar por primera vez a su invento. No imaginó entonces que el producto fuera a tener tantas siniestras contraindicaciones, como las tiene. De la misma manera que para cientos de viajeros universales el helicóptero ha sido el boleto al cielo por el camino más corto y violento, para unos cuantos políticos fue su salvación. Richard Nixon, Fernando de la Rúa, Cristina Fernández de Kirchner, y Donald Trump, entre los más notorios, abandonaron el poder a bordo de un helicóptero que, ese día histórico, no falló. Hay políticos que hasta para regresar a sus casas sanos y salvos han tenido más suerte que otros.
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