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Contenido creado por Paula Barquet
El columneador
Gastón Britos / FocoUy
OPINIÓN | El Columneador

Los grandes y señoriales palacios del mundo están llenos de columnas: esta es una más

Después de un periplo interestelar por las galaxias del alma, el tren de El Columneador ha elegido la última estación donde parar.

Por Eduardo Espina
cadelices@yahoo.com

20.12.2023 13:09

Lectura: 6'

2023-12-20T13:09:00-03:00
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¿Cómo fue que empezó todo? ¿Cómo fue que no todo siguió siendo como uno hubiese querido, parecido a los mejores momentos de la juventud, aquellos en que la vida dice sentirse casi feliz? Es lo raro —y milagroso— de estar vivo y poder saberlo; las cosas no siempre salen como uno desearía y, sin embargo, la vida continúa, invitándonos a que la sigamos sin dejar de hacerle caso. Tratar de responder a preguntas imposibles, de encontrarle sentido a la vida, es hacerla parecida a lo que sin éxito queremos entender. Esa misión imposible, la de querer saber cómo fue que ocurrieron las cosas y terminamos en un lugar y no en otro, quedará entre mis asignaturas pendientes. No tengo tiempo para perder en lo que ha quedado tan atrás, que ni de reojo puede verse. Además, de qué sirve ‘encontrarle sentido’ al tiempo, si este igual pasa bestial, los años se acumulan, y la edad llega con afilada guadaña para quedarse. El cuerpo lo sabe mejor que nadie.

El único sentido que le he encontrado a la vida —y a esta altura, vivido ya lo vivido, sé que es irrefutablemente así— radica en los afectos dados y recibidos; en la familia, los amigos, mis perros (el único gato que tuve, Rubio, se me murió en los brazos), y en mis mayores cómplices, las palabras. He pasado la vida entre ellas, queridas concubinas, palabras de todos los tamaños y sonidos, ya sea como significado o sinónimo, manteniendo un diálogo mutuo de ‘hola, amigo’, ‘hola, amigas’. Me he ganado la vida escribiendo, y en eso, el pasado no me ha pasado, ni pasado factura. Soy un agradecido a la vida. No me canso de agradecerle. Una vida junto a ella y a sus hijas, las palabras, madrastras de las frases. Ahora que lo pienso, hace 50 años que lo vengo haciendo, residiendo en la casa del lenguaje, haciendo lo imposible para perfeccionarlo, teniéndolo al lado en las buenas, en las malas, e incluso en las excelentes, esas cuando el entusiasmo escribe por uno y la mente toca la cima. De solo mencionar la cifra me asusto. Cincuenta años, ¡una obscenidad! Me he pasado de la raya. Llevo escribiendo más tiempo del que vivía antes una persona. En la década de 1950, la expectativa de vida humana era de entre 45 y 48 años.

Antes de seguir, hago memoria. Hoy, día del debut de esta columna, quiero, más que debo, contar un poquito de la historia de quien esto escribe. No me había ido, pero volví.  Salí de Uruguay hace bastante —camino a ser muchísimo—, cuando todavía era yo, y mis circunstancias de aquel entonces otras. En ese larguísimo tiempo transcurrido, por decisión propia nunca dejé de ser oriental. Mi acento no cambió, ni siquiera luego de haber vivido varios años en un barrio de mayoría negra, situado en una ciudad del medio oeste estadounidense, cuna de muchas cosas que solo pueden ocurrir ahí, y donde era yo el único en mil leguas a la redonda que hablaba español, o castellano de América, al decir de Andrés Bello. Entre la nieve de los largos meses invernales, los cortos pero insoportables meses veraniegos de extrema humedad y alta temperatura, además del olor a frito proveniente de una hamburguesería cercana, abierta las 24 horas del día, estuve a punto de ser feliz.

Cuando me fui de Uruguay fue con la intención de regresar el día en que fuera pasado mañana. Uno no sabe por qué se va ni por qué vuelve. Sigo sin saber si en verdad me fui, y si de veras sigo volviendo. La vida es un lugar mental del cual nadie nunca termina de irse, hasta que el viaje se acaba. Me gustaría que el periplo hacia alguna parte fuera eterno, incluso si no hubiera destino al cual llegar. Y hay momentos, fracciones temporales indefinibles, en que siento que lo es, tiempo sin final a la vista, eternidad de instantes de majestuosa serenidad, tal como Dios manda. La sensación de lugar eterno me la han dado las palabras. Medio siglo de una vida que no llegará hasta los 100 años (eso se lo dejo a mi amiga Ida Vitale, a quien veía seguido cuando vivía en Austin, a hora y media de mi casa), lo he dedicado a escribir. Hice otras cosas, pero solo hice eso. Si tuviera que repetir la misma historia, gustoso la repetiría. Estoy pues aquí para hacer lo que sé hacer y me ha dado de comer: escribir. Agradezco a Montevideo Portal por el welcome. Y a las palabras, a ellas, por no haberme nunca abandonado. He sufrido cantidad de bloqueos, pero ninguno mental. Cuando llamo a las frases, vienen.

En su extraordinario libro Ensayos después de los ochenta, el poeta estadounidense Donald Hall (1928 –2018) cuenta que, al cumplir 80 años, se levantó y no le salió ningún verso, cláusula ni estrofa. La musa lo había abandonado. La vejez le vino en forma de mudez permanente, blitzkrieg emocional. Aún me falta para llegar a los 80 y sentirme cercado por el silencio, pero esta, adelanto, posiblemente será la última estación en que pare este tren. Ha sido como el expreso transiberiano en una novela de misterio: pasó de todo. Por años que uno tras otro fueron varios, escribí en El País, El Día, El Observador, y en la Revista Cambio de México, dirigida por Gabriel García Márquez, quien fue el factótum de la magnífica ‘chamba’, como dicen los mexicanos, que durante un tiempo prudencial me ayudó a pagar el alquiler y poder tomarme cada tanto un buen whisky. De todos esos lugares con redacción, guardo buenos recuerdos. De los malos, el olvido se encargó de borrarlos. La vida mía ha sido como un palacio al que las columnas han sostenido, sin poder recordar el nombre del arquitecto que las diseñó.

Cuando a comienzos de la década de 1980 salí rumbo al norte con boleto solo de ida, en el auto de color blanco que me transportaba al Aeropuerto Internacional de Carrasco-General Cesáreo Berisso, oí a Juan Carlos Baglietto cantar: “Creo que a pesar de tanta melancolía / Tanta pena y tanta herida / Solo se trata de vivir”. En esta columna vengo a hablar de eso: de la vida, si ella me lo permite. Para todo lo demás están las demás (y acaso Mastercard). Por hoy es todo. Es bueno que ni ellas ni ustedes se hayan ido.

Por Eduardo Espina
cadelices@yahoo.com