Hay quienes entran a una iglesia no para confesarse o pedir —con rima incluida—, “Diosito hazme un favor, por favor”, sino para escaparle al calor. Dentro de los templos de oración, agradecimiento y arrepentimiento, casi siempre está más fresco que a la intemperie. Han de ser los vientos sagrados que soplan cuando San Pedro abre las puertas del cielo. Celestial a su manera, Las Vegas es una ciudad arduamente calurosa construida en medio del desierto, en la cual las temperaturas promedio son de 42 grados Celsius. Por lo tanto, los casinos con sus poderosos equipos de aire acondicionado son algo así como iglesias donde ateos y fieles se congregan para librarse del calor y quedar a su vez librados del «poderoso caballero es don Dinero», pues la sofocante temperatura de la calle los acoge cuando salen del garito con los bolsillos vacíos. Hay quienes, sin embargo, logran cambiar para bien su vida, claro está, en caso de tener la fortuna de Joseph Nardello, quien a principios de mayo entró al casino del hotel The Venetian con mucho calor y poca plata, y salió con US$ 1.904.062, tras apostar al Millionaire Progressive, el cual permite a los jugadores realizar una apuesta de cinco dólares mientras están en los juegos de mesa del recinto.
Las Vegas es una ciudad inclasificable que ofrece: lujo, delirio, música, juegos de azar, libertad (de culto y de lugares ocultos: hay casas de masajes y de placer abiertas noche y día), oferta gastronómica, accesibilidad de transporte, alojamiento (hay hoteles cinco estrellas que en temporada baja ofertan las habitaciones a 80 dólares diarios, más barato de lo que sale un mueble en Montevideo), de cultura alta o popular, de gente diversa proveniente de tantos países, en estos días, con mayoría de originarios de América Latina. La patria bolivariana vino a hacer la América donde nadie habla del socialismo siglo XXI sino del 21, número colorado en la ruleta que, para los timberos adictos al juego, puede convertirse en ruleta rusa con cinco balas en el tambor. ‘No me midas’, pide el rey Midas. Cuando la bola gira alocada en el cilindro, nadie le da bola a la realidad, hasta que el tallador grita, “no va más… negro el 4”, y negro luce el horizonte al constatar que las fichas se acabaron y la esperanza va camino al muere.
Para quien visita Las Vegas por primera vez, la experiencia viene acompañada de un deslumbramiento asociado a la incredulidad. El capitalismo tardío encontró en esta ciudad sin parangones una de sus versiones menos asimilables a la realidad empírica existente en otras partes, donde de similar —aunque no igual— manera, el dinero puesto a trabajar es el primer elemento del paisaje humano y material que rompe los ojos del viajero, inexperto en abundancia y proliferación de opciones a disposición. En el hotel ***** estrellas Fontainebleau, inaugurado en diciembre de 2023, el más lujoso de Estados Unidos, un churrasco de lomo vale mil dólares. ¡1.000! No sé si la carne los vale (quizá haya vacas especialmente criadas para billonarios), pero el espacio sí, sin dudas. La imaginación al servicio de la arquitectura hizo un gol de media cancha.
Las Vegas es un acontecimiento antropológico y arquitectónico que supera los esfuerzos del lenguaje por definirlo, o al menos describirlo, caracterizado por la concentración en un área pequeña de hoteles imponentes (el MGM Grand Las Vegas tiene 5.124 habitaciones en una sola estructura edilicia) y repleto de leyendas urbanas, en donde uno, de prestar atención, puede toparse en la próxima esquina con el espíritu vagabundo de Elvis Presley, quien por un rato abandona su hogar en el cielo para regresar a donde dijo haber sido más dichoso que en ninguna otra parte. En el Hotel Internacional —rebautizado Westgate Las Vegas Resort & Casino en 2014—, en el cual el rey con jopo y rock & roll rompió todos los récords, dando 636 conciertos a sala llena, el alma en felicidad (no en pena) de la estrella sin edad que la agobie, recorre el remodelado edificio y hasta se deja fotografiar, en caso de que el visitante insista. Yo logré convencerla, pero no pude evitar que en la foto saliera invisible.
A lo largo de los años y de las décadas —una vida— he recorrido en ómnibus 40 de los 50 estados de la Unión Americana, visitando pueblos magnánimos en su aislamiento y urbes gigantes pobladas de locatarios y visitantes, pero en ningún lugar encontré la originalidad que al derecho y al revés ofrece la perla lúdica del estado de Nevada, donde raras veces nieva. Nueva York es un poroto a su lado; Los Ángeles y Chicago, el lado B. En Las Vegas, santa y sórdida, abierta y secreta, cualquiera con los cinco sentidos encendidos se siente como si estuviera dentro de una película en el momento mismo en que la están filmando, sabiendo que esta nunca llegará a estrenarse en los cines, pues lo interesante, lo realmente interesante de la experiencia, es sentirse inmerso en una superproducción a ser disfrutada en la intimidad abierta, rodeado de individuos masculinos, femeninos, y de todos los otros sexos, que andan por ahí sin alcanzar el estatus de actores y actrices de reparto, porque en Las Vegas todos somos protagonistas de una aventura cinemática, visual y auditiva, que seguirá proyectándose de manera infinita en la memoria. De esta tierra de útiles espejismos, nadie se marcha para olvidar lo vivido, sino para recordar la experiencia como detonación de irrealidad ocurrida en plena realidad.
Desde el espacio, ninguna otra ciudad en el planeta se ve tan iluminada como Las Vegas, y ningún virus por letal que sea ha podido alterar eso. El mundo, en cambio, fue domesticado por el Covid, por lo que ahora la realidad tiene aspecto de convento medieval en el que la gente se va a dormir temprano, donde son contados con los dedos de una mano los restaurantes de comida no chatarra abiertos las 24 horas, y donde las luces se apagan antes de llegar la medianoche, como si todos fuéramos Cenicienta obligados a olvidarnos de la vida más normal y disfrutable que tuvimos antes de la pandemia. Por eso, por no tener miedo a la muerte, Las Vegas se impone, soberana y desafiante: por ser la tan delirante de siempre, por representar lo mejor de la condición humana, esto es, la parte colectiva que no pierde de vista un hecho fundamental que a todos concierne: la vida es excesivamente breve, y en ella estamos para pasarla lo mejor posible, y saber que a la hora en que el resto del planeta duerme, hay un restaurante abierto para comer ravioles al tuco o arroz chino frito, y muy cerca, como a dos metros y medio, un casino enorme e insomne que opera 24/7, a donde uno puede ir a dejar el destino en manos del azar, y escapar del calor de noches asombrosas, tan largas y sagradas como un verano de los de antes.
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