La identificación de los restos del hasta ahora detenido desaparecido Eduardo Arigón vuelve a estremecerme. Mi nieta grande nos envió temprano en la tarde un wasap con la noticia: “Restos hallados el 30 de julio en batallón 14 pertenecen a Luis Eduardo Arigón Castel”. Quince palabras apenas.
Es igual y es distinto cada vez. Con Eduardo Bleier fue de una manera, con Fernando Miranda de otra. Con Amelia Sanjurjo, en aquella larga y angustiosa espera, de otra forma diferente. Cada desaparecido, así como tiene su historia personal de vida y de muerte, tiene también su particular estilo de resurrección. Porque eso es el hallazgo y la identificación de los restos enterrados en un cuartel: una resurrección.
Los detalles sobre las lesiones que presenta el esqueleto de Arigón son estremecedores por partida doble: relatan el sufrimiento de un ser humano en circunstancias extremas, y nos recuerdan a todos, una vez más, que durante medio siglo hemos convivido con quienes provocaron esos sufrimientos.
El poeta Juan Gelman contó que una vez, mientras caminaba por el centro de Buenos Aires, a fines de los años 80, se cruzó con uno de los asesinos de su hijo Marcelo. Como es lógico, no pudo hacer nada. Y contó que para él era imposible vivir en la misma ciudad en la que vivía el asesino de su hijo.
Algo así siento yo, aunque no me hayan asesinado a ningún hijo, a ningún pariente. Es duro hasta el asco saber que los torturadores están entre nosotros, algunos presos o muertos, la mayoría libres y contentos y otros más ya en plena senectud, en sus casas, en sus sillones, cubiertos con sus mantas y atendidos con esmero por sus familias que, acaso, ignoren la verdad. O cuando menos toda la verdad.
Porque esta verdad tiene sus partes, con actos casi siempre realizados por personas diferentes: las persecuciones, los arrestos, las torturas, las violaciones, los asesinatos, los enterramientos clandestinos. Tales actividades fueron realizadas por compatriotas tan uruguayos como nosotros, unos orientales muy cívico militares y muy patrióticos que resultaron ser unos grandísimos hijos de puta, funcionarios públicos que juraron en vano defender la libertad y la soberanía nacional.
Esos hombres no cumplieron con su juramento y mintieron una y otra vez. Hicieron de su cobardía personal una virtud y de la falsedad un culto. Creo que sus conductas son aberrantes, y que ellos serán maldecidos por los siglos de los siglos, en la vida y en la muerte, en la indignidad de su memoria y en el desprecio de su olvido.
Se ha dicho que la cifra de detenidos desaparecidos uruguayos es baja, irrelevante si se compara con las de otros países. También se ha machacado en la desproporción absurda entre el esfuerzo realizado y los resultados obtenidos. Alicia Lusiardo, la antropóloga forense al mando del equipo del GIAF y responsable de varios hallazgos, me confesó que, cuando encontró a Eduardo Bleier, algunas personas le dijeron que el tiempo transcurrido era excesivo, que no valía la pena, que ya no valía la pena.
Alicia reflexiona sobre el punto, y lo hace con serenidad, casi con dulzura: “Si siete años de búsqueda para encontrar un cuerpo lo podemos ver como un fracaso, yo les digo que hablen con las familias y les pregunten si es un fracaso encontrar un cuerpo no importa después de cuántos años. Yo creo que no, que tenemos que seguir.”
Y siguen. Los antropólogos forenses siguen adelante, abren la tierra, desmalezan terrenos, voltean árboles, desprecian las amenazas. De a uno los van encontrando, los vamos encontrando, y con cada hallazgo, junto con un montón de huesos recuperamos entre todos un nombre, una historia, un poquito más de esperanza y dignidad.
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