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Contenido creado por Paula Barquet
El columneador
Foto: OrnaW / Pixabay
OPINIÓN | El Columneador

¿Puede dejar de escribir? Escenas en un avión donde la vida fue como es hoy en día

Cambios radicales trajeron nuevos comportamientos. La adicción a las fuentes de entretenimiento es una de las lacras de nuestra época.

Por Eduardo Espina
cadelices@yahoo.com

12.04.2024 13:45

Lectura: 8'

2024-04-12T13:45:00-03:00
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He llegado a creer que todo lo que me ocurre es para que venga aquí y lo cuente a mi modo. Me he pasado la vida prestando atención a lo muy chico o menos grande que sucede a mi alrededor, y que anoto en una libreta blanca, para que así ni siquiera el olvido se salve de tener algún día que recordar. Aquellas situaciones ilógicas con las cuales la realidad no sabe qué hacer, me las pasa a mí porque sabe que las tendré en cuenta.

La serie de sucesos a los que voy a referir ocurrió semanas atrás y son síntoma del comportamiento humano en un mundo en fase de desmoronamiento. La historia comenzó temprano un lunes, día de la semana con mayor cantidad de apariciones en el cancionero pop. El peor de la semana es también el más cantado. Un lunes, pues. Porque llegué 42 minutos antes de la partida, y no 45 como ahora es obligatorio para vuelos internacionales, me impidieron abordar el avión. Debí pasar la noche en el aeropuerto.

Tres minutos en un partido de fútbol pueden servir para dar vuelta el resultado en tiempo de prórroga. En un aeropuerto, para terminar empatado con el destino. Comprendo. Peor que dormir en el suelo duro hubiera sido que el avión se viniera abajo. Ahí sí sería dura la superficie. Los consuelos del ser humano son cuestionables.

Tras una noche con el ánimo y el cuerpo por/en el piso, tocó hacer el primer tramo del viaje: un vuelo corto de conexión. Hice lo que siempre hago cuando viajo: leer, tomar notas. El resto de lo que suceda dentro de la nave no me interesa, y menos, hablar con desconocidos. Ya incómodamente sentado oigo a la pasajera a mi derecha espetarme de mala manera “¿Puede dejar de escribir?”. Sin entender lo incomprensible que de pronto tomó posesión de la realidad, respondo sorprendido: ¿Eh? No entiendo. “Cuando escribe su codo invade mi espacio por no menos de dos centímetros”. ¡Cómo! Hasta el silencio se queda mudo. ¿Está realmente sucediendo lo que oigo? Le propongo cambiar de sitio, ella en mi lugar, yo en el suyo. Soy capaz de escribir hasta con dos centímetros menos. La respuesta es negativa. No quiero dejar de leer, y menos de escribir. Por tanto, hago lo imposible para continuar sin comprometer en la acción productiva al codo.

Cuando el avión aterriza puedo terminar la frase que solo con la participación sin restricciones del codo podía completar. El día comenzó a tener sentido, o casi, pues no se ha librado de sus contradicciones. En el avión había silencio, aunque no espacio suficiente. En el aeropuerto de Dallas sobra espacio, pero falta silencio. El barullo infernal no deja distinguir lo que una palabra les dice a las otras mientras las escribo. No puedo concentrarme. Me pongo a observar con atención a lo que definiría como la realidad a primera hora en un día similar a los demás. Si un nativo de otra galaxia estuviera viendo a toda esta gente a punto de enloquecer, marchando apurada y mirando la pantalla de un teléfono sin mirar a quién pueda llevarse por delante (los demás no existimos), concluiría que entre un robot que toma ansiolíticos para sentirse humano, y un ser humano robotizado y gobernado por el apuro y la ansiedad, por el ser esclavo de sus ocupaciones, no hay diferencia alguna. En todo caso, los robots serían considerados más humanos que quienes de veras creen serlo.

El vuelo de casi 10 horas entre Dallas y Madrid fue diurno. A una hora en la que el cielo septentrional en esta época del año luce magnífico, propicio para disfrutar las maravillas que el planeta esconde a la vista de todos. Pero esa belleza a la mayoría no le importa, posiblemente porque ya nadie sabe lo que es la belleza ni la contemplación de lo sublime. El horror ante el comportamiento del mundo en el que vivimos se agrava antes del aterrizaje. El avión comienza a descender entre una serie de nubes de tonalidades varias y tamaños dispersos. De pronto penetra en una zona que deja al lenguaje sin palabras; a la izquierda del aparato, un 787 flamante, llueve copiosamente; a la derecha brilla el sol, rutilante. Arriba, el cielo, más azul que nunca. Tal como era esperable, de la nada aparece un arco iris admirable, de los que el cine solo puede replicar mediante efectos especiales. Nadie, absolutamente nadie, presta atención al milagro visual nacido a la intemperie. La masa es un mejillón pegado a la pantalla, mirando series que se pueden ver a cualquier hora del día en televisión. Mis bárbaros semejantes se han perdido un panorama celestial infrecuente, y todo por haber preferido a cambio mirar un viejo episodio de Friends o Seinfeld. Aunque el avión desciende, mi estupor asciende. ¿Es así como tan mal está el mundo? ¿Es este el mundo que nos queda? ¿El que pretendemos salvar? ¿Valdrá siquiera la pena intentarlo?

En el viaje de regreso, mismo recorrido que el anterior —posdata de lo que hoy escribo—, otro síntoma se sumó al diagnóstico de la enfermedad colectiva que a la inteligencia le cuesta explicar. A la media hora de haber despegado, desde la cabina de mando anuncian que hay un problema técnico con el sistema de entretenimiento y que, salvo excepciones, la mayoría deberá pasar las próximas diez horas sin la compañía de una maldita pantalla. “Sabemos lo importante que es para ustedes el entretenimiento, por lo tanto, les pedimos disculpas”, dice el capitán, o quien sea que estuviera en la cabina con él. Para saber si estoy entre los afectados o soy una de las excepciones, prendo el equipo. Vaya, el mío funciona. ¡Soy una de las excepciones! Qué gran paradoja. Si me interesaran Friends o Seinfeld, podría pasarme las próximas 10 horas aéreas viéndolos entre nubes y cielo, episodio tras episodio, en un atracón monumental. Pero no, no me interesa, para nada. En ese tiempo en apariencia extenso, y que en un avión se me pasa volando, leeré los dos libros que tengo conmigo. La lectura, sin embargo, se pospone. Siempre hay un semejante listo para poner a prueba la paciencia no infinita del otro. Quien viaja a mi siniestra me pregunta si estaría interesado en cambiar de asiento. Le digo que no, que no estoy interesado en el intercambio; en ese, ni en ningún otro intercambio.

El tipo insiste. Me dice que yo puedo leer lo mismo en su asiento que en el mío. Le digo que no, que para nada, que no es así, que no es lo mismo, aunque no lo pueda demostrar empíricamente. A mi imaginación ya le gustó el asiento que será mío durante las próximas horas, y por el cual pagué extra. Además, de este lado del pasillo hay más luz. En mi lugarcito permaneceré hasta concluir los libros, mis dos nuevos friends, y oír la voz del capitán diciendo estaremos llegando en 10 minutos, tripulación preparar cabina para aterrizaje. Igualito a la loca de atar que me tocó de tándem en el primer vuelo, el hombre víctima del tedio —la sola idea de carecer de entretenimiento disponible convulsiona a la gente de hoy— lanza su último ataque verbal, esta vez contra la aerolínea, contra la Boeing, contra la tecnología, contra los mecánicos en tierra, contra la civilización pensante que puede vivir feliz librada de pantallas. Parecía un cocainómano al que habían dejado sin dosis. Lo miro incrédulo, sin saber si ofrecerle un diazepam, o decirle que una ansiedad extrema como la suya podría aliviarse si las aerolíneas y el sentido común de la gente (que no se siente común) hicieran algo radical: eliminar los ‘sistemas de entretenimiento” electrónico contra ‘el aburrimiento” que hay en los aviones, e instalar en su lugar minibibliotecas. A los libros nunca se les va la corriente. En los libros, la inteligencia nunca se siente corriente.

El resplandor a la hora de aterrizar tenía la belleza de un cuadro laico en el cielo. Lo vi, no me arrepiento. Furiosa, perturbada, desequilibrada por la falta de Seinfeld y Friends, la gente dormía. Todos parecían mansos bebés narcotizados. Si me animara, quizá podría comprenderlo. Es algo así como esto: en caso de no haber entretenimiento a mano, es preferible estar dormido o muerto, algo que para la poesía árabe que leí durante el viaje, son lo mismo.

Por Eduardo Espina
cadelices@yahoo.com


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