Contenido creado por Gastón Fernández Castro
Cybertario

Vuelven las bicocas

Vuelven las bicocas

11.06.2008

Lectura: 5'

2008-06-11T09:36:00-03:00
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El director de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto, Enrique Rubio, está manteniendo una serie de reuniones con industriales y comerciantes para acordar el congelamiento de precios, al menos por un par de meses, en algunos productos alimenticios.

En un contexto internacional con precios al alza en los productos agrícolas (conocido como "agflation") el gobierno busca mitigar el impacto sobre las familias más pobres, promoviendo el acuerdo voluntario con los "formadores de precios". Los acuerdos reflejan un clima de entendimiento y diálogo y esto permea al conjunto de los actores sociales, por lo que su resultado no debe ser medido en términos económicos sino políticos.

Si bien este marco de entendimiento es preferible al escenario de enfrentamiento y rebatiña que vive Argentina, existe el riesgo de que semejante práctica genere en los ciudadanos la falsa sensación de que los precios responden a las leyes de la política más que a las de la economía.

Muchos uruguayos creen que los empresarios tienen utilidades suficientes como para resignar una parte en beneficio de los más pobres. El razonamiento tiene algo de lógica pero omite un detalle fundamental. Al igual que cualquiera de nosotros, los empresarios tienden a maximizar la utilidad de sus recursos, por lo que, a la corta o a la larga, los productos menos redituables por su "precio acordado" dejarán de ser producidos.

Gracias a que los agentes económicos buscan hacer rendir al máximo sus recursos, la sociedad en su conjunto sale beneficiada. Es en ese proceso que se generan fuentes de trabajo, se mejora los salarios y se dispone de más productos relativamente baratos. En definitiva, la mejor manera de tener precios bajos es dejar que los empresarios encuentren el punto óptimo para su inversión en un ambiente competitivo.

La idea de controlar los precios por vía administrativa y reprimir a los infractores es muy antigua. Tiene al menos unos cuatro mil años. El primer gobernante que lo intentó fue el célebre emperador Hammurabi de Babilonia. Si bien quedaron registros de su decreto y posterior retractación, mucho más información se posee sobre una iniciativa similar promovida por Diocleciano, emperador romano del siglo tercero de la era cristiana. Diocleciano confeccionó un tarifario con los precios de setecientos artículos, incluyendo los salarios correspondientes a los oficios y profesiones. Para que nadie se sintiera tentado a desobedecer, el emperador estableció castigos que iban de la deportación a la muerte del infractor. Trece años más tarde, el emperador Lactancio reconocería que la sangre de sus súbditos se había derramado en vano, puesto que “la gente ya no acudía al mercado con las provisiones por miedo a las consecuencias”. Finalmente,  el decreto fue derogado.

Ya en el Siglo XVIII y en medio de la guerra de la Independencia, los estadounidenses intentaron también controlar los precios por decreto. El resultado casi termina en tragedia: mientras el ejército patriota al mando de George Washington pasaba hambre en Valley Forge, los graneros de Pennsilvania estaban repletos de alimentos, que iban a parar a manos de sus enemigos británicos. Buscando enmendar el error, el Congreso resolvió aconsejar a los Estados de la Unión que “deroguen o suspendan todas las leyes que limitan, regulan o restringen el precio de cualquier producto” tras haber comprobado “a base de experiencia”, que la limitación de precios a los alimentos “no sólo no es efectiva sino que además causa consecuencias dañinas”.

Salvo en la Venezuela de Chávez y en el feudo insular de los hermanos Castro, ya nadie cree en la utilidad del tarifario de Diocleciano. Ni siquiera en Uruguay, donde hace apenas seis años (durante la crisis del 2002) se escuchaba aún a destacadas figuras públicas reclamar el control de precios para los productos de la canasta básica. Por fortuna para todos y especialmente de los más pobres, las alternativas actuales van de la charla amistosa entre gobernantes y empresarios, en procura de productos “baratos”, hasta las improbables brigadas con las que el PIT-CNT pretendió controlar que la rotuladora de los comercios no presione al alza. Nótese que el equipo económico que encabeza Astori recorre otro camino. Acotado el “espacio fiscal” para rebajar impuestos, desde el Ministerio de Economía se promueve ahora la importación como un mecanismo “fundamental” para bajar el precio de algunos alimentos.

Con los precios acordados entre gobernantes y empresarios ocurre como con la magia: si bien sabemos que es sólo un juego ilusorio, no por ello dejamos de participar con cierta ingenuidad. La explicación debe buscarse en el terreno de la razón económica y no en el de la ilusión política: en lugar de un conejo en la galera tendremos pérdida de calidad o escasez en los productos de precio acordado voluntariamente.

Si se pudiera bajar los precios con café y simpatía, el mundo no tendría que preocuparse nuevamente por el empuje inflacionario y el hambre desaparecería en todos los países que tuvieran gobernantes y empresarios sensibles. Salvo que estemos ante el mayor descubrimiento económico de los últimos trescientos años, el resultado de estos acuerdos podrá reflejarse en los planes de marketing de las empresas y en el clima de convivencia social, más que en las góndolas de los supermercados o la olla de los pobres.