La Corte Electoral validó las firmas suficientes como para que se someta a consideración popular la nulidad de la Ley de Caducidad. La norma debió ser declarada inconstitucional en su momento, como luego sería rechazada por los organismos jurisdiccionales internacionales. Sin embargo, resultó beatificada por la voluntad popular, a resultas de la estrategia trazada por sus detractores.

El texto es un adefesio jurídico que permitió superar una crisis institucional derivada del anunciado desacato militar a las citaciones judiciales. Eran tiempos en los que la institucionalidad democrática aún no lucía tan robusta como ahora y el poder fáctico, si bien estaba en retirada, se mostraba todavía desafiante. Quienes la defienden, dirán que gracias a la Ley de Caducidad el país pudo construir en paz la estabilidad de la que hoy gozamos. Quienes la condenamos, creímos siempre que el precio que se pagaba era muy alto, tanto en términos simbólicos como humanos. No sólo se consagraba la impunidad para los responsables de crímenes aberrantes cometidos al amparo de un poder ilegítimo. Además, sepultaba la esperanza de miles de víctimas, que se vieron impedidas durante veinte años de saber qué había pasado con sus familiares y de ver sometidos a la justicia a los criminales.

¿Era un sueño irreal y hasta irresponsable el de quienes votamos verde en 1989, para que floreciera la justicia? ¿Era el miedo lo que alentaba a quienes, sin justificar la vesania criminal de los tiranos, decidieron votar amarillo y ratificar la ley? Cualquiera sea la respuesta a estas interrogantes, lo cierto es que, pasadas cuatro administraciones, una interpretación diferente del mismo texto jurídico permitió que un puñado de civiles y militares fueran juzgados, procesados y encarcelados. Gracias al trabajo de la Comisión para la Paz, convocada por el ex presidente Batlle, y a la determinación del actual gobierno, se pudo dar con los restos de un par de desaparecidos, lo que aún siendo poco, es mucho más de lo que se podía soñar.

El próximo 25 de octubre, los uruguayos vamos a elegir a quienes nos gobernarán en el futuro, mientras dirimimos una vez más sobre nuestro pasado. El resultado es incierto desde el momento que la propia anulación de una ley con más de veinte años de vigencia es un procedimiento harto discutible.

Ya se trate de un baldón jurídico o de un cimiento de la paz, su anulación no alentará a nadie a aportar información sobre el destino de los desaparecidos (más bien lo contrario) ni modificará los veinte años de impunidad que padecimos. Pero además, el plebiscito obligará a pronunciarse a cientos de miles de ciudadanos que ni siquiera eran nacidos cuando se votó esta ley, que está referida a hechos que ocurrieron cuando sus padres apenas terminaban el ciclo escolar.

Estamos ante una ley cuyo destino no tendrá ningún efecto sobre el presente ni sobre el futuro. En todo caso, servirá para que muchos tengamos un ajuste de cuentas con nuestro pasado. Una magra cosecha para tanto dolor.