Contenido creado por Gastón Fernández Castro
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Una mujer llorando en la rambla

Una mujer llorando en la rambla

30.10.2012

Lectura: 5'

2012-10-30T09:42:52-03:00
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El domingo pasado la primavera se acordó de Montevideo. La rambla estaba repleta y también la playa, que se poblaron de visitantes que querían aprovechar un recreo entre alertas meteorológicas de distintos colores y reconquistar a la muy fiel, no de los invasores ingleses, sino de los negros nubarrones y los vientos sub-tropicales.

Había miles de personas con sus carritos con bebés, bicicletas, perros de todos los tamaños y razas. Muchos se saludan, porque el Uruguay es un país de proximidades y parentescos múltiples. Como diría Lanata, somos todos primos, o casi.

Una mañana con ese clima de fiesta dominguera, con algo de metrópoli y de aldea. Aquí en la capital muchos - no todos - nos encontramos en la rambla y en las playas. Basta mirarle la cara a la gente para darse cuenta que es un momento de tranquilidad, de paz, de compartir el sol, el aire, el río-mar, los edificios ya tradicionales y los que crecen todos los días un poquito y el torrente interminable de autos.

Estábamos además abriendo el apetito. Robando trozos de conversaciones al pasar se pueden escuchar menús, trivialidades familiares, opiniones políticas, de todo un poco. Es el bullicio maravilloso creado por la espontaneidad de la gente.

En un banco en la rambla y la plaza Trouville había una señora, una muchacha que no tendría más de 35 años, sentada. Se había sacado los zapatos deportivos, tenía puestos los auriculares y lloraba. Lloraba en serio y estaba sola. Todos le pasábamos por al lado y nada más.

Me di vuelta y comprobé que no era un llanto explosivo, del momento, tenía las mejillas surcadas por las lágrimas. Lloraba, seguía llorando y hacía rato que estaba llorando. Seguí caminando y sintiéndome a cada paso un insensible, un espectador egoísta. Cuando había caminado unos cien metros. Volví sobre mis pasos. Ella seguía allí, un poco más calma.

Yo sentía vergüenza de ser un entrometido, un atrevido, de no dejarla en paz con su llanto. Pero me animé y le pregunté si necesitaba algo, si podía ayudarla. Me asombré de mi osadía. Ella levantó la cabeza con sus ojos húmedos y me dijo con mucha delicadeza y amabilidad que no, que estaba bien y que podía ella sola. Y yo me alivié, tenía miedo que me pidiera ayuda, que me contara la causa de su llanto. En todo el trayecto de regreso hacia ella me fui preparando para diversas alternativas. Con un terrible miedo a las banalidades, a las estupideces que uno puede decir en esas circunstancias. Porque ella sufría, en serio.

Seguí mi camino. Entre amargado y aliviado. No había sido tan egoísta, pero no había tenido que dejar una parte de mi alma, de mi sensibilidad junto a ese banco solitario en la rambla de Montevideo. Ahora estoy en mi casa y escribo.
¿Por qué escribo sobre este episodio mínimo, pequeño, personal? Porque cuando uno está siempre metido hasta el cuello en lo que considera grandes temas nacionales, mirando el mundo para tratar de entenderlo y darle una explicación, por al lado nuestro se cuelan los pequeños dramas cotidianos, como la soledad y el llanto de una mujer, cuyas causas nunca podré conocer, ni arrimarle una mano amiga para ayudarla.

¿Cuántos de esos dramas, de esos cotidianos episodios nos pasan por al lado y se los devora la velocidad de nuestras vidas, la mirada hacia nosotros mismos?

Ese choque entre los "grandes temas nacionales" y las pequeñas cosas, me sucedió el martes pasado cuando me quedé todo el día con mi nieto de dos años y medio, Lautaro. Era una de esas semanas rotativas en las que en algún día hay que hacerse cargo de un niño. Era una semana complicada, por muchos motivos, pero los pequeños gestos de atender un niño, de compartir la oficina, el almuerzo, sus urgencias fisiológicas siempre a último momento, de urgencia y el increíble descubrimiento permanente del mundo por parte de todos los niños, me volvió a la realidad, que no está hecha solo de grandes episodios y tensiones, sino de esas pequeñas cosas cotidianas que le dan valor a la vida. Es para que esas cosas tengan sentido, tengan valor para todos, que todo lo demás vale la pena.

Por eso me duelen mis amigos y compañeros sometidos a un calvario porque piensan y trabajan por su país. No es culpa de nadie específicamente, son las circunstancias y la ferocidad de la política. Pero a ellos les aconsejo que busquen la fuerza en esas pequeñas cosas de las que estamos rodeados y que tantas veces no vemos. Eso es la vida. Lo otro también, siempre y cuando guarde una proporción, una relación adecuada y no se transforme en una obsesión, en una deformación. La política tiene siempre ese peligro latente.

Ojalá que la mujer de la rambla haya recuperado su serenidad y pueda consolar su dolor, abrazase a una compañía y huir de su soledad.