Contenido creado por Gastón Fernández Castro
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Prisionero de las palabras

Prisionero de las palabras

16.11.2010

Lectura: 4'

2010-11-16T12:10:36-03:00
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Hay actividades que necesitan, que exigen el uso de las palabras. Escritas, habladas, gritadas, susurradas, siempre palabras. La política, la disputa del poder y su ejercicio, si es democrático requiere de muchas palabras. Y sobre todo del uso inteligente y oportuno de las palabras. Los políticos son más que nadie prisioneros de sus palabras.

Un exceso de palabras ahoga, silencios muy prolongados también pueden ser letales. Cada momento de la política consume dosis y calidades diversas de palabras. Es obvio que el momento culminante en el empleo del lenguaje son las elecciones. Al punto que al conjunto de mensajes de los candidatos y partidos se le llama el discurso.

Hay instituciones que llevan su nombre precisamente por el uso de las palabras, el parlamento es la cúspide de esa estructura en la que el diálogo o las más ásperas discusiones requieren del uso de las palabras. Parlare.

Nuestra política registra en su historia una larga trayectoria de oradores distinguidos, de personajes que hicieron de sus discursos momentos memorables de la vida política nacional. En eso no hay diferencias, en la izquierda, en la derecha o el centro decenas de grandes y buenos oradores caracterizan nuestra historia parlamentaria y política. Hay pocos casos de grandes metidas de pata. Pero algunas son muy recientes.

El discurso político también se nutre de buenos y hasta de grandes periodistas políticos y escritores que contribuyeron desde las páginas de la prensa nacional a construir la cultura y las ideas que nutrieron y siguen nutriendo a nuestra sociedad. Sin discursos no hay política.

La democracia en sus albores nació en las palabras de los tribunos y de los que representaron la voz de los ciudadanos. Lograron interpretarlos e incluso proyectar el valor de sus opiniones. No eran portavoces, eran portaestandartes.

Las situaciones cambian y cuando la política se expresa desde el poder, desde cargos de gobierno también se habla o sobre todo se habla desde los hechos, con los hechos. La gente no elige gobiernos para que expliquen o sean agudos en sus reflexiones, sino para que gobiernen, hagan, construyan y decidan. Con la dosis de riesgo y audacia que esto reclama.

El buen discurso político de un gobierno se construye a partir de la coherencia, de la capacidad de dar seguridades y fortaleza a las tendencias positivas y principales de una sociedad. Y de cumplir con las promesas. Las promesas habladas son obligaciones actuadas.

Las palabras tienen además un defecto suplementario, son capaces de abrir más frentes de batalla y de fricción de los que se pueden enfrentar con las acciones. Es siempre más veloz y fácil hablar que hacer.

El escritor francés André Malraux decía que en nuestro siglo la política fue lo que reemplazó al destino. Puso en las manos y en las ideas de los seres humanos la capacidad, el poder de construir destinos individuales y sobre todo colectivos. Es en cierta forma una obra divina y laica, aunque tantas veces a la política se la haya arrastrado por el fango.

No todo se debe explicar, interpretar, argumentar, hay cosas que deben relucir u opacarse por si mismas, por los actos y los gestos que las producen. El exceso de palabras puede ser en determinados momentos un índice de debilidad, un camino sin retorno hacia la banalidad de la política y el poder. De tanto comunicar nos podemos precipitar en los laberintos de los que resulta muy difícil salir.

La vida está llena de misterios que necesitan su tiempo y su espacio que no deben agrisarse en un permanente ejercicio de la palabra, de la deliberación, de las explicaciones. Algunas, muchas cosas debemos tener la posibilidad y la necesidad de interpretarlas nosotros, los que estamos del otro lado del poder. Esa es una parte fundamental de la política y sobre todo de la democracia, depositar en los ciudadanos la confianza y la responsabilidad de interpretar y de valorar los actos de los políticos y sobre todo de los gobiernos.

Los grandes oradores, la más brillante retórica siempre estuvo hecha de palabras, pero también de silencios, de frases y mensajes que requieren de un odio atento e inteligente. El exceso es ruido, es barullo.