Es difícil determinar qué pasó por la cabeza del presidente Vázquez y de su secretario, Gonzalo Fernández, cuando avalaron que el ministro de Medio Ambiente firmara la autorización para Botnia, a pocos días de la cumbre de Santiago.
¿Es posible que se les pasara por alto que la habilitación no iba a pasar inadvertida en vísperas del encuentro con el presidente argentino y el rey Juan Carlos? De ser así, deberíamos preocuparnos: cualquier observador medianamente enterado de la marcha del conflicto lo hubiera señalado como un asunto de la mayor relevancia y hubiera previsto que la autorización causaría confusión en Madrid e indignación en Buenos Aires. ¿Habrán querido demostrar que en Uruguay los contratos se respetan a rajatabla, aún a riesgo de enemistarse con el mediador y causar más enojo en la contraparte? De ser así, el gesto parece una sobreactuación de legalismo. En todo caso, minimizó las repercusiones políticas y diplomáticas de la autorización ambiental, en un garrafal error de cálculo, para autorizar un trámite que pudo demorar diez días más sin que nadie se mosqueara.
El papelón del jueves pasado confirma las sospechas de que el manejo del conflicto carece de una estrategia adecuada, que balancee la dimensión jurídica (no hay que olvidar que, mientras negocia, el gobierno litiga en La Haya) con otras igualmente importantes, como la diplomática e incluso la humana. El Partido Nacional pidió la cabeza del ministro Arana pero sabe que este “escenario creado por el gobierno” no lo tuvo estratega sino como víctima. Sabe además, aunque nunca se informó adecuadamente, que el conflicto está en manos del presidente y su secretario, no del ministro de Medio Ambiente ni de la Cancillería, cuyo titular se ha llamado a silencio en los últimos días. A propósito, sería bueno preguntarse si Vázquez y Fernández consultan a los expertos del servicio diplomático antes de tomar decisiones en un conflicto de de esta magnitud. Las recientes acciones indican lo contrario.
Fue la presidente electa de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, quien puso la cuota de sensatez que le faltó a este conflicto en los últimos dos años. Separando lo sustancial de lo episódico, Fernández abogó por no hipotecar la relación entre ambos países, y lanzó una sentencia de lógica implacable: si la planta contamina se harán los reclamos necesarios y si no contamina, “las protestas no tendrán más razón”. El razonamiento es de tal contundencia que alcanzó para desbaratar, al menos en el terreno intelectual, dos años de fundamentalismo piquetero.
Salvo por las expresiones de Fernández, el jueves pasado dejó un resultado muy negativo: mayor desconfianza, comunicación confrontativa, un nuevo episodio de tensión y sentimientos de incomprensión e indignación en una de las partes. Por no hablar del rey Juan Carlos, que debe estar lamentándose el día que aceptó mediar en un conflicto conducido al mejor estilo tercermundista.
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