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Escribe Esteban Valenti

Opinión | Un éxodo particular

La Redota es poco recordada, pero muestra el real temple de la orientalidad. Hay que recobrar esa comunidad espiritual en la actualidad.

02.11.2022 12:01

Lectura: 6'

2022-11-02T12:01:00-03:00
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El pasado 23 de octubre se cumplió un nuevo aniversario del Éxodo del Pueblo Oriental, voy a escribir un poco tarde, para mí personalmente tiene mucha importancia, y quiero compartir mi experiencia. Además, escuché debates y opiniones diversas sobre el tema.

Muchos de ustedes saben que yo no soy nacido en el Uruguay, llegué a la Argentina de muy chico (9 meses) proveniente de Italia y recién me instalé aquí a los 13 años. He repetido muchas veces que yo tengo que renovar mi orientalidad con mucha frecuencia. Y lo hago desde aquellos tiempos en que comencé el liceo, en 1962. Comencé la militancia, el trabajo y la vida compartida con amigos uruguayos. Y luego formé una numerosa familia.

Vengo de una de las naciones con una historia más larga y conocida del mundo y formada a partir de 1870, cuando se terminó la consolidación de Italia con la conquista de Roma por los piamonteses, que en ese entonces era Estado Vaticano. Italia, los etruscos y las diversas poblaciones de la península, pero sobre todo Roma, su república y luego su inmenso imperio. Una nación construida con hechos, con procesos y con muchos mitos. Roma  y el papel de Eneas o de Rómulo y Remo y la loba, son la expresión —como en muchos casos en el mundo —de que las identidades nacionales también se forman con mitos,

Yo hice todos los esfuerzos y los sigo haciendo por reafirmar mi condición de uruguayo. Lo hago conscientemente, racionalmente y emocionalmente. Y el éxodo, desde que lo conocí, forma parte fundamental de esa construcción de mi identidad nacional.

Mi estadía en Argentina, mi pasaje por la escuela primaria tuvo, como siempre sucede, sobre todo cuando los siete años los cursé en 10 escuelas, muchas experiencias diferentes. Pero hay una que me dejó marcado: yo italiano, en muchas oportunidades era el “gringo”, era extranjero para unos cuantos de mis compañeros. Me refiero a mis experiencias entre 1953 y 1962. Años complejos de la historia argentina. ¿Cuándo no lo fueron?

Recuerdo perfectamente que escuchaba en mi casa canciones italianas y sobre todo las grandes obras de la música, la ópera, pero también himnos y me emocionaba mucho. Era un refugio contra la discriminación. Recuerdo particularmente la canción sobre el río Piave y la batalla de Vittorio Veneto de la primera guerra mundial. “Il Piave mormorava, Calmo e placido, al passaggio,Dei primi fanti, il ventiquattro maggio…”.

¿Qué tiene que ver todo esto con el éxodo? Ya llego.

Aquí, ni por mi pequeña barra de amigos en Malvín, ni en el Liceo N°10 Carlos Vaz Ferreira, ni en mi empleo en Codarvi, o en la UJC y los gremios estudiantiles, nunca me sentí discriminado. Era “el flaco” y cuando regresé de Italia en 1984, me cambiaron al “Tano”. Y nunca, absolutamente nunca, me sentí discriminado o marginado. Era uno de los tantos sobrenombres que los uruguayos le clavan a casi todo el mundo.

En el liceo, tardíamente, porque la enseñanza de la historia tiene un papel muy importante en la escuela primaria, comencé a conocer la historia de la banda oriental y me ayudó de manera natural, pero muy fuerte a que aumentara mi admiración y mi identidad uruguaya.

Podría relatar muchos acontecimientos, incluso alguno como el triunfo en el Maracaná, que no estudié en el liceo, pero “La Redota” siempre me pareció y me sigue pareciendo un rasgo fundamental de la identidad como Nación. El mito y la realidad.

Que un pueblo de gente muy pobre en su inmensa mayoría, se decida a seguir a su jefe y abandone sus pocos bienes y, con toda su familia y lo poco que podían cargar, recorra 522 kilómetros en 64 días, en 1811, para no someterse a un pacto traicionero entre el Triunvirato de Buenos Aires y el virrey español Francisco Javier de Elío, me pareció una fragua reconocida tardíamente en la historiografía nacional sobre nuestra identidad, sobre la Banda Oriental.

Artigas, quien se opuso al principio a esta emigración masiva, luego hizo levantar un registro de las familias e individuos que formaban parte de ella. El censo denominado Padrón de las familias orientales en diciembre de 1811 era de 4335 personas con 846 carruajes, pero la gran mayoría de los historiadores consideran que al finalizar la marcha y con el ejército y los que se sumaron en el camino, el número aproximado de personas llegó a las 16.000. Una parte muy importante de toda la población de la Banda Oriental.

No abandonaron sus tierras y casas por intereses económicos, por comodidades, ni siquiera por amenazas próximas, siguieron a un caudillo y a un ejército al que libremente había asumido como propio. Un gesto de un valor libertario, democrático de un significado extraordinario. Y a mí siempre me conmovió, me emocionó. Me obligó a ponerme en el lugar de esos miles de hombres, mujeres y niños cruzando esa enorme distancia para la época. Imaginen por un momento.

No hay muchos ejemplos en el mundo de este tipo de gestos colectivos, sin convocatorias “sagradas” o “religiosas” sino realmente y auténticamente populares y políticas, en el gran sentido de la palabra política.

Es cierto que el éxodo estuvo bastante oculto, como también lo estuvo Artigas, pero fuimos capaces de incorporarlo a nuestra identidad, a nuestra verdadera historia y a nuestros mitos y eso también es muy valioso.

Cuando se habla de que los países de América Latina, surgidos a partir de la colonización luso-española, sufrieron una balcanización y que ese no era notoriamente el proyecto de Artigas, tiene una base cierta, material, basada en procesos económicos, sociales y culturales, donde también jugaron su papel las tradiciones locales, las emigraciones, las grandes producciones de cada región y su papel en la época del nacimiento de nuestros países. Pero las identidades hay que renovarlas, hay que enriquecerlas, no son un objeto muerto e inerte, que surge por contraposición con otros objetos con las mismas características de inmovilidad.

Hay una frase de Wilson Ferreira Aldunate que me gusta recordar: el Uruguay debe ser una comunidad espiritual. La dictadura, sus atrocidades, sus heroísmos, la resistencia, pero también las traiciones nos ayudaron a construir una renovada comunidad espiritual, que hay que defender y regar todos los días con la mayor pluralidad. Considero que debe elevar la bandera de la democracia como su principal bandera. No solo la bandera institucional, partidaria, formal e importante de la democracia, sino con su profundo espíritu de constante renovación.

Solo una comunidad espiritual puede resistir con éxito los embates inexorables de este mundo en ebullición y de los dos gigantes que nos rodean. Una comunidad espiritual es también inteligencia, sensibilidad y capacidad de asumir las nuevas complejidades. No es un grito, son muchas voces, susurros, convocatorias, diferencias integradas en la identidad nacional. Que nunca excluyó a los extranjeros y que sin embargo fue feroz con sus pueblos indígenas. Las comunidades espirituales deben también asumir sus tragedias y sus culpas.