La Comisión de Innovación, Ciencia y Tecnología del Parlamento podría analizar próximamente una agenda impulsada por diversas ONG uruguayas, destinada a regular la moderación de contenidos en plataformas digitales. La iniciativa pretende objetivos legítimos, como exigir “transparencia significativa y rendición de cuentas”, o “garantizar el derecho al debido proceso y a apelar decisiones de bloqueo o eliminación de contenidos”, pero también podría encerrar riesgos considerables en otros objetivos planteados, si no se definen con precisión sus límites y mecanismos de aplicación.

En el debate internacional sobre estos temas, los Principios de Santa Clara (SCP, por su sigla en inglés) se han consolidado como una referencia normativa clave. Desarrollados por expertos en derechos humanos y tecnología, destacan que toda regulación sobre plataformas debe partir de un principio básico: ninguna autoridad, pública ni privada, debe tener poder absoluto sobre el discurso.

En Europa, los debates en torno a la Digital Services Act (DSA) han mostrado la tensión entre la necesaria transparencia de los algoritmos y el riesgo de “estatizar” la moderación de contenidos, un dilema que también resuena en América Latina ante el avance de leyes contra la “desinformación” y los “discursos de odio”.

Al comparar la agenda impulsada en Uruguay con los SCP, aparecen posibles inconsistencias, en especial con los enunciados referidos a “establecer límites y controles democráticos sobre la moderación de contenidos de las plataformas” y a “promover una institucionalidad regulatoria independiente y competente”, ya que podrían derivar en una forma de intervención estatal que termine condicionando el discurso público.

Establecer “límites y controles democráticos” sobre la moderación de contenidos podría trasladar al Estado la potestad de decidir qué discursos son aceptables, más allá de los límites legítimos del derecho, entrando en conflicto con el Principio 4 de los SCP, que advierte sobre los peligros de la intervención estatal directa o indirecta en la regulación del discurso.  Además, estos controles podrían generar efectos colaterales graves. La supuesta protección del interés general puede derivar en la supresión de la disidencia, afectando el Principio 1, al permitir que la mayoría o el gobierno de turno silencien minorías o voces críticas bajo pretextos como la lucha contra la “desinformación”. En tal caso, el resultado previsible sería un efecto disuasorio (chilling effect), en el que las plataformas eliminarían más contenido del necesario por temor a sanciones, empobreciendo el debate público y restringiendo la libertad que se busca proteger.

Por otra parte, el establecimiento de una “institucionalidad regulatoria independiente” podría implicar riesgos significativos si su mandato no se limita estrictamente a la transparencia y al debido proceso.

Si el organismo supervisor se convierte en el brazo ejecutor de los “límites y controles” sobre la moderación de contenidos, su función podría derivar en una intervención estatal directa en el discurso digital y si tuviera potestad para ordenar la eliminación de publicaciones o sancionar a las plataformas por decisiones editoriales, pasaría de ser un garante de derechos a un censor institucionalizado.

En su peor versión, una entidad de este tipo podría quedar facultada para decidir qué información es legítima o falsa. Ello contradiría directamente el Principio 1, que protege el debate público incluso cuando es provocador o erróneo, y que concibe la libertad de expresión como el pilar mismo de la democracia.

La Comisión de Innovación, Ciencia y Tecnología podría optar por una ruta más prudente: tomar los aspectos positivos de la agenda y replantear aquellos que introducen riesgos de censura o concentración de poder. De este modo, se defendería la transparencia sustantiva, el debido proceso digital y la independencia frente a interferencias estatales.

Cualquier política que invoque la “protección de la democracia” para supervisar el discurso público podría, paradójicamente, debilitarla, trasladando a burócratas o mayorías circunstanciales la potestad de decidir qué voces merecen ser oídas y cuáles no.

El Parlamento uruguayo tiene la oportunidad de brindarle a la sociedad la máxima transparencia en las reglas y fortalecer el control ciudadano y el debate público, sin abrir la puerta a la supervisión estatal del discurso. En definitiva, el país debería evitar una solución autoritaria a un problema de opacidad corporativa, porque cualquier regulación que aspire a ser democrática no debe ocuparse de administrar la libertad sino de protegerla.