Contenido creado por Manuel Serra
Ope Pasquet

Escribe Ope Pasquet

Opinión | No hay prosperidad sin capitalismo, ni capitalismo sin empresarios

Los uruguayos no tenemos vocación de monjes, ni de ascetas. Lo que queremos es vivir mejor y para eso necesitamos más empleos.

04.12.2020 13:10

Lectura: 6'

2020-12-04T13:10:00-03:00
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Hace unos días hubo elecciones en la Cámara de Industrias. En declaraciones al semanario Crónicas, el candidato que resultó electo presidente de dicha Cámara, Sr. Alfredo Antía, dijo que aspira a contribuir a mejorar la opinión que tiene la comunidad del emprendedor, del empresario, "de quien arriesga su trabajo, su capital, en beneficio del desarrollo de la comunidad".

Según Antía, la actividad empresarial industrial es objeto de una "mirada negativa" de la sociedad, "que poco ha ayudado a la construcción de relaciones laborales que condujesen a mejores destinos".

Lo que dice el flamante presidente de la Cámara de Industrias no es nuevo. Se sabe desde hace tiempo y ha sido señalado muchas veces que la figura del empresario de cualquier tipo -industrial, comercial, rural o lo que fuere- no le resulta simpática a vastos sectores de la sociedad uruguaya. El empresario invierte, arriesga, trabaja y compite con ánimo de lucro, es decir, para obtener ganancias; y ese ánimo de lucro es precisamente lo que cae mal. Diríase que los uruguayos esperamos que el empresario actúe desinteresadamente, y aun abnegadamente, como un filántropo dispuesto a hacer de su empresa una ONG con forma de sociedad anónima (y que por lo tanto pague impuestos...). Como esto no sucede, se mira negativamente -como dice Antía- al empresario, al emprendedor o, más sencillamente, al patrón.

¿De dónde viene esta actitud? Quizás de la mentalidad precapitalista que desde los tiempos de la colonia española estimaba más al hidalgo ocioso que al artesano o al mercader empeñados en tareas consideradas indignas de un caballero; quizás de una lectura equivocada del estatismo batllista; quizás de la doctrina marxista de la lucha de clases, según la cual el empresario-capitalista-burgués es irreconciliable enemigo del trabajador-proletario; quizás del cóctel embriagador que hemos hecho con estos ingredientes culturales. Por una razón o por otra, lo cierto es que los empresarios no les caen bien a muchos uruguayos.

Ahora bien: el desempleo ronda estos días el 11% y ha pasado a ser la preocupación principal que detectan las encuestas, desplazando del primer lugar a la seguridad. ¿Quién esperamos que cree los cien mil empleos que se necesitan para atender la demanda de trabajo de tantas personas que ya no saben qué puerta golpear para conseguirlo? ¿El Estado, acaso? Todos sabemos que eso no es posible. Para el Estado trabajan ya unas 300.000 personas y la plantilla no debe seguir creciendo si no queremos que con ella crezcan también el déficit fiscal y la deuda que es preciso contraer para solventarlo. La creación de empleo debe venir de la inversión privada, es decir, de empresarios que pongan capital a trabajar para obtener un beneficio y, al hacerlo, generen puestos de trabajo, actividad económica y recaudación fiscal.

Más allá incluso de la creación de empleo, que es la gran prioridad social y económica de la hora, necesitamos empresas privadas activas y exitosas para producir los bienes y servicios demandados por una sociedad que siempre aspira a elevar su nivel de vida, así como para que haya consumidores capaces de adquirirlos. Hay gente austera y de hábitos frugales, que podría consumir más de lo que consume y que, sin embargo, por diversas razones, no quiere hacerlo; pero es poca gente. Las grandes mayorías, en cambio, quisieran poder gastar más de lo que gastan para vivir mejor, para tener mejor vivienda, para darles una mejor educación a sus hijos, para comprar o cambiar el auto, para viajar de vez en cuando, para comprarse ropa o para lo que fuere. Estas demandas sólo pueden ser satisfechas por economías prósperas, y la realidad muestra que las economías prósperas son las capitalistas; no hay otras.

Hace 50 años, la afirmación precedente hubiera sido enérgicamente contestada por los partidarios de la Unión Soviética, de la China de Mao o de la Cuba de Fidel: habrían dicho que en esos lugares en realidad se vivía mejor que en los Estados Unidos o en Europa Occidental, y que sólo la propaganda falaz y engañosa de los grandes medios de comunicación al servicio del capitalismo ocultaba o pretendía ocultar esa verdad. Hoy esa discusión no podría producirse. La Unión Soviética colapsó y ya no existe; el Muro de Berlín cayó; la China de Mao, miserable y atrasada, fue sustituida por la China de Deng, capitalista y rotundamente exitosa, y esa sustitución hizo posible que 500 millones de chinos salieran de la pobreza; Cuba vive agobiada por la escasez y la opresión y hace rato que dejó de ser un punto de referencia para los jóvenes de América. El debate entre la economía capitalista y la economía socialista terminó; sólo la primera quedó en pie.

Economía capitalista quiere decir propiedad privada de los medios de producción y libertad para emprender, para contratar y para trabajar. En este escenario, el actor principal es el empresario, es decir, el que es capaz de concebir y poner en marcha una iniciativa que, combinando capital y trabajo, va a generarle un beneficio. El capital no tiene por qué ser propio; el empresario puede obtenerlo de un inversor que se asocie con él, o de un prestamista; el trabajo normalmente será contratado a terceros a cambio de un salario; lo que es irremplazable es la capacidad de iniciativa para articular esos factores, capital y trabajo, de manera que al final del día se obtenga un resultado positivo, una ganancia. Si falta esa capacidad, poco importa que se disponga del capital (como dispusieron del capital prestado por el Fondes empresas que después cerraron, como Envidrio y Alas Uruguay), o que se trabaje mucho a cambio de una escasa remuneración (como en tantas empresas familiares cuyos integrantes se desloman para terminar fundidos y endeudados); y si la aptitud empresarial está, lo demás se obtendrá más tarde o más temprano.

Valorar la figura del empresario no quiere decir endiosarlo, ni desconocer que sin trabajadores tampoco hay empresa, ni olvidar que hay un capital social que la empresa no creó y del cual se va a beneficiar por el solo hecho de estar inserta en una sociedad determinada.

Valorar la figura del empresario significa entender que esa figura es a la economía lo que el goleador al equipo de fútbol. Hacer goles es invertir, crear empleos, pagar sueldos, producir bienes, prestar servicios, pagar impuestos. Si además de hacer todo esto, los empresarios se enriquecen, pues viva la cara de ellos: lo merecen.