A comienzos del año, en Estados Unidos, la primer ministra italiana, Giorgia Meloni, participó en la Conferencia Política de Acción Republicana (CPAC), celebrada en Washington, y allí sostuvo: “La batalla política y cultural por los valores conservadores no es solo una batalla estadounidense, es una batalla occidental. Sigo creyendo en Occidente no solo como espacio geográfico, sino como civilización. Una civilización nacida de la fusión de la filosofía griega, el derecho romano y los valores cristianos”.
Muchos años antes, Paul Valéry, atribuía la misma tríada fundante pero la limitaba a Europa. También Benedicto XVI, en 2011, reivindicó “el encuentro de Jerusalén, Atenas y Roma” del cual “nació la cultura de Europa”.
La afirmación de Meloni (y la aproximación de Valéry y Benedicto) es cierta; cierta pero incompleta.
Es cierta porque Occidente abreva de la fuente griega. Allí nacieron la lógica, la ética, el diálogo, la inquietud por el bien común. También, y esto es fundamental, una idea política revolucionaria, la ciudadanía activa. La libertad no como privilegio de unos pocos, sino como conquista colectiva que exige deliberar, participar y asumir responsabilidades.
Roma, por su parte, fue la gran arquitecta jurídica de Occidente. De ella recibimos el concepto de propiedad, el contrato, la responsabilidad, y la idea de persona como sujeto de derechos. Introdujo, además, un principio que marcaría la historia institucional de la humanidad: el poder debe someterse a la ley. Buena parte de lo que entendemos hoy por Justicia y Derecho tiene raíz romana.
El cristianismo, en tanto, representó una revolución moral presentando a la compasión como virtud política y la dignidad humana como principio incondicional. Nos enseñó que el valor de una vida no depende del poder ni del linaje. Tampoco del mérito.
Pero esa tríada —grecorromana y cristiana— no agota el alma de Occidente. Para entenderla en su profundidad, debemos sumar otras fuentes fundamentales.
Francia, con su revolución, proclamó la igualdad ante la ley como principio político universal. Dijo, con vocación de ley, que la ciudadanía no depende del nacimiento ni de la fe, sino de la condición humana. La soberanía popular, la escuela laica, la República como forma de gobierno, todo eso es legado francés.
La tradición inglesa nos dio el modelo institucional del poder limitado. Y con él, el Estado de derecho liberal. Allí germinó una noción de libertad como escudo frente a la arbitrariedad del poder.
La herencia hispánica legó en nosotros más que una lengua y una religión. Dejó también una visión del mundo como comunidad espiritual, una arquitectura jurídica, universitaria y urbana que aún estructura nuestra vida social.
La matriz judaica, a su vez, introdujo una ética trascendente y presentó a la ley como pacto y al deber como vocación.
El mundo germánico, entre otras cosas, nos heredó algo tan preciado como el federalismo y la autonomía local, así como una idea de comunidad con poder local.
Y hay otras muchas fuentes que confluyeron y construyeron y construyen a Occidente. Porque precisamente, unas de nuestras riquezas civilizatorias es ser plural, no ser una unidad cerrada. Nuestra historia es una historia de tensiones pero también de integraciones.
Por eso, lo que nos interesa resaltar, más que la precisión sobre la amplitud de fuentes de Occidente, es la necesidad de proteger el producto civilizatorio que a lo largo de los siglos hemos construido. Ese llamado que hizo Meloni no se trata de una cuestión nostálgica ni de resistirse a “los cambios sociales”. El desafío es existencial.
Hoy, quienes tensionan con Occidente son identidades cerradas, absolutismos morales, y relativismos éticos.
Esa puja no es solo contra quienes rechazan sus valores, sino también contra sus “aliados inconscientes”, los que renuncian a su defensa en nombre de una pretendida neutralidad.
Por tanto defender a Occidente no es un capricho, es una necesidad civilizatoria.
Y lejos se resuelve con “cerrarse”, tampoco con excluir. Pero mucho menos, con vergüenza de lo que somos; Occidente debe sentir orgullo de sus conquistas de derechos y de defenderlos se trata, sin diluirse ni deformarse.