El pasado 15 de octubre tuve el honor de ser parte de la aprobación de la ley de Muerte digna. Como toda sesión donde consideramos temas humanamente trascendentes, llevó varias horas. En su transcurso se expusieron argumentos comprometidos e intercambios sumamente respetuosos. Los que reflejaron, en muchos casos, las marcas de experiencias que todos y cada uno de nosotros llevamos indeleblemente marcadas en la piel tras haber acompañado el final de vida de alguna persona amada. Para nosotros la jornada fue, en parte, un homenaje a quienes atravesaron durísimas situaciones de partida, y un reconocimiento para quienes en este momento se encuentran dando una batalla que, tal vez, sea la final. En su globalidad, constituyó una muestra de las mejores tradiciones de nuestro país. Un día histórico, un nuevo mojón en el camino de la consagración de derechos, como lo fue en su momento la aprobación de la ley de ocho horas, la ley de la silla, la habilitación del voto para las mujeres, la ley de creación de los consejos de salarios, las ocho horas para los trabajadores rurales, la regulación del trabajo doméstico, la habilitación del matrimonio igualitario, la regularización del comercio del cannabis, la despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo.
Hablar de la muerte o del morir no es fácil. Suele darnos miedo, nos interpela, y es comprensible que así sea. Salvo que estemos atravesando una situación de sufrimiento extremo, de pérdida de esperanza, no queremos morir. Ni tampoco queremos perder para siempre a las personas con quienes compartimos nuestra vida, porque ellas son también parte de lo que somos. A veces tal vez podamos llegar a creer que no hablar de la muerte es mejor, porque si lo hacemos la convocamos. Pero no es así. Es importante que pongamos el tema sobre la mesa, que podamos mirar los procesos de muerte y hablar del morir. Porque hoy, además, vivimos en medio de una gran paradoja. Nos sigue costando hablar de ella en un mundo donde convivimos a diario con noticias sobre asesinatos y escalofriantes actos de aniquilación ya no solo entre desconocidos enfrentados sino también entre personas que se encuentran unidas por relaciones donde habría de primar el cuidado por la vida del otro.
Por eso, hablar públicamente sobre cómo morimos es un acto de responsabilidad social. Es a la vez un llamado a no naturalizar algunas muertes, las evitables, y a promover las condiciones para que todos los uruguayos tengan derecho a decidir cómo encauzar la vida en el tramo final de su existencia. Morir en condiciones que resguardan la dignidad humana es un derecho para quienes se van, y es también cuidar a quienes quedan. Porque los procesos de muerte afectan obviamente a quienes lo transitan, pero impactan en todo su entorno. Dar la posibilidad de hablar sobre la voluntad de morir a una persona que está padeciendo una enfermedad irreversible que, además, le genera un nivel de sufrimiento que podemos llamar existencial, abre puertas para transitar acompañadamente el final de la vida. Y, en caso de esa voluntad convertirse en una decisión indeclinable, que seguramente sea de las decisiones más difíciles que una persona pueda tomar, esta ley permite que esa persona sea sostenida en vez de perseguida.
Un recorrido de larga data
La aprobación de esta ley llega luego de recorrer un largo camino. No estamos aprobando un proyecto trasnochado, tampoco estamos forzando una discusión que la sociedad desconoce. Todo lo contrario. Haber planteado este tema hace treinta años habría sido absurdo, porque recién en aquel momento nuestras sociedades estaban comenzando a ver el aumento de casos de enfermedades que configuraban más cotidianamente las situaciones de enfermedad que contempla esta ley. Porque así como las formas de vida van cambiando a lo largo de la historia, también lo hacen las formas de morir. En términos generales nuestras sociedades vivieron la alegría de ver cómo el conocimiento médico lograba revertir muertes tempranas por causas infecciosas. Pero algunas décadas después comenzaron a conocer también los efectos secundarios, por decirlo de algún modo, de los logros que esa misma disciplina había alcanzado ya que con el aumento de la esperanza de vida aparecieron mayores casos de enfermedades degenerativas de largo curso. Y esta, es la situación que conforma mayoritariamente las causas de muerte no violenta, causadas por enfermedad en nuestro día a día.
Pero en nuestro país esa situación no cayó en tabla rasa. Si bien no fue el camino que compartimos profundizar, injustos seríamos si no recordamos que los legisladores uruguayos demostrando una gran sensibilidad y compasión habilitaron desde 1934 en el Código Penal el llamado homicidio piadoso. Como podemos ver, nuestra sensibilidad como uruguayos ante el padecimiento extremo de nuestros compatriotas es de larga data.
En 2009 esa sensibilidad volvió a ponerse de manifiesto, cuando demostramos hacernos eco de la experiencia humana de padecimiento en el tramo final de la vida, al aprobar la Ley 18.437, de voluntad anticipada. La que buscó proteger la decisión de las personas gravemente enfermas, y que no estaban dispuestas a que su vida fuese prolongada de forma artificial, si no quieren recibir más tratamiento médico. Ley también de vanguardia, porque no solamente contempló la situación de fragilidad y extrema vulnerabilidad de quienes se encuentran en ese tipo de situaciones sino que también fue un avance en el camino de limar las asimetrías entre usuarios de los servicios de salud y médicos.
El otro gran mojón en este camino ha sido obviamente la Ley 20.179, de 2023, que consagró el derecho de nuestros ciudadanos a recibir cuidados paliativos en los casos de enfermedad que lo ameriten. Dejemos de lado falsas oposiciones de lado, sobre todo teniendo en cuenta que esta Ley de Muerte Digna está siendo aprobada posteriormente a la reglamentación de la Ley de Cuidados paliativos. Algo que recién se está haciendo 2 años después de la aprobación de esa Ley, porque ha sido tomado como prioridad por nuestro gobierno. Ambas leyes y sus respectivas reglamentaciones son necesarias, lo son tanto como la urgencia en seguir garantizando el acceso a cuidados paliativos de calidad por parte de todas aquellas personas que lo necesiten tanto en servicios de salud públicos como privados.
Los cuidados paliativos son fundamentales, y tal vez un efecto positivo que ya ha comenzado a mostrar la ley de Muerte digna es que puso sobre el tapete a los cuidados paliativos, su necesidad de reglamentación, y el mensaje que desde el Estado se ha enviado al sistema de salud para que refuerce las prestaciones en esta área. El abordaje desde los cuidados paliativos es importante, primero, porque hoy sabemos que ellos no son solamente para situaciones de final de vida; segundo, porque es deseable que toda persona cuente con la posibilidad de ser acompañada por especialistas en cuidados paliativos ante toda situación que lo amerite, incluyendo los casos próximos al final de la vida; tercero, porque sabemos que hay casos, y personas, para las que aún los mejores cuidados paliativos y las mejores condiciones para atravesar una enfermedad severamente invalidante no son el camino querido.
Una solución seriamente pensada, y dialogada
La ley aprobada muestra adaptación a cambios sociales amplios de larga data y es, además, una respuesta a demandas sociales manifiestas en reiteradas oportunidades. La propuesta que hemos convertido en ley no es una imposición. Ha sido largamente asesorada y dialogada políticamente, como solemos hacerlo en nuestro país.
Digo asesorada porque las respectivas comisiones parlamentarias donde se trató el proyecto contaron con la comparecencia de innumerables colectivos, autoridades y técnicos entendidos en la materia. Nuestros legisladores escucharon testimonios representativos de compatriotas que padecen enfermedades terminales y de sus familiares; representantes diversos del sistema de salud; miradas jurídicas y bioéticas en torno a la temática; y, como corresponde también, organizaciones y personalidades contrarias a la iniciativa.
Digo dialogada políticamente, porque terminó siendo la conjunción consensuada de varias iniciativas: la presentada por el Partido Colorado mediante la figura de Ope Pasquet en 2020; la presentada por el Frente Amplio en 2021; y el texto fusionado que presentaron Ciudadanos y el Partido Independiente en 2022. Fue así que llegamos, en 2025, hace unos pocos días, a aprobar el resultado final de todo ese proceso.
Sin derecho a decir que no
Creo plenamente en la autonomía de las personas y en su derecho a decidir sobre su vida. Por tanto, sobre su muerte. Considero que no tengo el derecho -ni como legislador ni como persona- de decirle a alguien que está sufriendo y que siente que perdió la dignidad, que debe seguir sobreviviendo a como dé lugar. Nadie lo tiene. Y a partir de ahora, el Estado lo dejará de tener, porque la eutanasia ha sido despenalizada. Nadie será obligado a solicitarla aún estando en las condiciones de salud que la ley prevé. Ningún médico estará obligado a llevarla adelante tampoco. Quien esté en la situación estipulada por la ley, y así lo entienda, podrá solicitar ayuda para morir de forma apacible, indolora y respetuosamente.
Estando en paz con la decisión tomada, hay algo de lo que igualmente me arrepiento: que no hayamos sido capaces de visualizar el dolor, la necesidad de que esto fuera efectivamente una posibilidad, y que la ley no haya llegado antes. Ante este sentir, reconforta el haber sido el primer país en América Latina que discutió parlamentariamente el tema y y despenalizó la eutanasia por vía legislativa.

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