Era un viernes. Había bastante expectativa en torno al encuentro entre Danubio y Nacional en Jardines del Hipódromo. Aparentemente los gremios de los entes autónomos y servicios descentralizados aceptarían, con reticencias, un aumento salarial promedio del 23%. Se informaban avances de una vacuna contra el SIDA en Austria.
El presidente Alberto Fujimori ponía en marcha lo que calificaba como una “novedosa política presidencial en materia de derechos humanos”. Zulema Yoma prestaba declaración ante la justicia argentina en razón de su pleito conyugal con el presidente de la Nación.
Esa noche en la televisión podía verse Operación jaja, Amigos son los amigos, Vicio en Miami o Video Match.
Estaba cálido y húmedo. Meteorología anunciaba probables chaparrones y rachas fuertes de tormentas eléctricas.
Era el 13 de setiembre de 1991. El día que falleció Juan Pablo Terra. Hace 33 años.
Se fue, dejando tras de sí una siembra insoportablemente coherente de búsqueda perpetua y de ensayos renovadores, que no siempre son bienvenidos en una sociedad más acostumbrada a la proliferación de sentencias muy contundentes en la superficie, pero que aseguran que se mantendrán los mismos anquilosamientos en la profundidad.
Recién había cumplido 67 años de edad. Había nacido hace 100 años, el 3 de setiembre de 1924. Era hincha de Wanderers.
Siempre tuve la impresión de que en Juan Pablo Terra había una suerte de disociación temporal.
Por un lado, era un hombre fuertemente jugado con sus circunstancias históricas. Metido hondamente en la realidad del tiempo que le había tocado vivir. Juan Pablo II decía: “La fe no sustrae al creyente de su historia, sino que lo sumerge más profundamente en ella”.
Pero, simultáneamente, era un hombre que parecía salido de otra época. Su aspecto físico —flaco, con huesos demasiado largos, desgarbado— sumado a su anacrónica caballerosidad, su demencial osadía para sostener lo incómodo, lo políticamente incorrecto, sin medir los costos, le emparentaban con una suerte de Quijote del Siglo XX. Su principismo sin concesiones, el llamativo contraste entre la austeridad en su forma de presentarse y lo frondoso de los contenidos de cada una de sus intervenciones.
Una de las características más sobresalientes de Juan Pablo, con relación a su anacronismo, era su enciclopedismo casi renacentista.
Fue un arquitecto preocupado por la gente. La elaboración de planes y políticas de vivienda fue uno de sus mayores desvelos. Fue el alma máter y el protagonista central en la aprobación de la Ley Nacional de Vivienda.
Es, en gran parte, el responsable del impresionante auge que tuvo el movimiento cooperativo de vivienda en nuestro país. Y de haber transformado la concepción de la vivienda popular, procurando la articulación entre los actores sociales y el medio urbano. Además, había presentado un proyecto de ley que promovía la creación del Ministerio de Vivienda y Urbanismo. Y otro que formulaba el marco para el ordenamiento territorial. Se llamaba “Ley de pueblos y ciudades”.
Fue, además, un docente reflexivo y creador. Y, desde la fe cristiana, sirvió y atendió cuestiones sociales. Y asumió compromisos políticos.
Se formó en la escuela de Economía y Humanismo del padre Louis Joseph Lebret, de quien fue discípulo directo. La influencia del padre Lebret le imprimiría un sello de avanzada a sus ideas.
Hacia 1957, el grupo de Equipos del Bien Común, que Juan Pablo Terra integraba y dirigía, funda el Centro Latinoamericano de Economía Humana -CLAEH-, inspirado en el ideario del padre Lebret.
También participó junto a otros prestigiosos académicos, como el contador Danilo Astori, de los trabajos de la CIDE (Comisión de Inversiones y Desarrollo Económico) que coordinaba el contador Enrique Iglesias, quien, además, fue su amigo.
En el trabajo denominado “La Infancia en el Uruguay 1973-1984” del que Juan Pablo Terra es autor, junto con la economista Mabel Hopenhaym, ya se advertía sobre la concentración de la pobreza en las primeras edades y se subrayaba la ausencia de políticas adecuadas para responder a esta situación. Posteriormente Juan Pablo profundiza estas investigaciones y realiza estudios acerca de los problemas de desnutrición, de crecimiento y desarrollo vinculados con la psicomotricidad en niños provenientes de familias y hogares más vulnerables.
Los ejes conductores de todas las investigaciones y estudios de Juan Pablo Terra fueron, su intransigente rigurosidad científica y el compromiso de transformación de la realidad.
Juan Pablo Terra fue un constructor de milagros. Hizo una contribución rigurosa al tema de la vivienda. Transformó la vivienda popular en un signo de identidad de nuestro país, aun en tiempos difíciles desde el punto de vista político y económico. Realizó contribuciones a la sociología, y, particularmente, investigaciones sobre la pobreza infantil que fueron la piedra angular de posteriores reflexiones, y, sobre todo, de las acciones sociales a desarrollar. Y de las que, aún, estamos en deuda. Y realizó contribuciones en el campo político.
Un párrafo aparte merece su obra ideológica máxima, “Mística, desarrollo y revolución”, publicada en 1969, que lo posiciona como uno de los más relevantes pensadores del comunitarismo cristiano en América.
Cuando terminé de leer este libro, fue tal mi identificación con su contenido que pensé: “Nunca en mi vida leí algo con lo que hubiera estado tan de acuerdo, con lo que me identificara tanto”.
Decía Juan Pablo Terra en un reportaje que le concediera a César Di Candia, en el semanario Búsqueda, en 1988: “Yo soy arquitecto y me entusiasma hacer arquitectura. He sido un investigador sociológico, que es mi vocación y realmente me apasiona. Y hoy estoy dedicado fundamentalmente a la investigación. Y eso me entusiasma. Por último, soy político”.
Y efectivamente. Juan Pablo Terra, es también un referente político.
Comenzó su militancia política en la Unión Cívica e integró el Movimiento Social Cristiano, una corriente que sostenía hacia la interna de su partido posiciones de avanzada en lo socioeconómico.
Al producirse la transformación de la Unión Cívica, se integró al Partido Demócrata Cristiano, por el que fue Diputado desde 1967 hasta que en las elecciones de 1971 fue electo Senador, cargo que ejerció hasta el golpe de Estado de 1973.
Fue, además, dirigente de la Organización Demócrata Cristiana de América (ODCA) y de la Internacional Demócrata Cristiana, organizaciones que jugaron un rol muy importante para nuestro país durante la dictadura, entre otras cosas, por las múltiples expresiones de solidaridad y de denuncia en aquel período. Denunciando, por ejemplo, la injusta prisión que vivía el general Líber Seregni. Cuando Juan Pablo Terra falleció, en el año 1991, era vicepresidente de la Internacional Demócrata Cristiana.
Junto con Zelmar Michelini, Juan Pablo fue protagonista en la fundación del Frente del Pueblo, en 1970. También promovió la fundación del Frente Amplio. Y hacia 1989 jugó un rol de mucha significación en la gestación del primer Nuevo Espacio, una alianza política entre demócrata cristianos y socialdemócratas, fuera del Frente Amplio.
Recuerdo con orgullo que en 1989, junto con otros compañeros, abrazamos entusiasmados la bandera del regreso de Juan Pablo Terra a la militancia política, en aquel momento integrando esa primera experiencia de pensamiento renovador fuera de los cauces de la izquierda tradicional.
Desde el momento de su regreso a la actividad política, hice el esfuerzo personal de recuperar el tiempo perdido y de molestarlo lo más posible con planteos, dudas o interrogantes toda vez que pude. Experimenté, además de la admiración, la rara sensación de tener un privilegio intransferible por estar dialogando con alguien que poseía esas cualidades impares, esa capacidad profética y esa estatura de estadista.
Siempre fue un hombre de mucho coraje, dispuesto a asumir los mayores riesgos. Intransigente defensor de los derechos humanos. Promovió en el Parlamento la creación de una Comisión Investigadora con respecto al escuadrón de la muerte. Y sin estridencias, y sin extremismos realizó denuncias públicas sobre las actividades de los grupos paramilitares y las muertes por torturas en los cuarteles de nuestro país.
Hay que proteger a Juan Pablo Terra del tironeo, ese que pretende hacerlo jugar en nuestras disputas políticas actuales. Que pretende sacar rédito, suponiendo que, en algún momento abandonó su espíritu de renovación perpetua y se ancló en un espacio. Implicaría una actitud ingrata para con un hombre que, además de haber sido uno de los más relevantes exponentes del pensamiento social cristiano del mundo, hoy sigue siendo un ejemplo. No merece ser momificado en el momento que nos convenga de la evolución de su pensamiento político, tan dinámico, tan ajeno a las modas, mucho más fiel a sus ideas y a su concepción de permanente renovación, que a mantenerse anclado en un lugar. Ojalá todos, más allá de nuestra identificación política actual, tengamos la suficiente apertura mental para poder recoger ese legado.
Juan Pablo Terra, a pesar de aquella inmensa paz que trasmitía, era un faro de intranquilismo, no apto para las siestas políticas confortables. Una fuente inagotable de luz, dispuesta a alumbrar a todos aquellos que quisieran dar la bienvenida a la reflexión creadora, con intención positiva, técnicamente fundamentada, alejada del dogmatismo y comprometida con su tiempo.
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