Acabo de volver de Israel con una certeza incómoda. La innovación no es un discurso. Es una decisión política sostenida en el tiempo. En Tel Aviv no hay magia ni épica. Hay sistema. Ministerios, militares, universidades e inversores trabajando con startups como si fuera lo más normal del mundo. Porque lo es.
Israel no es la “Startup Nation” por marketing ni por casualidad. Lo es porque, gobierne quien gobierne, hay cosas que no se tocan. Educación científica. Inversión en conocimiento. Cooperación estratégica. Ahí no hay grieta. Hay supervivencia.
En Uruguay, en cambio, la innovación suele durar lo que dura un discurso.
Mientras Israel financia startups desde su Ministerio de Defensa, articula universidades con el Estado y convierte la escasez en ventaja competitiva, acá seguimos elogiando el “modelo israelí” en seminarios. El problema aparece cuando hay que sostenerlo en la práctica. Cuando implica decisiones incómodas.
En agosto de 2025, el gobierno del Frente Amplio suspendió el convenio entre la ANII y la Universidad Hebrea de Jerusalén, firmado apenas meses antes. Un acuerdo concreto, operativo, con impacto real. Incluía la apertura de una oficina de innovación uruguaya en Israel y retomaba una cooperación histórica que había sobrevivido a cambios de signo político desde 2008.
La explicación fue un “impasse” por la situación en Medio Oriente. Una frase elegante para una decisión ideológica. Porque acá no se estaba votando una resolución en Naciones Unidas. Se estaba apostando —o no— al desarrollo científico del país.
El Frente Amplio eligió congelar ciencia para no pagar costos políticos. Y no es un hecho aislado. Forma parte de una lógica más amplia. Mientras se habla de “futuro”, se debilita la educación en ciencias, matemáticas y pensamiento crítico. Se recortan horas. Se vacían talleres. Se vuelve a una educación más cómoda, menos exigente, menos desafiante. Más funcional a la inercia.
No hay innovación sin conflicto. No hay innovación sin incomodar estructuras. Y el Frente Amplio, históricamente, ha preferido preservar equilibrios internos antes que empujar transformaciones profundas en educación y conocimiento.
La paradoja es brutal. Se reivindica la tecnología, pero se erosiona su base. Se invoca la innovación, pero se frena la cooperación internacional que la hace posible. Se habla de startups mientras se achica la formación científica que las alimenta.
Israel invierte más de 200 millones de dólares al año en startups desde el Estado. Uruguay suspende convenios estratégicos por cálculo político. Esa es la diferencia. No cultural. Política.
Un país chico no puede darse el lujo de convertir la ciencia en rehén ideológico. No puede subordinar su futuro productivo a gestos simbólicos. Y no puede hablar de largo plazo mientras gobierna con lógica de coyuntura.
En el período anterior hubo un consenso básico: ciencia y tecnología como inversión estratégica, no como adorno discursivo. Hoy ese consenso se rompe. No con grandes anuncios, sino con decisiones silenciosas que, acumuladas, marcan un rumbo.
La innovación no se decreta. Se construye. Y se destruye igual de fácil.
Es como un árbol. Tarda años en crecer y minutos en ser dañado. El Frente Amplio parece convencido de que puede seguir cortando raíces sin consecuencias inmediatas. Grave error. El árbol no va a dar frutos. Y cuando el país quiera volver a apostar en serio al conocimiento, va a descubrir que perdió tiempo, vínculos y credibilidad.
El futuro no se suspende por “impasses”. Se construye o se abandona. Y hoy, guste o no, el Frente Amplio está eligiendo lo segundo.
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