El nuevo Presupuesto Nacional 2025–2029 es la primera gran jugada del gobierno de Yamandú Orsi. El Ejecutivo lo presenta como un plan ambicioso, con más gasto, alineamiento internacional en materia tributaria y un marco fiscal que busca modernizar la institucionalidad heredada. La narrativa oficial promete un Estado que invierte y que acompasa las exigencias globales. Pero entre la audacia política y la memoria institucional aparecen viejos fantasmas: crecimiento bajo, baja inversión estructural y una institucionalidad fiscal que aún depende demasiado de la voluntad política.
El presupuesto proyecta un crecimiento promedio del 2,4 % anual, casi el doble de lo que Uruguay logró en la última década (1,1 %). Para sostener ese ritmo, el CED estima que se necesitaría una inversión equivalente al 20 % del PIB —unos 16.000 millones de dólares adicionales en cinco años—. Sin embargo, la inversión pública se mantiene estancada y no hay grandes obras ni reformas capaces de movilizar capital privado. Aldo Lema advierte que el potencial real ronda el 1,6 % anual. Si la economía no responde, la recaudación quedará corta, la deuda crecerá más de lo previsto y el ajuste recaerá en el próximo gobierno. Como ya ocurrió otras veces.
En materia fiscal, el nuevo marco conserva herramientas como el Resultado Fiscal Estructural y el Consejo Fiscal Autónomo, pero elimina el tope de crecimiento del gasto primario, lo que abre dudas sobre la disciplina futura. El ancla de deuda neta en 65 % del PIB, que hoy ronda el 57 %, aparece más como un margen para estirar desequilibrios que como un límite efectivo. Según las proyecciones oficiales, la deuda alcanzará el 63 % en 2029, reduciendo la capacidad de reacción ante shocks externos.
El diseño del gasto prioriza áreas sensibles como salud, educación y seguridad, pero los márgenes reales son estrechos: la inversión pública quedaría por debajo de 2023, los salarios estatales apenas se sostendrían en términos reales y las pasividades seguirán creciendo por factores demográficos. Del lado de los ingresos, el gobierno apuesta a la mejora recaudatoria y a nuevos tributos como el Impuesto Mínimo Global, alineado al acuerdo de la OCDE. El MEF espera 350 millones de dólares de esta fuente, pero sectores como las zonas francas —que aportan 6,6 % del PIB y 66.000 empleos— ya advierten que la medida erosiona la seguridad jurídica y puede desincentivar inversiones.
En síntesis, el presupuesto combina audacia política con supuestos frágiles. Se apoya en una expectativa de crecimiento difícil de alcanzar, flexibiliza anclas fiscales sin correctivos claros y deposita demasiado en un impuesto de recaudación incierta. Es un relato de continuidad institucional que, sin embargo, camina por la cornisa. Y la experiencia uruguaya enseña que cuando los números no cierran, el ajuste llega. Lo que está en juego no es solo un debate técnico: es quién paga la cuenta y con qué costo social.

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