El presidente de la República Yamandú Orsi declaró a la prensa que da por terminado el incidente que despertó polémica en el acto recordatorio de La Noche de los Cristales Rotos, por declaraciones que él consideró no era el lugar ni el momento de formular. Por lo tanto, opto por respetar su postura, y en lugar de hacer aclaraciones o comentarios sobre lo sucedido, prefiero concentrarme en un aspecto especialmente emotivo y positivo de ese acto.
Uno de los pasajes recordados por el orador central, Ruperto Long, se refería a la actitud que tuvo el Cónsul uruguayo en Hamburgo, Florecio Rivas —oriundo de Mercedes— cuando las turbas violentas querían asesinar judíos y sacar del territorio del consulado a aquellos que se habían refugiado en el lugar.
El relato lo dice todo. Lo reproduzco. Así contó Long, tras contar sobre algunos casos de diplomáticos brasileros que ayudaron a salvar judíos.
“Hubo otras puertas que no se cerraron. Entre ellas, el consulado en Hamburgo de un pequeño país de la América del Sur ubicado en la calle Isestrasse, una calle señorial con viejos árboles que cubrían la calzada. El consulado ocupaba la planta baja del edificio. El despacho del cónsul daba a la calle y se comunicaba con una sala, donde trabajaban los funcionarios. Cuando los primeros perseguidos solicitaron refugio, fueron ubicados en esa sala. Enseguida resultó claro que sería insuficiente. Fue entonces que al cónsul don Florencio Rivas se le ocurrió una idea.
—El jardín está rodeado por rejas de hierro, de casi dos metros de altura. Además, por contrato, es parte del Consulado: así que es territorio uruguayo. Allí estarán protegidos.
Instantes después comenzó a agolparse el gentío, gritando contra los refugiados. Los nuevos perseguidos que llegaban debían atravesar la muchedumbre para entrar. Sin embargo, con enorme coraje, siguieron arribando, soportando insultos y golpes de la turba (¡Váyanse a Palestina!, les gritaban). Y los pocos funcionarios del consulado, casi todos ellos alemanes, también con enorme coraje, continuaron abriendo las puertas de la reja y alojándolos en su interior, aun sabiendo que quedaban sindicados y expuestos a castigos futuros, como luego sucedió.
En eso, por Isestrasse dobló una columna de nazis con uniformes pardos portando antorchas. La muchedumbre los vio aparecer y enloqueció. Se envalentonaron para gritar con tanto odio que es difícil de imaginar.
Al llegar, el jefe les impartió órdenes a sus hombres, que rodearon el Consulado.
—Detrás de esas rejas están refugiados judíos prófugos, que estaban conspirando contra la Nación Alemana. Están en nuestra patria, en el Reich. ¿Vamos a dejar que hagan lo que quieran? ¡Que sientan la ira del pueblo alemán!
La turba enardecida se abalanzó sobre las rejas, intentándolas arrancar, mientras gritaba y escupía a los refugiados.
Florencio Rivas era de Mercedes, tenía más de 60 años, se encontraba al final de una prestigiosa carrera diplomática. Los dramáticos sucesos, desarrollados de manera vertiginosa en las últimas horas, le impidieron recibir instrucciones de su gobierno. Debía ser él, en soledad, quien enfrentara ese crucial momento de decisión.
Reunió a su personal, abrió la puerta y se plantó a la entrada del Consulado. En las manos traía un mástil con una bandera. A su lado, un paso más atrás, se ubicó su secretaria. Y luego, uno al lado del otro, un hombre cincuentón y una señora mayor. Entonces se adelantó un paso más, desplegó la bandera —que casi nadie conocía, de rayas azules y blancas con un sol— y, mirando fijo al jefe de la turba, gritó a la multitud, en perfecto alemán:
—Este es territorio de Uruguay. ¡Aquí nadie puede entrar sin mi permiso ni el de mi gobierno!”.
En los días siguientes, contó Ruperto Long, los refugiados recibieron documentación que les permitiría emigrar a Uruguay. Se estimó el total de acogidos aquella noche siniestra en 150.
Leo y releo estos párrafos y se me vuelve a hacer un nudo en la garganta. Imagino a Florencio Rivas allí parado, abrazado al pabellón nacional, dejando el nombre de Uruguay bien alto en la historia de aquellos años oscuros en Europa.
Un relato así siempre estremece y emociona. Y más aún cuando conocemos también el aumento de incidentes antisemitas en Uruguay en los últimos meses, que son de público conocimiento. Es que el antisemitismo es nocivo e inaceptable, no sólo si corre sangre. Los discursos de odio también son un flagelo que no se debe aceptar.
A los antisemitas hay que condenarlos, alienarlos. No sólo los judíos sino todos los uruguayos que quieren vivir en un país como el que amamos.
El Uruguay que vale la pena vivir es el de los valores que el gran Florencio Rivas perpetuó en la historia, abrazándose en aquel Hamburgo nazi al pabellón nacional.

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