Contenido creado por Nicolás Delgado
Nacho Vallejo

Escribe Nacho Vallejo

Opinión | Compré una nueva normalidad y me llegó una peor que la de siempre

No sé cómo se dice “vamos a hacer sebo” en inglés, pero el slogan del movimiento del Big Quit podría ser éste.

30.12.2021 20:30

Lectura: 5'

2021-12-30T20:30:00-03:00
Compartir en

Gratis, mejor, ahora, extra, solo, especial, nuevo… La parte más obvia y tonta de la publicidad, pero igualmente muy efectiva, pasa por el uso de estas palabras que sabemos que tienen buen efecto comercial. Sin embargo, cuando por primera vez escuché “nueva normalidad” me resultó muy triste. Yo no quería esa novedad. Yo quería mi normalidad de siempre, aunque estuviera usada.

Se lo escuché al presidente Lacalle. El horario central de los noticieros, con la participación casi diaria de gobernantes con mueca grave, le ganaba 5 a 0 a Netflix, al chusmerío del Facebook, a los reeles de Instagram, y hasta a los TikTok de los adolescentes y los match de Tinder. A todo lo que no estuviera en la pantalla de televisión que se puso caliente como en los tiempos de su mayor vigor. Nada convocaba más que escuchar los partes de guerra del presidente, su prosecretario o sus ministros. Es el changüí que le dio la pandemia al nuevo gobierno, más allá de la enorme exigencia y desafío que también implicó e implica. En ese contexto nos dijeron que nunca nada volvería a ser como antes. Kaboom.

Pero poco a poco se fue generando una sensación de que la pandemia nos hacía bajar la pelota al piso y ordenarnos. Que el susto, el confinamiento y la unión de las emociones nos iba a hacer mejores. Yo mismo escribí un comercial publicitario que transfusionaba esperanza por vía televenosa, que hablaba de lo linda gente que íbamos a ser cuando esto se terminara, aunque pareciera interminable. (Cumplía su cometido marcario y de bien público)

Pero esta nueva normalidad me recuerda al cuento de Ray Bradbury “El sonido de un trueno”, donde un viajero en el tiempo pisa y mata sin querer a una mariposa 60 millones de años atrás, en el pasado, cambiando la realidad. Al regresar a su mundo presente, el protagonista encuentra que la normalidad tiene algo raro, huele diferente, como a una sustancia química que flota en el aire y se absorbe por los poros. Experimenta una terrorífica sensación como si sonara un silbato de los que solo pueden oír los perros.

Nuestra nueva normalidad empieza por tener cosas de la vieja que hoy a mí me suenan no como un silbato de los que solo pueden oír los perros, sino como una locomotora que se viene de frente, por la tropelía de transgredir lo que aprendimos para cuidarnos de algo que no dejó de suceder aún. La gente volvió a besarse impúdicamente. Orgía de besos en cada encuentro. Los cumpleañeros volvieron a soplar velas como si nadie hubiera visto la terrorífica foto del cumpleaños fatal. Las colas dejaron de tener distancia hasta el punto de que viví cercanías por la espalda que me hubieran molestado en mi inocencia pueril hace 40 años. Y llegué a ver desconocidos tan desconocidos como un cuidacoches y un viandante espontáneo y generoso compartiendo un faso al paso.

Pero más allá de las cosas viejas resignificadas, afeadas por la muerte, aparecieron cosas nuevas que son más desconcertantes. Si nos parecía que los millennials iban a terminar con el mundo, o al menos con los planes de pensiones de generaciones por venir, la pandemia nos trajo su versión reloaded: profesionales (aspirantes a) que simple y llanamente no quieren ir a trabajar. Personas jóvenes sin gran ambición material -lo cual es más que respetable- que son muy felices obteniendo títulos de licenciado y masters (que están de rebajas) y los celebran por todo lo alto como quien gana una medalla olímpica, aunque embarrados en huevo y porquería, pero hasta ahí llegan. Fin del trayecto. Porque cuando empiezan a hacer la otra carrera, la profesional, al poquito te meten un “no quiero ir a trabajar, no quiero, no quiero y no quiero” y abandonan todo lo que prenda la luz del cartel de sacrificio. Es la legítima búsqueda de un better work-life balance. Por supuesto que hay grados. Unos están más tomados que otros (tienen menos ganas que otros) y no son todos, solo son muchos. Lo vemos en nuestros trabajos donde al aflojar la pandemia se sintió flojera para volver y algunos pidieron para seguir teletrabajando, o teletrabajando al menos algunos días de la semana. Lo vemos en la universidad donde los alumnos presionan para que clases, cursos y maestrías sean también desde la comodidad de la ventanita del Zoom. (Y este año tuve que interpelar a alguno para que prendiera la puta cámara y ahí estaba en su cama con el gato.) Y lo vemos y probablemente esta es la expresión más significativa, en el big quit de Estados Unidos. Movimiento que inspiró a millones (con seis ceros) de personas a dejar su trabajo en masa, con un pico de 4 (millones) en abril de 2021. No sé cómo se dice “vamos a hacer sebo” en inglés, pero el slogan de este movimiento podría ser éste.

En definitiva, creo que lo más impactante de esta nueva normalidad post “El sonido del trueno” es esta especie de revolución de los vagos. Ya me agarro con fuerza como de un crucifijo y le rezo y releo mi copia de “Utopía para realistas” de Rutger Bregman, donde resumidamente encuentro cierta promesa de que estamos llegando al momento en el que no necesitaremos trabajar para vivir bien, porque necesito creer en esto. Será mi nueva religión, mi dogma, para escapar de la angustia trascendental que me produce el posible colapso de las pensiones en… 3, 2, 1…