Contenido creado por Gonzalo Charquero
Latinoamérica21

Escribe Marcelo Halperín

Opinión | Comercio de agroalimentos: América Latina en la encrucijada del cambio climático

Los países periféricos exportadores deberían disponer de la asistencia técnica y financiera que permita cumplir con recaudos ambientales.

08.05.2024 16:50

Lectura: 7'

2024-05-08T16:50:00-03:00
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Marcelo Halperín*
Latinoamérica21

No hay dudas de que el cambio climático, en especial asociado a la emisión de gases de efecto invernadero y a la degradación abrupta de la biodiversidad, es la causa de las catástrofes climáticas y epidemias impredecibles que se están desatando en el mundo. Según el consenso científico, ambas calamidades derivan de las condiciones de producción que prevalecen a escala global.

Entre los modelos cuestionados están incluidos tanto los de supervivencia como los cultivos extensivos generados a costa de la depredación de recursos naturales destinados a la exportación. Este es el caso de los países latinoamericanos inmersos en la matriz productiva impuesta por la dependencia estructural. Se trata del modelo de inserción internacional consolidado en el curso de la tan prolongada como penosa historia de saqueos y degradaciones coloniales y neocoloniales.

Por un lado, en numerosos países de América Latina persiste y en ciertos casos se afianza esta matriz productiva y la importancia para sus economías de las exportación de commodities hacia terceros países. Así lo confirma la reciente investigación de Rosario Campos y Romina Gayá en un trabajo conjunto de FAO y BID publicado este año bajo un título que suena pretencioso: “Oportunidades para promover el comercio agroalimentario intrarregional en América Latina y el Caribe”.

Por otro lado, paradójicamente, están multiplicándose las inhibiciones y obstáculos impuestos precisamente por los países centrales para el acceso a sus mercados de bienes obtenidos en desmedro de la sustentabilidad ambiental.

El argumento sobre la subsidiariedad

Es el núcleo de una narrativa utilizada reiteradamente por la UE al invocar la imposibilidad de cumplir el precepto expuesto en la Declaración de Río de Janeiro de 1992 sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, según el cual “las medidas de política comercial con fines ambientales no deberían constituir un medio de discriminación arbitraria o injustificable ni una restricción velada del comercio internacional (...) Las medidas destinadas a tratar los problemas ambientales transfronterizos o mundiales, deberían en la medida de lo posible, basarse en un consenso internacional”.

Frente a esta directiva, la UE se proclama como guardián de un bien público global. Lo manifiesta, por ejemplo, en la exposición de motivos de la Propuesta de Reglamento del Parlamento Europeo y del Consejo por el que establece un Mecanismo de Ajuste en Frontera por Carbono: “El cambio climático es, por su propia naturaleza, un problema transfronterizo que no puede resolverse exclusivamente con medidas nacionales o locales. La acción coordinada de la UE puede complementar y reforzar eficazmente la del ámbito nacional y local y mejora la acción por el clima. La coordinación de la acción por el clima es necesaria a nivel europeo y, en lo posible, a nivel mundial, y la actuación de la UE está justificada por razones de subsidiariedad”.

Obstáculos al comercio para combatir la deforestación

El principio de subsidiariedad reivindicado por la UE respalda también al Reglamento 2023/1115 del Parlamento Europeo y del Consejo del 31 de mayo de 2023 “relativo a la comercialización en el mercado de la Unión y a la exportación desde la Unión de determinadas materias primas y productos asociados a la deforestación y la degradación forestal”.

Habiéndose previsto inicialmente que el grueso de las disposiciones deberían regir antes del mes de julio de este año, la magnitud y relevancia de su cobertura pueden ponderarse con sólo repasar algunos ítem contemplados en el punto de partida: ganado y carne bovina; cacao y chocolate; café; grano y harina de soja; madera, papel y muebles.

Para el acceso al mercado comunitario de las materias primas y derivados que la UE considere pertinentes, se requerirán certificaciones de trazabilidad sobre la ausencia de deforestaciones en el curso de los respectivos procesos productivos. Las certificaciones deberán incluir geolocalizaciones de las zonas de extracción de las materias primas, así como evaluaciones de riesgo de deforestación susceptibles de afectar total o parcialmente las perspectivas exportadoras del país donde se asienten las producciones riesgosas.

Además, este año la Comisión debería también evaluar la posibilidad de extender, mediante ulteriores reformas legislativas, la misma modalidad de protección contra la degradación de otros ecosistemas tales como praderas, turberas y humedales.

Semejantes pretensiones de aplicar extraterritorialmente la normativa comunitaria dieron lugar a un cuestionamiento a través de la carta que en septiembre de 2023 dirigieron once países de América Latina y el Caribe, tres países asiáticos y dos africanos al Consejo Europeo, a la Comisión y a la Presidencia Pro-Témpore del Consejo.

La misiva se difundió especialmente a través del Ministerio de Comercio, Industria y Comercio del Gobierno de Colombia. En principio, los países firmantes adujeron la excesiva carga administrativa y costos para responder a exigencias tales como las de geolocalización y trazabilidad, y que finalmente tendrían que ser absorbidos por los productores. Pero la objeción más llamativa fue la referida al carácter contraproducente de las medidas con respecto a la pretensión de fomentar cultivos sostenibles, ya que los pequeños productores rurales resultarían excluidos de las cadenas de valor, no por deforestar sus tierras, sino por la imposibilidad de cumplir con las normativas.

La carta no se extiende sobre los motivos seculares de la desigualdad entre los agricultores asentados en sociedades centrales y los de las periferias. Pero nadie ignora que, en el caso de la ruralidad latinoamericana, la estructura productiva es el resultado de una letal combinación inducida por los procesos coloniales y neocoloniales. Por un lado la explotación desmesurada de inmensos territorios y, por otro, las frágiles economías de subsistencia de las que deben valerse los estratos sociales más pobres y desamparados.

Si bien era conocido el impacto de las producciones agrícolas no sustentables respecto de las emisiones de efecto invernadero, esto recién se abordó la cuestión en la Cumbre Climática de Dubái (COP 28). Allí, al menos 134 países suscribieron una ostentosa declaración firmada por los delegados de Estados Unidos, China, la UE y numerosos países de la periferia como todos los centroamericanos y sudamericanos con excepción de Bolivia, Guyana y Paraguay. La Declaración sobre Agricultura Sostenible, Sistemas Alimentarios Resilientes y Acción Climática es un primer compromiso, aunque todavía no vinculante, para incluir a los sistemas alimentarios y a la producción agrícola en los planes nacionales contra el cambio climático.

¿Cómo cursar la transición? El silencio que aturde

Una vez reconocida la necesidad de transformar las condiciones de vida de la mayoría de la población en las periferias, habría que preguntarse cómo cursar la transición sin afectar las ya muy penosas economías de subsistencia y, simultáneamente, los ingresos devengados por la exportación de producciones agrícolas extensivas de las que dependen las finanzas públicas de dichos países.

¿Será posible revertir tales sistemas sin ocasionar daños mayores a los ya conocidos? ¿Y acaso los países atrapados entre una endémica exclusión social interna y los términos asimétricos de sus intercambios comerciales internacionales deberían además hacerse cargo de su propia transformación productiva?

En los países centrales, los particulares están obteniendo reconocimientos jurisdiccionales de su derecho a la protección ambiental frente a los Estados donde residen. El caso más reciente es el resuelto por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos al pronunciarse sobre la responsabilidad del gobierno suizo, cuyas medidas inadecuadas para reparar los daños atribuidos al cambio climático fueron consideradas como un menoscabo de los derechos humanos.

Cabe recordar entonces la propia doctrina de la UE: en materia de cambio climático lo que está en juego es verdaderamente un bien público global. Los Estados nacionales que levantan el blasón de la economía verde y la preservación de la biodiversidad son las mismas potencias coloniales que promovieron aquellas expoliaciones de ultramar y hoy disparan las alarmas. ¿No deberán entonces asumir una mayor responsabilidad frente a los ingentes costos de cualquier iniciativa reparadora fuera de sus fronteras?

Parece lejana una concertación multilateral de programas para la reconversión de las estructuras productivas y los sistemas alimentarios. Entretanto, los países periféricos exportadores deberían disponer efectivamente de la asistencia técnica y financiera que permita cumplir con los recaudos medioambientales adoptados por los países centrales en su condición de importadores.

* Marcelo Halperín es profesor del Instituto de Integración Latinoamericana de la Universidad Nacional de La Plata.