Desde hace décadas el cambio climático viene generando perjuicios a la vida diaria de las personas. Lo que al principio generaba polémicas en cuanto a su impacto y a la responsabilidad de la acción humana en este deterioro, décadas después y con mucha evidencia empírica ha quedado demostrado científicamente: somos como especie responsables del daño causado a través de un mal uso (y abuso) de los recursos naturales.
También debemos asumir como un dato que los efectos generados permanecerán por décadas (e incluso se agravarán sino dejamos de depredar al planeta).
Y esto es tan grave que no es un tema de ambientalistas solamente, esto nos debe involucrar a todos. Desde el punto de vista de la economía, las consecuencias del cambio climático y las medidas defensivas han estado fuera de las cuentas económicas de desarrollo e inversión, pues en ellas no se ha incluido el costo de los efectos que dicho cambio tiene en la salud, la producción ó el hábitat.
A nivel global es necesario un cambio de rumbo en los modelos de desarrollo de los países para priorizar las energías renovables, desacoplarse de los combustibles fósiles y reorientar sus inversiones hacia la adaptación, mediante la innovación tecnológica y soluciones basadas en la naturaleza.
Esta respuesta implica un giro deliberado en la composición de la matriz energética, la urbanización, la movilidad y el agro y, en general, en el contenido de carbono de la economía.
Y esto implica una mirada mucho más potente acerca de una política fiscal “verde”, que implica temas de financiamiento, por ejemplo a través de emisión de bonos sujetos a cumplimientos de objetivos medioambientales (donde Uruguay ha hecho recientemente una experiencia exitosa), generación de incentivos tributarios a actividades medio ambientalmente sostenibles y desincentivos a las que no lo son, inversión pública en infraestructura que colabore con la adaptación al cambio climático, estímulos a las innovaciones tecnológicas, la administración de riesgos, mejores sistemas de información acerca de las emisiones de carbono que se puedan utilizar en las carteras de inversión, rediseño de los planes de usos de suelo, y la orientación de las políticas de las bancas de desarrollo nacionales e internacionales.
Estas discusiones globales, que a veces vemos como algo muy lejano y por fuera de nuestras vidas ya que pensamos que, por ejemplo, la reducción de los cascos de hielo o el agujero de ozono nada tiene que ver con nuestra diaria realidad, de hecho está teniendo efectos bien concretos sobre nuestra vida, nuestra economía y nuestra producción.
Vemos por ejemplo cómo cambio climático y el calentamiento del planeta asociado colabora con eventos cada vez más frecuentes de sequía y cómo eso afecta de manera particularmente intensa a un país de base agroindustrial como el Uruguay.
Y los diferentes gobiernos han tenido respuestas puntuales ante cada evento de déficit hídrico, tratando de paliar los efectos negativos generados, así como también desde el sector privado se han tomado acciones.
Pero, es importante que como país entendamos que no estamos frente a hechos aislados que requieren medidas puntuales, sino que estamos frente a una nueva realidad que permanecerá y que por lo tanto requiere soluciones estructurales.
Y aquí no se trata de un gobierno u otro, ni de partidos políticos, sino de una visión de desarrollo de largo plazo, en la cual, para lograr una economía medioambientalmente sustentable, y que funcione a pesar de los efectos del cambio climático, el acceso al agua y a la energía renovable será cada vez más crucial.
Probablemente estos dos factores junto con la calidad de nuestro capital humano (calidad de la educación) sean de los elementos más importantes para generar ganancias de productividad en el futuro.
Visión de desarrollo que obviamente excede lo público y debe incluir al sector privado, donde el Estado tiene un rol importante en generar estrategia, crear y producir bienes públicos, articular y orientar mercados.
Y es aquí donde no hemos terminado de aprender como país, el intento de cambio estructural más importante fue impulsado por el entonces ministro de Ganadería, Agricultura y Pesca Tabaré Aguerre, a través de una Ley de riego, que luego no fue reglamentada ni por el gobierno del Frente Amplio ni por el actual. Por supuesto que con esta reglamentación no alcanza, pues otras medidas asociadas deben ir de la mano, pero sería un muy buen comienzo.
Hasta ahora el agua no se usó más allá de necesidades básicas, con excepción del arroz que desarrolló una cultura del riego. Y estamos teniendo memoria corta, y luego de que llueve nos olvidamos del tema hasta la próxima sequía.
El país debe promover con fuerza un plan de desarrollo hidrológico nacional, sustentable medioambientalmente, que nos permita avanzar en un acceso seguro a un insumo clave para la producción, que cada vez dependa menos del clima.
Debemos cada vez esperar menos el agua y trabajar para almacenarla y distribuirla. Y también usarla en forma más racional y eficiente, cuidando el medioambiente. No se justifica el uso indiscriminado con fines productivos y humanos y eso tiene que ver con sistemas eficientes, responsables y sustentables apuntando a más y mejor producción.
Debemos tener en cuenta las diferentes actividades agrícola-ganaderas y sus necesidades hídricas, la realidad de los diferentes suelos, y la ecuación de rentabilidad en cada uno de estos casos para hacer inversiones en riego es absolutamente fundamental.
Debemos incluir la inversión en riego dentro de una mirada estratégica de la inversión pública, y también generar escenarios de promoción más potentes para la inversión privada. Ambas deben ir de la mano, de manera coordinada y ocupando en cada caso los espacios que sean convenientes. Y esto requiere pensar de manera diferente, probablemente en muchos casos soluciones de riego individual sean inviables económicamente, por lo cual esquemas asociativos a nivel privado con impulso e incentivos desde lo público puedan volverlo rentable.
Obviamente esto no eliminará el problema, pero sin dudas será una enorme mitigación para las épocas de sequía, y también permitirá elevar el piso de producción para épocas más “normales” (si es que es pertinente decirle así a esta altura).
Y esto es absolutamente relevante en un país como Uruguay, donde el 75 % de las exportaciones de bienes provienen de la cadena agroindustrial, y en ella hay grandes oportunidades de futuro. Según estimaciones de la FAO, para 2050 la producción mundial de alimentos aumentará aproximadamente un 60%, acompañando un aumento de la demanda por el incremento de la población.
Uruguay es un país proveedor de alimentos de alta calidad para el mundo: somos tres millones de personas y exportamos alimentos para 28 millones. En un planeta que va a demandar cada vez más alimentos, la estrategia productiva debe centrarse en que el país pueda duplicar su producción y alcanzar a alimentar a 50 millones.
Vaya si el agua y el acceso a la misma es entonces vital.
Pero con el desarrollo de infraestructura de riego sólo no alcanza, esta es una acción de largo plazo y probablemente no llegue a todos los sectores ni a todos los tamaños de productores, por lo cual se debe completar con otras acciones.
Por ello debemos complementarlo con una mucho más potente gestión de riesgos, que cada vez son más frecuentes: necesitamos amortiguar o mitigar los efectos del cambio climático y la frecuencia de rachas secas que tanto afectan a nuestra agricultura y ganadería.
Con este enfoque, las políticas públicas deben jugar un rol central, por ejemplo, a través de subsidios a la prima de seguros en sectores con más dificultades (por ejemplo, la granja), o mediante la generación de información e investigación para ajustar modelos predictivos lo cual permitirá generar alertas más tempranas y mejorar las coberturas de los seguros, yendo a seguros basados en indicadores de última generación.
Está muy bien que se tomen medidas paliativas, estas son imprescindibles ante eventos como el que estamos viviendo, pero necesitamos como país mirar más lejos, y hacer de este gran problema recurrente, una oportunidad para el desarrollo.
Oportunidad para el desarrollo que requiere una mirada “verde” de la política fiscal.