Hace algunos días recorría la peatonal Sarandi con un amigo argentino y este me preguntó asombrado sobre el destino nocturno de las esculturas que adornan el paseo de la Ciudad Vieja. No se me había ocurrido. Le contesté que esas esculturas en madera, en metal y piedra, en sutiles caños, estaban allí en forma permanente, de día y de noche. ¿Hace cuanto? insistió en su indagatoria. Hace unos cuantos meses. ¿Y nos las destruyeron, no se las llevaron? Obviamente no, siguen allí tan campantes.

Mi amigo quedó asombrado y se puso a resaltar el nivel cultural de los uruguayos y yo comencé a inflarme de orgullo nacional, al punto de hacer peligrar los botones de mi camisa. Hasta que llegamos a la plaza Matriz. La cruzamos en diagonal y una ola de vergüenza me invadió. De las ocho figuras que adornan el borde de la fuente de mármol obra del escultor Juan Ferrari, inaugurada en 1871, que documenta el primer servicio de aguas corrientes cinco ya habían sido amputadas, destruidos los penachos-cola de pescado que durante varios meses fueron restaurados prolijamente. Y eso sucedió en pocos días, porque las redes y andamios se retiraron hace muy poco tiempo. Me callé, para qué iba a quitarle la ilusión a mi amigo porteño sobre la sensibilidad y cultura de los orientales. Sobre todo a un argentino en estos tiempos.

Para romper esas esculturas hay que superar una baja reja de metal que rodea la fuente y pegarle fuerte y duro, hay que hacerlo con alevosía y por hacer daño, nada más, pero más allá de lo físico hay que degradarse frente a la ciudad y su gente. No se trata de un metal revendible, ni de un objeto de algún valor comercial. Es dañar por dañar. ¿Quién o quienes son los vándalos? ¿Es una casualidad o forma parte de algo más profundo?

No son preguntas ociosas. Convivimos con esas contradicciones, a pocas cuadras de distancia y si bien en apariencia no tienen relación con los agudos y complejos problemas de nuestra sociedad y por lo tanto de nuestro país, son señales que deberíamos explicarnos.

Podemos cómodamente depositar todo en la maldad o la brutalidad de unos pocos, de esos nichos que viven bajo la superficie de todas las sociedades. Hay muchas señales de que esa realidad se extiende y que cada día nos acostumbramos a convivir con ella y nos justificamos comparándonos con otras ciudades donde la degradación es mayor.

No pretendo hacer un inventario de esos episodios que todos vivimos, o conocemos de decadencia de las formas de convivencia, de desamor por nuestras cosas valiosas y por nosotros mismos. Porque nosotros somos también parte del problema, no nos lavemos las manos.

La vida cotidiana de Montevideo -mucho más que en las ciudades del interior- está repleta de esos pequeños gestos de desaprensión y de desinterés. Y en el extremo opuesto cuando nos convocan al Día del Patrimonio desbordamos todas las previsiones.

Esos episodios también nos hablan de sociedades diversas que conviven bajo el mismo techo urbano pero en dimensiones diferentes e incomunicadas. La fractura social y sobre todo cultural que surca el Uruguay es una estadística, son comportamientos y conductas que todos hemos incorporado de las más diversas maneras.

Son conductas que influyen en nuestro trato callejero, en nuestra seguridad, en la visión que hoy tiene la sociedad sobre la educación pública y la otra, en la mendicidad infantil y adulta y en el extremo más bajo en la normalización del delito. Sé que estoy haciendo un menú de difícil digestión, pero sé también, que el viento que alimenta estas tormentas tiene un cuadrante común con nuestra propia capacidad de asombrarnos, de indignarnos, de expresarnos. En este caso la nostalgia de un pasado diverso, es sólo eso, nostalgia. Hace falta que reaccionemos. Y reaccionar es un verbo que en este caso sólo se conjuga en plural.

El filosofo alemán Günther Anders dijo que "La humanidad que trata al mundo, como un mundo para tirar se trata a si misma como una humanidad para tirar".

valenti@montevideo.com.uy

(*) Periodista, coordinador de Bitácora. Uruguay.