Por Brian Majlin
bniljam
En un mundo de ventanas emergentes, de oportunidades ilimitadas y de hiperconectividad furiosa, la pandemia de covid-19 supuso un punto de inflexión para muchos que, llamados a repensar sus prácticas y sus lógicas, encontraron en la forma en que llevaban su vida un cúmulo de sinrazones. De la rutina fatigada, de la sobrecarga mental y física, de la demanda y la persecución constante del éxito que, la mayor parte del tiempo, suele ser esquivo o efímero. De ir a trancazos al lugar de trabajo, de comer mal y dormir peor. Y sobrevino una época en la que portales y noticieros se llenaron de notas del estilo ‘Deja todo para vivir en el campo’, ‘La gente que vive en ciudades pequeñas es más feliz’ o ‘El teletrabajo llegó para quedarse’ o ‘Éxodo al revés’. Parecía el momento en que todos querían irse al campo o al pueblito.
La tendencia a desplazarse —migrar suena impersonal— desde las ciudades al campo no nació con la pandemia ni terminará con ella, pero en países en los que la mayor parte de su población vive en grandes ciudades no dejó de ser una novedad. Uruguay y Argentina son los dos países con mayor población urbana del continente, con 96% y 92% de sus habitantes en ciudades. Le siguen Chile, Colombia y Brasil, con 88%, 82% y 81%, según los datos del Banco Mundial. Y ahora parece que algunos querían (¿quieren? ¿pueden?) dejar de estar tan mal. ¿Pero qué es ese tan mal?
En La vuelta al perro (Tenemos las Máquinas), la escritora chilena Cynthia Rimsky cuenta cómo fue su acostumbramiento o su vivencia en la llegada a un pueblo chiquito de la provincia de Buenos Aires, en Argentina. Es parte de ese típico carácter migratorio pospandemia, aunque Rimsky parece haberse ido antes —y cuenta incluso su experiencia de cuarentena allí, pero la pandemia es un ruido bajo, casi sordo y de fondo: no es el foco—. En esta serie de relatos y crónicas un poco reflexivas la autora, sin enunciarlo, nos cuenta el ejercicio de recuperar los nombres propios de los vecinos, de las plantas, de los animales y hasta de los trabajadores y los oficios que hacen una casa.
Ahí es donde parece radicar la búsqueda del emigrado. Lo que nos devuelven estos pueblos —acá vale aclarar que pueblo es todo aquello que sea bastante menor al lugar de origen— es la posibilidad de vivir los hechos en tiempo presente. De dotarlos de un sentido propio sin una utilidad, sin un fin más allá de la propia experiencia. De conectar con esos sujetos e interlocutores en la plena presencia y sin mediaciones (al menos de las tecnológicas). Esos sitios que, por carecer de tantos estímulos, permiten parar la máquina. Nada nuevo bajo el sol: una práctica que la mayor parte de las disciplinas milenarias —cultura zen, yoga y más— tienen como norte: meditar para alcanzar, al fin, el presente.
Pero esta lectura y esta búsqueda me llevó —en realidad la conexión fue fortuita porque había recibido justo el libro de Agustín Valle, Jamás tan cerca. La humanidad que armamos con las pantallas (Paidós)— a preguntarme por el modo de salir de la vorágine. Aún en los pueblos hay celulares. Aún en la soledad estamos con las pantallas. Y precisamente Valle, que hace un análisis exhaustivo y luminoso sobre el período que habitamos y sus avatares sociotécnicos, trae además del diagnóstico una mirada prospectiva, que si no es necesariamente optimista igual nos arroja una salida para el atolladero de estar tan aisladamente hiperconectados.
Por un lado estamos todos viviendo a mil, con el teléfono y las ventanas emergentes, con decenas de pestañas en cada navegador: vivimos en ventanas. Con una atención hiperfragmentada y dispersa. La procrastinación nunca tuvo tanta prensa. Y mientras globalmente se discute la productividad y la futilidad de las jornadas laborales extensas, aparece la tensión de la hiperestimulación constante que nos hastía y nos cansa físicamente, que nos lleva a la necesidad imperiosa de la desconexión, pero que a la vez nos seduce y nos excita. Vibra, se ilumina, suena: y nos tiene atrapados. Nos hace sentir que algo nuevo está pasando. O, como señala Valle, que algo “más grave, más gravitante” nos convoca. Algo más interesante e importante que el presente. Y nos da la sensación de que estamos absolutamente conectados, pese a que es una época de notable distancia y fragmentación entre las personas.
El celular es un invento luciferino, me dijo una vez, sin atisbo de espíritu ludita alguno, el escritor Pablo Katchadjian. Decía que alguien, con lucidez dañina, supo conjugar muchas necesidades que la humanidad tiene, una brújula para no perderse, una cámara de fotos para inmortalizar un instante, un teléfono para comunicar algo urgente o simplemente que hemos llegado a destino, una linterna para encontrar algo en semejante oscuridad, un reproductor de música para ser felices en cualquier lugar; pero inventó algo que nadie había pedido: un único aparato que, con la apariencia de satisfacer todas las necesidades, nos agarró de los pelos y nos sujetó sin más. De lógicas necesidades a una bruta dependencia.
Valle no se queda en la anécdota individual, y va más allá, a la idea de que la subjetividad que este modelo sociotécnico nos lega es una muy particular: una disgregación de la comunidad. Y nos arroja una idea que puede asociarse a la idea de volver al pueblo como Rimsky, de meditar como un yogui o de simplemente poner el teléfono en modo avión por una hora: la noción de presentificación. De recuperar y restituirle el presente a la vida.
Está claro que no alcanza para recuperar la comunidad ni para dar sentido a la existencia en colectividad, pero, mientras navegamos decenas de pestañas, por algún lado hay que empezar.
Por Brian Majlin
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