Contenido creado por Inés Nogueiras
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Memorias

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"Libres son quienes crean, no quienes copian, y libres son quienes piensan, no quienes obedecen. Enseñar es enseñar a dudar".

15.04.2015

Lectura: 3'

2015-04-15T07:18:00-03:00
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La Unesco encontró en este pensamiento de Eduardo Galeano una manera de homenajearlo, y acaso no haya modo más sintético y fiel de hacerlo que reproduciendo uno de sus habituales sofismas. Sin embargo, Galeano no pasó por este mundo para enseñarnos a dudar sino a creer.

A excepción de Las venas abiertas de América Latina, un fallido pero exitoso ensayo sobre las hipotéticas razones de las miserias subcontinentales, su obra transitó por los rincones y los personajes más olvidados de América, anécdotas que de tan mínimas y menores podían alcanzar la dimensión de una epopeya. Al menos ese fue su arte y a él le debe su universal reconocimiento.

Para Galeano, esa saga era el esqueleto de un continente pisoteado por los poderosos y abandonado al olvido por los historiadores y los memorialistas. Por eso presumía, junto a sus exégetas, de que esos indios y campesinos, esas mujeres, futbolistas o esperpentos arrojados a los confines de los suburbios no eran más que personajes de una única trama, brutal pero heroica, de la que él y otros como él vendrían a redimirlos.

Eduardo Galeano abrazó la Revolución Cubana, como buena parte de su generación, ilusionado en que, junto a Fidel y Guevara, también desembarcarían en Cuba el espectro de Caupolicán, esta vez triunfante en la batalla de Antihuala, o del mismísimo Tupac Amaru, cabalgando sobre uno de los caballos con que los conquistadores intentaron, infructuosamente, descuartizarlo.

Pero algo salió mal. Los revolucionarios se convirtieron en verdugos y carceleros, lo que incluyó a muchos de sus antiguos compañeros. En el continente, guerrilleros y soldados compitieron durante más de tres décadas en crueldad, en una lucha que sería, además de sangrienta, desigual. Galeano formó parte de los vencidos. Vio morir y caer presos a sus compañeros y marchó con muchos de ellos al exilio, donde dio muestras de compromiso y solidaridad. El escritor alzó la voz contra los dictadores latinoamericanos y escribió una prosa sensible y conmovedora, que no se destacó por su calidad literaria pero que sirvió para mantener en vilo el espíritu de lucha.

Pero el triunfo de la libertad que coronó la resistencia de los latinoamericanos y el derrumbe de la Revolución Cubana no alcanzaron como para hacerlo dudar. En lugar de denunciar sus crímenes, decidió obedecer; no pensar, sino copiarse a sí mismo, repetir sus eternos sofismas, ahora probadamente falsos, antes que lanzarse a la aventura de dudar.

Fue entonces que Galeano dejó de ser un intelectual para convertirse en un maestro de la fe, en un predicador de un texto sagrado venerado por miles y que él mismo escribió. Su muerte lo alcanzó dos días después que Tabaré Vázquez, junto al presidente de Estados Unidos, se reunieran con los disidentes cubanos y venezolanos, esas víctimas que nunca encontraron en Galeano ni una sola palabra de aliento o consolación. Que haya paz en su tumba.

Gerardo Sotelo