El proyecto de ley de educación enviado por el Ejecutivo no es tan malo como pudo haber sido de prosperar las iniciativas de los gremios pero igualmente debe generar preocupación.

"Nunca voy a reconocerlo en público pero esta es la peor administración de la Enseñanza desde el regreso a la democracia". La frase se la escuché a un investigador especializado en políticas sociales y votante frentista. Muchos se preguntan cómo es posible que la izquierda haya llegado al poder sin un proyecto concreto para reformar la Enseñanza. Desde filas oficialistas, se responde que el proyecto surgió de un gran debate nacional que culminó en un multitudinario congreso. Un congreso cuyos documentos finales, casualmente, son un calco de lo que reclaman los sindicatos desde hace años.

Uno de los puntos más polémicos es el del control de los organismos de dirección. Aunque los gremios tendrán dos de cinco directores en el Codicen y -no la mayoría como reclaman-, la oposición alcanza a ver que con este sistema la izquierda se asegura el predominio, sea cual fuere el resultado de las próximas elecciones.

Pensar que los docentes deben controlar el proceso educativo es como asignarle el Ministerio de Economía al Consejo de la Facultad de Ciencias Económicas, o poner las inmobiliarias en manos de los arquitectos. En el fondo, este tipo de razonamientos responde a un sentido aristocrático, tecnocrático o francamente corporativo de la organización social. Quienes lo promueven buscan soslayar la dimensión política de todo sistema educativo y no porque no sepan de su existencia sino por lo contrario. Gramscianos al fin de cuentas, quienes controlan las corporaciones docentes saben que pelean por una porción mayúscula del poder y que quizás no vuelvan a tener una correlación de fuerzas tan favorable en mucho tiempo.

Pero el proceso educativo tiene que ver antes con el ejercicio de la ciudadanía que con el de la docencia. En esa dimensión, la opinión de cualquier ciudadano es igualmente valiosa, sin importar su condición social o su especialización. Por paradójico que parezca, es mejor que las decisiones en materia educativa estén en mano de los representantes de la ciudadanía y no de las burocracias sindicales. Estas no responden necesariamente a los intereses de los ciudadanos o los usuarios y sus decisiones están por fuera del control democrático.

Como señalaran destacados voceros del oficialismo, la burocracia se gobierna a sí misma y prioriza sus propios negocios, ya sean estos profesionales, económicos, ideológicos o políticos. Por eso, el tímido intento de incorporar la evaluación externa de resultados, incluido en el proyecto, ya fue rechazado por los gremios.

La enseñanza pública de nuestro país está estructurada en función de los intereses de la burocracia y no de los educandos; mucho menos de los más pobres. Sin ir más lejos, el sistema de asignación de recursos salariales (central en toda organización) termina consagrando una concentración regresiva e injusta. Como la prioridad para elegir cargo la tienen los docentes más antiguos y estos son los que perciben los salarios más altos, los centros educativos de los barrios más favorecidos terminan contando con los docentes de mayor trayectoria y percibiendo la mayor parte de la inversión. En cambio, los niños y niñas más pobres son educados por los docentes que tienen menos experiencia y que cobran salarios más bajos. Dicho de otro modo, el enorme esfuerzo que hace la sociedad uruguaya para financiar la educación de quienes menos tienen termina favoreciendo a quienes están relativamente mejor. La nueva ley debería corregir esta y otras inequidades.

Si de verdad se quiere consagrar la participación de los principales actores, se debería otorgar un rol central a los padres y madres de los alumnos (razón de ser de todo el esfuerzo económico y profesional del sistema) así como a los futuros empleadores, que algo deben tener para aportar al proceso de capacitación de los jóvenes. Esto sin perjuicio de la necesaria participación de los docentes, especialmente en el área de su especialización: dar clases.

Si de verdad se quiere que el sistema educativo esté al servicio de la sociedad y no al revés, la nueva ley debería promover un modelo abierto que refleje todas las tendencias, preferencias y orientaciones de la comunidad. En lugar de obligar al cumplimiento de programas únicos, podría limitarse a controlar que las denominadas “competencias de salida” sean las adecuadas para cada nivel educativo, dejando que florezca la libertad en todo lo demás.

Finalmente, el sistema debería funcionar bajo la supervisión de autoridades que rindan cuentas ante el Parlamento por sus decisiones y resultados pedagógicos, especialmente entre los más pobres.

Ojalá que el proyecto del Ejecutivo sólo sea el comienzo del verdadero debate educativo.