Contenido creado por Gastón Fernández Castro
Cybertario

Libertad hecha humo

Libertad hecha humo

09.05.2007

Lectura: 6'

2007-05-09T07:57:00-03:00
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Cientos de personas se congregaron el sábado pasado en el Molino de Pérez para impulsar la despenalización de la marihuana. Entre ellos se encontraban representantes de la juventud socialista y el diputado de la Vertiente Artiguista, Edgardo Ortuño, testimonios exóticos de un sistema político que poco dispuesto a considerar el tema.

El reclamo de que se despenalice la cannabis crece en todo Occidente, mientras su utilización se vuelve cada vez más extendida y aceptada. Se trata de un producto natural, consumido durante milenios por los pueblos más diversos y cuyos efectos son menos nocivos que los de muchas drogas legales. Los partidarios de la despenalización abogan por un consumo responsable, propio de personas adultas y libres. Sin embargo, el diputado Ortuño y los jóvenes socialistas no deberían alentar demasiadas esperanzas: lejos de liberalizar nada, el gobierno que integran busca ahora prohibir la publicidad de cigarrillos.

Quienes promueven esta última violación de las libertades constitucionales no tienen ningún motivo para terminar con la ilegalidad de la marihuana. Como estamos ante una campaña de bien público, piensan, el daño causado a la libertad individual queda mitigado o justificado. En los temas de la salud, el gobierno prefiere mostrarse como un padre preocupado, controlador e intransigente y no como lo que debería ser: una herramienta que nos dimos los ciudadanos para resolver nuestras diferencias allí donde no pueda prosperar la libertad de conciencia. El diputado de Asamblea Uruguay Luis Gallo, por ejemplo, cree que la censura a la publicidad de cigarrillos se justifica porque la salud pública está por encima de la libertad de comercio. El razonamiento intenta minimizar la represión con un doble chantaje: 1) oponiendo falsamente la salud al dinero; y 2) rebajando la libertad a su grado “comercial”, lo que agrega un tinte francamente diminutorio.

Poco importa que nuestra Constitución establezca que la comunicación de pensamientos es “enteramente libre”, y que cada individuo (no el Estado) es el responsable de velar por su propia salud. El empeño por convertirnos en ciudadanos virtuosos y sanos es de tal relevancia que no puede detenerse ante tales minucias. Después de todo, ¿no lo hacen por nuestro bien? ¿No es el tabaquismo un flagelo oneroso y cruel? ¿No es la marihuana el primer peldaño en la escalada del drogadicto? ¿No es que el cigarrillo y las “drogas” nos matan? ¿Qué sentido tiene la libertad si nos lleva a la autodestrucción?

Quienes justifican estas políticas represivas no aceptan que nuestras respuestas a tales interrogantes estén llenas de claroscuros. Contrariamente a lo que dicen los represores antitabaco, esas y otras preguntas similares no están vinculadas a cuestiones científicas ni económicas, sino a cómo prefiere vivir su vida cada ciudadano, y esto incluye la facultad de establecer criterios de salud de carácter subjetivos y personales. Veamos por qué.

Para la OMS, la salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no sólo la ausencia de enfermedades. Los defensores de la censura contra la publicidad de cigarrillos advierten, con razón, sobre las complicaciones físicas a las que se expone el fumador, pero nada tienen para decir sobre las múltiples dimensiones morales o existenciales que se ponen en juego cuando las personas toman decisiones sobre su bienestar mental y social.

En pleno ejercicio de sus facultades, una persona puede optar por prolongar su vida privándose del consumo de productos tales como el cigarrillo, la sal, las grasas animales o el alcohol, para disfrutar de este don de Dios todo el tiempo que sea posible. Otra, con igual cordura e información, podría tomar la decisión inversa, argumentando que la vida sólo vale la pena ser vivida a pleno, aunque eso signifique morir antes de la edad promedio de los no fumadores. Desde el punto de vista del bienestar mental y social, es tan insalubre para la primera que se lo obligue a fumar como para la segunda que se lo prive de su cigarrillo y su copetín. ¿Qué debería hacer el Estado al respecto sino garantizar que nadie va a ser discriminado o castigado por sus opciones de vida? 

John Milton decía que el uso de la razón se define por la “capacidad de elegir”. Hace más de tres siglos, el gran pensador inglés creía que la búsqueda de la verdad era una tarea compartida, que requiere de parte de la comunidad “un poco de generosa prudencia, algo de paciencia con los demás y un grano de caridad”. Va de suyo que tales contemplaciones tienen como beneficiarios a quienes desafían, por sus singulares puntos de vista o estilos de vida, el saber convencional o académico. Definir cuáles son las conductas saludables y perseguir a quienes no las respeten es como querer establecer y administrar una verdad oficial. Es una tarea propia de un ayatollá de la fe más que para una ministra o una comisión parlamentaria.
 
Los defensores del Estado-niñera suelen justificar la intromisión porque los fumadores ocasionan, presuntamente, mayores costos a las arcas estatales. Sin embargo, conviene reparar en un par de detalles. El primero es que los fumadores también generan importantes recursos que no suelen cuantificarse, ya sea por concepto de impuestos como de ahorro a la seguridad social, si es cierto que mueren entre ocho y diez años antes que los no fumadores como sostienen, imprecisamente, los represores antitabaco. El segundo es que, aún siendo cierto que generen mayores costos, el problema podría resolverse sin vulnerar las libertades públicas. En un  terreno tan delicado, sería conveniente que las instituciones democráticas reconocieran al  menos las limitaciones que les impone la Constitución en defensa de los ciudadanos.

Anteponer la salud a la “libertad comercial” o, más específicamente, a la publicidad de cigarrillos, es resolver a lo bruto  una falsa disyuntiva. La libertad comercial no es otra cosa que el derecho de quienes participan en ese intercambio a ofrecer sus productos y satisfacer sus demandas con las mismas garantías que rigen para los demás tráficos legales. No se trata de elegir entre la salud y el comercio sino de que las políticas de salud no avasallen la libertad a secas. De no ser así, estaremos una vez más ante una violación de las garantías constitucionales, mal que les pese a los jóvenes socialistas y al diputado Ortuño, testimonios exóticos de un sistema político que está muy lejos de considerar siquiera la despenalización de la marihuana.