El Uruguay es un país con habitantes ciclotímicos. Sobre el tema tuve una gran conversación con Jorge Batlle en 1987, en mi primera y última conversación con quien luego fue presidente. En ciertas ocasiones muchos compatriotas me hacen acordar a una novia neurótica que tuve, que cambiaba de humor sin razones de fondo o aparentes. Dos años atrás, la selección sub-20 salió campeona de la categoría, y por unos meses miles creyeron que éramos los mejores del mundo. Dos años después, eliminados del mundial, somos los peores y el futuro luce ominoso. Ni los mejores, ni los peores. A decir verdad, haber salido campeones tampoco sirvió de mucho. Los dos únicos jugadores de ese plantel que se las están revolviendo en buenas ligas son Luciano Martínez (Bahía, Brasil) y Alan Matturro (Genoa, Brasil).
Por lo tanto, debemos darles el beneficio de la duda a los futbolistas que regresaron de Venezuela cargando la ignominia de un histórico fracaso. Quizá el fútbol les dé una segunda oportunidad de grandeza y varios terminen yendo a Europa. Son jóvenes y la vida está compuesta por triunfos y fracasos. No me pregunten qué tanto por ciento de cada uno. Si no se aprende a fracasar, nadie está preparado para triunfar. Además, se puede triunfar hoy y fracasar mañana. Yo, pasajero de esa montaña rusa mental y emocional, hablo por experiencia.
Cada uno de los muchachos tiene la obligación de saber qué aprendió de la derrota. La edad en la que están es ideal para eso, para aprender. Yo daría todos los triunfos conseguidos para volver a los 20 (los 17 no me interesan, se los dejo a Violeta Parra) y tener la vida entera por delante para equivocarme y volver a pararme. En la sala donde escribo tengo colgado un cartel con una cita de Scott Fitzgerald, uno de mis ídolos literarios: “Hablo con la autoridad del fracaso”.
Vivimos en la era del exitismo. El interés solo recae en quienes son percibidos como ganadores. Para los derrotados está la literatura. Y gran parte de la gran literatura mundial la conforman historias de fracasados, porque a fin de cuentas son las que me interesan. Los resabios de las victorias suelen tener vida corta. De los fracasos en cambio se puede seguir hablando por décadas completas. Las derrotas vienen acompañadas de un aura de misterio, pues no son aptas para explicaciones. Si consideramos que a fin de cuentas todos tarde o temprano vamos a morir, la vida puede verse como un proceso irreversible hacia el fracaso, hacia el fin.
La mejor literatura, las grandes películas, y una cantidad enorme de canciones basan su grandeza en la eximia condición poética que tiene el fracaso. Los triunfos, en cambio, nada tienen de atractivo a los efectos de poner a prueba la capacidad de resistencia mental y espiritual de una persona. Si algún día se escribe la gran novela uruguaya sobre Maracaná, para que esta tenga trascendencia y poder metafísico deberá centrarse casi más en el sentimiento de desolación padecido por los brasileños que en el júbilo de los uruguayos, por el simple hecho de que la felicidad no requiere de explicaciones; la infelicidad producto de un fracaso, sí. Existimos y morimos sin saber por qué ni para qué estamos ni a dónde terminaremos yendo. Lo que menos saben hacer los fracasos es revelar posibles causas, como si las hubiera.
La selección sub-20 de fútbol ha conocido la parte no teórica de la palabra fracaso. La historia del fútbol está llena de triunfos históricos, pero también de fracasos memorables como, por ejemplo, la eliminación de los mundiales de 1958, 1978 y 1982, cuando todos daban por hecho que iríamos a Suecia, Argentina y España. El reciente fracaso mayor de la selección juvenil está ahí, entre la elite de desastres deportivos, tan difíciles de aceptar como de explicar. La mayoría dispara contra el entrenador, Fabián Coito, quien al regresar a Uruguay comentó: “Es duro hablar de fracaso. Puede servir para abrir los ojos”. El fracaso debe servir para abrir los ojos, sí, claro, pero también para aceptar que a veces hacer lo mejor no es suficiente.
Coito había logrado buenos resultados en el pasado con otras selecciones juveniles, demostró saber de fútbol y cómo tratar a futbolistas de esta edad. Por consiguiente, al raciocinio le cuesta aceptar la idea de que el entrenador se olvidó de todo lo que sabe en tan poco tiempo. Son cosas que pasan y si los futbolistas convocados no están a la altura del desafío, esas cosas pueden pasar de manera seguida.
El futbolista Lucas Agazzi comentó: “No hay que buscar un por qué o un qué pasó”. Bueno, no estoy tan seguro. A los efectos del mejoramiento, resulta poco recomendable creer que nadie tuvo la culpa, aunque lo mismo que ocurre con los accidentes aéreos: las causas de un fracaso siempre son varias y trabajan al unísono. Los jugadores demostraron una llamativa deficiencia técnica, no podían parar una pelota ni dar un pase con precisión. Además, demostraron estar muy por debajo de la preparación física de las selecciones que clasificaron al Mundial de Chile.
Lo ocurrido es un fracaso, aunque no lo consideraría uno mayor. Debe servir como escarmiento para intentar reconstruir la escena del crimen y tratar de saber qué se hizo mal y muy mal, y qué están haciendo bien otras selecciones. Es duro de aceptar que la brecha física y técnica con Brasil, Argentina y Colombia luce cada vez mayor. Quizá estamos ante una realidad reparable a corto o largo plazo, vaya uno a saber, pero la mala sensación de que estamos quedando rezagados es promovida por las cifras: consiguieron solo un punto de 15 posibles.
Termino con una anécdota. Cerca de la medianoche del 31 de octubre de 1981, encaré a Washington Cataldi. Esa noche, minutos antes, Peñarol había perdido uno de los partidos más dolorosos de su historia, 0-1 contra Cobreloa jugando de locatario en el Centenario y recibiendo el gol en el minuto 89. En la tribuna Ámsterdam sufrí ese partido como pocos. Minutos después, a la salida del palco, le pedí al entonces presidente aurinegro que me concediera una entrevista para El País de los Domingos, donde por entonces yo escribía, para hablar de eso, de cómo son los sentimientos de tristeza y desolación tras una derrota.
Quería hablar con el gran presidente, a quien había entrevistado en un par de ocasiones, para profundizar en los sentimientos de vulnerabilidad luego de un resultado negativo inesperado. Cataldi, caballero en el trato y sin parar de fumar, me dijo (jamás lo voy a olvidar): “Después de un fracaso hay que irse callado para casa, mantener silencio, y recién hablar cuando hay algo importante para decir”. En silencio, en el mayor de los silencios, Cataldi trabajó para potenciar al equipo, y vaya que lo consiguió, demostrando que las estrellas son los futbolistas, no los dirigentes. Al año siguiente, Peñarol salió campeón de la Libertadores derrotando a Cobreloa en el Estadio Nacional de Chile ante 70 mil espectadores, con inolvidable gol de Fernando Morena, 30 segundos antes de que terminara el partido.
Mientras gritaba el gol como loco, parado encima de una mesa de la redacción de El País, le agradecí a Cataldi, a su silencio de meses seguidos, pues terminó resultando sagrado. Aprender a callarse tras una derrota estrepitosa y trabajar en silencio en la reconstrucción implica hacerle un favor a la inteligencia, sin la cual, tampoco el fútbol puede aspirar a la grandeza.
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