Contenido creado por María Noel Dominguez
Nacho Vallejo

Escribe Nacho Vallejo

La enseñanza de la cebra

Antes hacíamos cosas por los demás por respeto, por educación, o -no nos engañemos- por miedo.

29.11.2021 16:53

Lectura: 6'

2021-11-29T16:53:00-03:00
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El hombre que caminaba por la calle tenía un aspecto desarreglado, coherente con un sábado de mañana en el que no hubo ducha al levantarse, ni se eligió una ropa medianamente agradable a la vista. La barba hirsuta era lo último feo que se notaba en su humanidad, situada en las antípodas de cualquier representación de Adonis que conozcamos. De hecho estaba más cerca de parecerse al jabalí que mató a Adonis. El paseante paseaba a un perro -seguramente su perro- que como muchos perros se parecía a su dueño, aunque cabría preguntarse si no era más bien al revés y su dueño se parecía al perro, un bulldog de cara chata, paticorto y cabezón. 

Salzedo Street, en Coral Gables, es a esa altura una calle linda, casi un escenario de teatro o de sitcom. Parece falsa de tan perfecta, de tan impoluta. Eso contrastaba con la figura poco glamurosa del paseador de su perro que era observado a través de los grandes ventanales de un restaurante de moda en el que desayunalmorzaba (bruncheaba) mucha gente que se sentía muy copetuda. 

Sentados frente a nuestro plato de cocina fusión -fusión de cocina francesa con lo que sea que cocinan en Estados Unidos-, estábamos algunos algo imbuídos de la facultad de juzgar a los que estaban afuera, así que yo esperaba que en cualquier momento la mascota nos “regalara” una escena escatológica capaz de ofender mi momento gourmet y me preguntaba si el hombre feo tendría el civismo de recoger el excremento de su mejor amigo. El prejuicio ya había puesto a calentar a mi dedo pulgar para que en breve le metiera un gran pulgar para abajo a algo tan poco fashion como este hombre con su perro en mi escena de comercial publicitario. Pero contra lo que esperaba, el que se detuvo entre la vidriera de mi observatorio y el Porsche Taycan blanco impoluto estacionado contra la vereda, fue el hombre y no el perro. El hombre dobló sus rodillas, se inclinó en cuclillas para orgullo de cualquier quiropráctico que lo viera agacharse correctamente con todo ese peso (el peso que tenía en el entorno de su cintura) y cuando yo no podía imaginar qué iba a hacer, sino la pantomima de lo que seguramente hace su perro, en lugar de eso extendió su brazo hasta la base de un cerco vegetal que decoraba el pie de una elegante columna de iluminación (que no era verde cotorra) y con agilidad mandril, agarró algo del piso. Yo no lo había notado, pero contra este cerco había algo que desentonaba con el paisaje: una lata vacía, descartada y abandonada (botada, diría algún caribeño del lugar) de jarabe refrescante. 

Basura. El hombre se levantó con la misma calidad técnica con la que se había agachado y caminó hasta la esquina con el residuo en su mano. Cruzó por donde hay que cruzar y se acercó hasta una papelera en la que dejó la lata para retomar su paseo después. 

Siempre me conmueve, me esperanza, cuando un líder anónimo se toma el trabajo de reparar lo que algún incívico (un reverendo mediocre, nabo y egoísta) hizo mal. Pero me interesan más los del segundo grupo. ¿Cómo podríamos eliminarlos? 

No quiero decir eliminarlos físicamente en una especie de limpieza social (si entendiste eso, pedí ayuda especializada), sino que dejen de ser como son: una carga molesta para todos los demás, gente desagradablemente injusta, casi parásitos. 

El que ensucia (él o su perro), el que hace ruido de noche o de día, el que para o estaciona mal, el que no hace la cola, el que garronea, el vándalo pueril que pintarrajea una frase que termina en puto.

Hace un tiempo, cada vez más tiempo, las personas sentían la obligación, o más obligación al menos, de hacer lo correcto en el espacio común. Seguramente tirar la basura en el lugar indicado no era una de esas cosas correctas, porque no había una clara conciencia de la basura, como se supone que tiene hoy el elegante señor de la SUV que ayer me tiró la cajilla vacía de puchos por la ventana como si se fuera a desintegrar. Se hacían cosas por respeto a los demás, por educación, o -no nos engañemos- por miedo. 

No sé qué nos movía a hacer lo correcto, a ciencia cierta (perdón, ciencia, que te involucre en algo que en realidad es de conciencia), pero tal vez la religión, quizás por los valores que el culto inculcaba, o por las penas que imponía ser “malo”, tenía su qué ver. O tal vez era otro miedo, el miedo a la autoridad y a ser penado de algún modo en vida; o al ser señalado; o a ser atravesado por la espada de un vecino a quien molestara que le dejáramos el carruaje delante de su puerta, mientras arrimábamos a los nenes a la escuela, cuando el señor tenía que salir a reconquistar territorios invadidos. Miedo a algo en definitiva. 

El respeto estricto e irrestricto de los pasos de cebra del que nos enorgullecemos los montevideanos empezó en el miedo. Miedo al zorro gris, al chancho o al que fuera de tránsito que nos esperaba media cuadra adelante, porque se cebaron en cebras recaudando por al menos un bienio, hasta que no hubo un ser que se atreviera a cruzar una con un ser humano orientado al pase a una cuadra. 

Hay personas a las que uno cede el paso desde el auto que agradecen amablemente y pasan con celeridad para devolver el favor, y hay personas que ignoran el gesto con mala mueca y algunas hasta ralentizan su marcha para hacer valer la propiedad de ese espacio y ese tiempo como si fuera un botín que te robaron. ¿Cómo hacemos para tener más de las primeras y que se extingan las segundas?

En China -en alguna ciudad, región, o realidad paralela de su geografía- hay cámaras que reconocen caras, identificando individuos, y un sistema de puntos clasifica la calidad cívica de los ciudadanos, para luego castigarlos o recompensarlos por su comportamiento en comunidad. Otra que meritocracia. ¿Está bien? ¿Está mal? Se convoca a duelo de filósofos.