Contenido creado por Gonzalo Charquero
Luis Calabria

Escribe Luis Calabria

Opinión | El Estado de bienestar y el bienestar del Estado

El desafío pasa por regenerar el Estado orientándolo a sus roles fundamentales de acuerdo a una ética humanista, respetando al individuo.

27.02.2025 12:35

Lectura: 4'

2025-02-27T12:35:00-03:00
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Dentro de la filosofía política, la función del Estado ha sido siempre un tema central de debate. En momentos de cambio de gobierno, resulta crucial reflexionar sobre su rol y alertar sobre el peligro que implicaría caer en el pensamiento mágico: agrandar el Estado agranda las soluciones.

Tradicionalmente, el Estado de bienestar se concibió como el único proveedor de bienestar social, asumiendo un papel central en la provisión de servicios y asistencia. Sin embargo, la evolución de las sociedades ha demostrado la necesidad de un enfoque diferente. En la actualidad, el Estado debe transformarse en un generador de oportunidades, facilitando que otros actores —familias, comunidades y el sector privado— contribuyan también a la creación de bienestar. Para lograrlo, es esencial potenciar las capacidades individuales, asegurando que la intervención estatal no fomente la dependencia, sino que promueva la autonomía y la autosuficiencia.

El bienestar no puede ser entendido como un simple vínculo unilateral entre el individuo y el Estado. Este enfoque siempre ha generado ciudadanos pasivos, dependientes de subsidios, y ha consolidado una estructura estatal omnipresente que, lejos de incentivar el progreso social, termina limitando la libertad individual y las aspiraciones personales. Frente a este escenario, es imprescindible redefinir el papel del Estado. Regenerar el Estado supone ser conscientes de sus cometidos y funciones en un mundo globalizado, donde la inteligencia artificial avanza minuto a minuto.

No se trata de caer en el simplismo —bastante de moda— de reducir su importancia, ni su presencia, sino de reorientar sus funciones para que actúe como facilitador del desarrollo individual y colectivo. Así, el Estado debe ser promotor y no debería caer en viejas tentaciones de ser exclusivamente asistencialista. El Estado que se precisa es el que impulsa la independencia económica y social de los ciudadanos; claro que, sin desatender a quienes se encuentran en situación de vulnerabilidad.

Desde esta óptica, el pensamiento de Amartya Sen resulta clave. Su teoría de las capacidades sostiene que el desarrollo no debe medirse solo en términos de acceso a recursos, sino en la capacidad real de las personas para elegir y desarrollar el tipo de vida que valoran. Asimismo, el Estado debe procurar que las situaciones de exclusión sean transitorias y que la integración en la sociedad sea la norma, promoviendo la autonomía y la participación activa de todos los ciudadanos en la construcción del bienestar.

Este enfoque parte de la premisa de que cada individuo no solo tiene el derecho, sino también el deber de forjar su propio proyecto de vida. La función del Estado no es suplantar la voluntad de las personas, sino garantizar las condiciones para que estas puedan materializar sus aspiraciones. La ciudadanía no solo implica derechos, sino también responsabilidades, y el equilibrio entre ambos elementos es fundamental para la construcción de una sociedad verdaderamente libre y sostenible.

Sin embargo, existe un latente riesgo adicional, cuando el Estado deja de servir a sus ciudadanos y comienza a servir sus propios intereses. En este contexto, se configura lo que podría denominarse el “bienestar del Estado”, una dinámica en la que las estructuras del Estado dejan de ser un medio para garantizar el bienestar social y pasan a priorizar su propia expansión y perpetuación. Su autopreservación, tornándose un “Estado extractivo”, al decir de Olson. En este escenario, las burocracias se fortalecen no en función de su eficiencia o utilidad pública, sino en función de su propia supervivencia, generando redes de dependencia que benefician más a la estructura estatal que a la sociedad a la que deberían servir.

Cuando el bienestar del Estado prevalece sobre el bienestar ciudadano, se produce un crecimiento descontrolado del aparato estatal, con un aumento de regulaciones, trámites y estructuras (impuestos) para pagar esa expansión, que dificultan la actividad económica y la iniciativa individual. Lejos de estimular la autonomía, un Estado con intereses propios tiende a generar mecanismos de control que restringen la innovación y limitan la movilidad social.

Algunos piensan que agrandar el Estado agranda las respuestas y eso, probadamente a lo largo de los tiempos y los lugares, no resulta cierto.

El desafío pasa por regenerar el Estado orientándolo a sus roles fundamentales de acuerdo a una ética humanista, respetando al individuo. Y no se debería caer en las peligrosas tentaciones de la desfiguración y la expansión del Estado, lo que incluso podría llevarlo a su regresiva versión atávica: que vuelva a ser el tan temido Leviatán.