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Contenido creado por Gonzalo Charquero
El columneador
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OPINIÓN | El columneador

Deberé esperar otro poco para poder conocer por fin al papa Francisco en persona

Querido y respetado por el mundo de los pobres y olvidados, ha muerto Jorge Mario Bergoglio.

Por Eduardo Espina
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25.04.2025 11:10

Lectura: 7'

2025-04-25T11:10:00-03:00
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Gracias a mi abuela paterna, monetariamente muy pobre y espiritualmente millonaria, me hice católico, tarde en la vida. Había comprado mi complicidad y aceptación inclaudicable con la misma promesa que me hizo un día para siempre: si la acompañaba a misa los domingos, después de la ostia y la bendición final pasaríamos por una panadería cercana a la iglesia, en donde como recompensa me compraría un pan con grasa y un bizcocho con crema pastelera, los cuales una vez de regreso a su casa acompañaría yo tomando mate y escuchando Radio Clarín. Le encantaba Agustín Magaldi. Mis mejores recuerdos de la infancia son aquellos de los domingos, tempranísimo, cuando me conminaba a ir con ella a la misa de las siete en la parroquia Santos Apóstoles de los palotinos, ubicada en la avenida Luis Alberto de Herrera, por entonces conocida, a secas, como Larrañaga.

Subir cada domingo temprano por la calle Monte Caseros, con un frío bestial dándonos en la cara, es posiblemente el mejor recuerdo que tengo de mi vida montevideana, cuando la infancia reinaba plena, y la vida no pedía explicaciones. El sueño de mi abuela —Julia Franchelli de Espina, así se llamaba, de origen genovés— era que, Dios mediante, yo me convirtiera al catolicismo, pues con toda seguridad le rompía el corazón cada vez que le decía que no creía en la existencia de un ente sagrado dador de la existencia humana, de la vida tal cual la conocemos. Antes yo era lógico, hoy no. Y cada vez menos.

Por amor a las palabras santas, mi abuela me hizo leer por aquellos tiempos un libro sobre la vida de San Ignacio de Loyola, que me entretuvo mucho y me permitió imaginar mundos reales del pasado, aunque no logró convertirme a una religión trascendente, y perdón por la redundancia, pues supongo que todas las religiones serias lo son, trascendentes. Mi abuela insistía en acercarme a una dimensión de mayores aspiraciones metafísicas, pero mi alma estaba blindada a los cambios prometidos asociados a la fe, a la consagración de la vida a un bien supremo, lo cual hoy me parece lo más probable del mundo, casi lo único probable que hay: la vida no puede ser tan breve, tan vulnerable, tan nada y arbitraria, tan sin un futuro infinito de redención. Debemos creer en las realidades impensables engendradas por la fe.

Uno de los momentos más poderosos que aún recuerdo de mi vida remota tuvo lugar un domingo de agosto, ventoso y helado, montevideano a más no poder. Tendría yo 10 años, o los que en verdad tenía, aunque no recuerdo bien con precisión. Soy mejor recordando imágenes que cifras, emociones que datos numéricos. Amaneció lloviendo a mares, y al mirar por la ventana el aspecto tétrico de la jornada supuse que la visita a la casa divina se cancelaría por mal tiempo, como los partidos de fútbol correspondientes a esa fecha. Qué va. A la misma hora y con la misma fe (una que, por cierto, no necesitaba de paraguas), la voz de mi abuela mantuvo su implacable tono: “dale, che, arriba, no te hagas el dormido que vamos a llegar tarde”. Lo que ella decía era para mí palabra de Dios, sobre todo los domingos, cuando a la casa del Señor era a donde íbamos para llegar en punto.

Esa mañana, luego de la misa y antes del mate y los bizcochos, y con la excusa de que afuera llovía a cántaros (y había que esperar a que parara), me presentó a un cura amigo de ella, un sacerdote muy evangelizador, que con respeto la llamaba Doña Julia, y quien me dijo algo que me quedó grabado: “no te preocupes si ahora no crees en Dios, porque estoy seguro de que Dios te dará una vida larga para que algún día puedas empezar a creer en Él”. Ese día llegó, milagroso, sin lluvia ni bizcochos, casi tres décadas después, cuando mi abuela era ya ceniza y polvo, alma librada de pena en el cielo, donde la imagino junto a su mate y a su vaso de vino tinto, porque los domingos después de hablar con Dios, cocinaba ravioles caseros con tuco, acompañados con un par de vasitos de vinos Potro.

Pensé en los pasados sucesivos que tienen sitio privilegiado en la memoria, en Dios, en la vida llena de curvas en zigzag que es esta, al sentir tremenda conmoción por la muerte de Francisco, 266.° pontífice de la historia. Es que hay momentos claves en los capítulos de mi existencia relacionados a la muerte de algún papa en los que mi abuela estuvo presente. Siempre me pareció que con la muerte de un papa moría una parte de ella, quizá por el hecho nada sencillo de explicar, de que creía, con alma, vida y voluntad, en la Iglesia Santa Católica y Apostólica, cuya sede está situada en El Vaticano, y cuyo líder es el representante de más alto rango de Dios en la Tierra.

Tengo el recuerdo verídico de que todos los papas morían durante la noche italiana, y la gente del sur rioplatense se enteraba recién a la mañana siguiente, cosa de tener un despertar contundente y colectivamente triste. Doña Julia veneraba a Juan XXIII, de papado corto (1958-1963) y muerte fulminante (peritonitis), y a Pablo VI (1963-1978), a quien los pulmones le colapsaron. Mi memoria suele regresar a las fechas posteriores a la muerte de ese papa, pues mi abuela se mostró inquieta sobre quién podría ser su sucesor. Como si un enviado celestial se lo hubiera confiado (cortesía divina), decía convencida, “hay rumores de que están pasando cosas raras en Roma”.

Vaya uno a saber cómo ella, soldada de primera línea del bando clerical, tenía el dato confidencial, pero lo cierto es que el sucesor de Pablo VI, Juan Pablo I, ocupa el 11.º lugar en la lista de papas con menos tiempo de pontificado. Solo 33 días. Cuando hubo humo blanco para anunciar que había sido electo quien eligió llamarse Juan Pablo II, mi abuela no imaginó que el polaco nacido en Wadowice sería papa por 26 años, uno menos que la vida completa de Delmira Agustini, Janis Joplin y Curt Cobain. Solo Pío IX (1846–1878) tuvo un pontificado más prolongado. Karol Wojtyla tenía 20 años menos que mi abuela cuando esta murió a los 94 años, diciendo que hacía mucho que sus seres queridos muertos antes la estaban esperando. Tenía apuro por irse a reunir con su madre, con su padre, con las primas que se quedaron en Italia o donde la vida las haya llevado.

En 2017 visité el Vaticano por primera y única vez. Por una puerta que estaba abierta entré a una oficina y pedí para hablar con Francisco, el papa jesuita con algo o bastante de Juan XXIII y Pablo VI, que vestía de blanco, que pontificó para gente de todos los colores durante 631 semanas, y que será enterrado en la iglesia de Santa María la Mayor, donde celebró su primera misa San Ignacio de Loyola en diciembre de 1538. Un hombre amable de la curia respondió a mi curiosidad preguntando qué quién era yo.

Le dije que solamente era un católico uruguayo y que necesitaba no más de diez minutos para hablar con el sumo pontífice y hacerle unas preguntitas sobre dos pasajes precisos de los evangelios de Lucas y de Juan, pues quería saber su opinión, su interpretación sobre un par de misteriosas enseñanzas. El hombre me dio a entender que era imposible verlo al papa en esa ocasión y que debía pedir una audiencia mediante carta. Por años pensé en hacerlo, pero por una cosa u otra, fui postergando el intento. Ahora las circunstancias han cancelado nuestro encuentro definitivamente. Supongo que si cuando muera voy al cielo, y Francisco también, será mi abuela la que nos presente.

Por Eduardo Espina
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