Pablo Mieres invita a debatir a Pedro Bordaberry. El candidato colorado le dice que sí pero sólo si participan Mujica y Lacalle. Con Raúl Rodríguez no quiere debatir nadie y de hecho ni lo nombran. Lacalle desafía a Mujica a debatir "cuando quiera y donde quiera". Mujica acepta pero sólo si puede ir acompañado de Astori. Cada uno hace su juego sin reparar en lo más importante: el derecho de los ciudadanos a cotejar sus propuestas y sus semblantes, puestos uno al lado del otro.

Este fuego cruzado, típico de las campañas electorales, oculta que la decisión de debatir en televisión otorga un handicap según sean los atributos personales de los candidatos. Así, al menos, lo indica la historia de los debates televisivos. Es probable que Richard Nixon tuviera buenos argumentos para enfrentar a John F. Kennedy en el célebre debate de 1960, pero el candidato demócrata lucía luminoso, afable y cómodo con las cámaras, mientras que la cara sombría del republicano, junto a su pesado y anticuado traje, le jugaron una mala pasada.

En buena parte del electorado, el impacto visual le roba la atención al discurso verbal y la percepción de lo que "oímos" está fuertemente impregnada por lo que "vemos". No es tan sólo la ropa, el aspecto, la gestualidad. Tampoco la originalidad de las propuestas o las buenas intenciones de los candidatos. En un debate televisivo, los atributos que terminan inclinando la balanza no pasan estrictamente por cuestiones programáticas o políticas, sino por las habilidades con el lenguaje oral, la fluidez en el manejo de los datos, la empatía o la capacidad de reaccionar rápidamente y sin perder la compostura. No es extraño que, en un país sin tradición de debates, tanto los candidatos como los electores no vean este asunto como una cuestión de principios sino de mero cálculo electoral.

Un debate televisivo es, antes que nada, una gran puesta en escena, un monólogo de a dos, entre contrincantes que casi no se miran a la cara y rara vez cruzan directamente sus argumentos. En Estados Unidos, un candidato que se niegue a debatir estaría firmando su propio certificado de defunción. Allí los votantes son muy sensibles a la cristalinidad en el manejo de los dineros y los asuntos públicos. Por eso no conciben que un candidato se niegue a rendir cuentas (accountability en inglés) y a medir sus razones con las de su rival.

En cualquier caso, la participación en los debates televisivos suele plantearse como una amenaza en boca de los retadores y dilatorias en la de quienes van adelante en las encuestas. Hablar desde una tribuna donde nadie puede rebatir lo que se dice, no es rendir cuentas sino lo contrario. Es esconderse del escrutinio público poniéndose a resguardo de quien pueda tener una opinión contradictoria.

La sociedad uruguaya conserva cierta mirada naif sobre estas confrontaciones y teme que sus líderes terminen quemándose en la hoguera de la pasión o bien aplican un criterio de contabilidad deportiva, es decir, miran la posición en la tabla antes de decidir, demostrando que priorizan el cálculo electoral a la rendición de cuentas.