La mayoría de los precandidatos presidenciales blancos y colorados parece centrar su campaña hacia las primarias de junio en la riqueza y originalidad de su oferta electoral. Razones no le faltan. Quienes van a decidir las candidaturas (aproximadamente la mitad de los habilitados para votar) son aquellos ciudadanos que están más cerca de los partidos y de la política, un conglomerado sensible a este tipo de ejercicios pirotécnicos. Para las elecciones de octubre, sin embargo, los partidos históricos enfrentarán otras dificultades.
Aunque en un régimen de competencia democrática ningún partido puede aspirar a crecer eternamente, el Frente Amplio alcanzó el 51 por ciento de los votos en 2004 y tras cuatro años de gobierno conserva entre el 42 y el 44 por ciento, con unos cuantos puntos de indecisos por disputar. No hay otra manera de ver estos guarismos que como un éxito. La pregunta que deberían hacerse los dirigentes opositores, es cómo explicarlo. Una manera de hacerlo sería atribuirlo a los aciertos de la Administración Vázquez, pero en ese caso, habría que matizarlo con sus errores, de modo que esa contabilidad no alcanzaría para obtener una respuesta que resulte, a la vez, explicativa y políticamente operativa.
En un contexto de normalidad institucional y estabilidad económica, los sistemas electorales son bastante predecibles: tienden a renovar los mandatos partidarios. Al menos hasta el 2009, Uruguay no sólo ha tenido estabilidad económica sino que cosechó un crecimiento descomunal. Para la oposición, el mérito no es propio sino importado. Para los electores, en cambio, da lo mismo si fue alentado por China, India o el gobierno uruguayo. Esas son disquisiciones propias de los académicos y las elites, no de los ciudadanos de a pie, que tienden a juzgar al gobierno según la hayan pasado.
Por cierto que en las elecciones no sólo compiten fuerzas políticas sino gente de carne y hueso. En las primarias de junio, los candidatos presidenciales serán elegidos por un cuerpo electoral sensiblemente diferente al de octubre, que quizás no tenga como prioridad lograr el mejor posicionamiento de su partido en la competencia de la primera vuelta. En un escenario de extrema competitividad, la elección de un candidato u otro en los dos partidos con posibilidades de llegar al balotaje, puede ser decisiva. Más allá de esa paridad, la tendencia del electorado en un contexto como el uruguayo, es hacia la reelección, no hacia la rotación en el poder.
A menos que la crisis internacional golpee al Uruguay con una fuerza que hoy no se vislumbra, no hay nada que parezca torcer esa tendencia. Pero además, para que un partido pierda votos no alcanza con cometer errores; otro debe estar en condición de ganarlos por haber generado mayor confianza y mejores expectativas. Para una amplia franja de la ciudadanía, los partidos tradicionales siguen asociados a una retórica y una forma de hacer política que pertenecen definitivamente al pasado. Tanto los candidatos como las propuestas de la oposición, deberán remontar una cuesta empinada.