El informe del relator especial de Naciones Unidas para la Tortura, Manfred Nowak, no deja lugar a dudas. Uruguay tiene algunas de las peores cárceles del mundo y, en términos generales, su sistema carcelario viola la dignidad humana de los reclusos. El asunto es que todo el sistema político lo sabe desde hace tiempo (organizaciones como Ielsur y Serpaj lo denuncian hace décadas) pero casi nada se hizo ni se hace. Al menos nada que esté a la altura de esta gravísima, continuada y sistemática violación de los derechos humanos.
El tema suele tomar estado público cuando se registra alguna fuga masiva de presos o algún crimen especialmente sanguinario. Entonces los medios de comunicación se ocupan de los detalles sanguinolentos, de la indignación de los inocentes y de los desplantes e invectivas de la ministra del Interior. Así fue que un día cayeron en desgracia algunos periodistas, otro día le tocó el turno al senador oficialista Víctor Vaillant (que debió abandonar la presidencia de la comisión parlamentaria para el sistema carcelario para no agravar la situación) y en términos generales, cualquiera que ponga en evidencia lo que todos saben: la política carcelaria es el mayor fracaso del actual gobierno y lo expone a severas condenas internacionales.
La discusión sobre qué hacer con los presos y presas suele pendular entre la necesidad de mayores inversiones y el sentido de reparación social y rehabilitación que debe tener la condena. Rara vez el debate público supera el maniqueísmo y el intercambio de facturas entre los involucrados. Muchas personas se preguntan por qué deben costear de su propio bolsillo la manutención de aquellos compatriotas que se dedicaron a violar la ley, lo que incluye hurtos, rapiñas, agresiones físicas, violaciones y homicidios. Otros lo plantean como una disyuntiva irrecusable que enfrenta la decisión de invertir en hospitales y escuelas o construir cárceles y mejorar las asignaciones para el sistema carcelario en su conjunto. Tales sofismas surgen de la indignación y en esa medida son moralmente legítimos. Sin embargo, eluden algunas consideraciones fundamentales.
Desde el punto de vista de los derechos humanos, el sistema carcelario uruguayo victimiza a un conjunto de personas integrado por delincuentes y vigilantes, unidos por rejas, muros, comida, drogas, coimas y demás elementos característicos. Pero si la delincuencia encuentra su matriz en la miseria y la humillación y es en ese caldo que se cultiva y perpetúa, ¿qué puede esperarse que hagan los presos cuando el propio Estado los humilla y los degrada? ¿Por qué habrían de respetar la ley o la dignidad de sus congéneres si fueron atormentados durante años por los representantes de la ley?
Si el Estado trata cruelmente a sus presos, lo que obtiene a cambio no es menos sino más delincuencia y mayores niveles de violencia, con el agravante de que hipoteca su legitimidad a la hora de hacer cumplir la ley y envilece a la sociedad en su conjunto.
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