El presidente de Estados Unidos, George Bush, había recibido con beneplácito la sentencia y la calificó como un hito en la lucha de los iraquíes por reemplazar "el imperio de la tiranía por el imperio de la ley". El comentario no deja de tener su cuota de cinismo: en su propio país, miles de estadounidenses reclaman el cierre de la cárcel de Guantánamo, donde su gobierno amontona presuntos terroristas desde hace cinco años. Los prisioneros están fuera de toda jurisdicción por lo que su destino no depende de un fallo judicial sino de la voluntad política y militar del gobierno de Estados Unidos. Como si esto fuera poco, están detenidos en Cuba que es la cárcel más grande del mundo, lo que le da a la Guantánamo un sentido doblemente macabro.
Ann Wright, ex militar y diplomática estadounidense, cree firmemente que si Estados Unidos quiere "recuperar el respeto de la comunidad internacional y su propio espíritu como nación" la prisión de Guantánamo debe ser clausurada. Después de tres décadas al servicio de su país, Wright renunció a su cargo en el Departamento de Estado en marzo del 2003, en rechazo a la invasión de Irak.
Casi cuatro años más tarde, comienza a ver la derrota de la aventura mesopotámica del presidente Bush, quien fiel a su estilo, celebra la pena de muerte.
La Unión Europea reclamó sin éxito que se suspendiera la ejecución de Hussein. Es cierto que se trata de un viejo amigo de Francia y Alemania (¿no lo fue también de Washington?) pero la razón que alienta a los europeos no es la presunción de inocencia del genocida, sino la certeza de que la pena de muerte es una práctica aberrante y que debería ser abolida. La comunidad internacional hubiera recuperado cierta estatura moral si lograba que se respetara la vida de Hussein, mientras sus sufridos compatriotas dirimen sus diferencias étnicas y religiosas sin reparar en detalles vitales. Fue en esas tierras donde el rey Hammurabi inventó la ley del Talión, buscando dar cierta proporcionalidad a la venganza.
Es cierto que el famoso código fue escrito hace tres mil ochocientos años, pero a falta de mejores argumentos, los iraquíes no deben encontrar nada malo en ejecutar a un genocida. Pueden incluso preguntarse desde cuándo la Administración Bush entiende que el respeto por la vida y la dignidad humana es un valor supremo. El campo de concentración de Guantánamo, la sangrienta invasión de Irak y el beneplácito ante el homicidio legal de Saddam Hussein, parecen indicar lo contrario.
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